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La diligencia

RafaelhomarRafaelhomar Pedro Abad s.XII
editado octubre 2009 en Humorística
[FONT=Georgia, serif]La diligencia[/FONT]


Arrastraban con notable viveza la diligencia, bajo un sol abrasador, los cuatro caballos exhaustos tras largo viaje por ese paraje árido y pedregoso, por puro anhelo de cruzar cuanto antes aquel infierno. El pletórico sol parecía regurgitar sobre la tierra una sopa calurosa de bilis gástrica, que inundaba toda la planicie con su asfixiante hervor. Cada piedra era una brasa que formaba parte de una gran parrilla que irradiaba tal sofocante calor, que nada, absolutamente nada, podría sobrevivir, salvo el esqueleto moribundo de un burro disecado, que al pasar por su lado nos sorprendió con un mugido en demanda de un poco de agua.

En el interior de la diligencia la temperatura era la idónea para la cocción de los alimentos, y rendido ante mi probable muerte, recostado en el asiento, agonizaba en un estado febril de agotamiento y enfermedad. El sudor chorreaba a presión por todo mi cuerpo como una catarata. El cerebro me hervía en una cacerola y por las orejas me salían los vapores de la ebullición. Temía no volver a verte.

Me acompañaba una señora en exceso corpulenta, envuelta en pura manteca, sentada frente a mí, engalanada con vistosas prendas y un sobrero con plumas, que muy inconvenientemente sufría problemas gástricos, y en todo el trayecto no dejó de manifestar continuadas disculpas por las ruidosas ventosidades que se le escapaban en todo momento, según ella debido a las incomodidades del viaje. De talante jocoso no podía manifestar su turbación sin dar lugar a una profusión de risas, que se alternaban con las tóxicas emisiones favoreciéndose el mutuo desarrollo. Llegué a pensar que no podía ser cierta tal exagerada tempestad de truenos y risas, y consideré estar sufriendo una alucinación, una pesadilla onírica provocada por la fiebre. El recuerdo de tus jadeos me animaba a seguir viviendo.

El insidioso traqueteo que agitó la diligencia durante todo el trayecto se volvió trepidante al descender la loma que en sus alturas nos permitió divisar, en la lejanía, el poblado al que nos dirigíamos. Al alcanzar el llano, en tan solo un segundo, se desató una oleaje mortal de pulverulenta sequedad que se arremolinó sobre la diligencia zarandeándola cual barca el mar embravecido, viéndonos obligados a cerrar la ventanilla. El relinchar de los animales anticipó una desaforada carrera, y a galope tendido surcamos la tempestad de arena al ritmo de unos caballos desbocados, fustigados por el cochero, al que oímos dispara sucesivas veces con la escopeta. Pensé que se había vuelto loco, azuzaba desquiciado los caballos vociferando blasfemias e improperios.

Ni el ritmo de locomotora ni el estado eufórico del cochero permitían la precaución de evitar los diferentes exabruptos del terreno, produciéndose un descompasado traqueteo, por momentos vertiginoso, que lanzaba por los aires a la diligencia en un vuelo rasante camino al infierno. Los tremendos pedruscos que por allí había provocaron considerables saltos de la diligencia, haciéndonos rebotar en los asientos y propiciando que, en uno de esos rebotes, se catapultara la señora gorda sobre mí, llevándome uno de los peores sustos de mi vida y un fuerte manotazo en la cara por la que me estuvo sangrando la nariz el resto del viaje. Aplastado como una cucaracha sentí el descoyuntarse de todos mis huesos y la compresión de mis órganos en una fatal exhalación de todo mi aliento entonando un gemido moribundo. Pensé en tus llantos sobre mi tumba y me sobrecogió una angustiosa añoranza.

Disipada la tormenta, maltrecho y resentido, arrastrándome con el resto de mis fuerzas, me asomé por la ventanilla y con espanto pude comprobar que los espeluznantes alaridos que llegaban a mis oídos provenían de una jauría de indios en actitud bulliciosa, que cabalgando frenéticamente nos perseguía a tiro de piedra. En ese instante un indio de espeluznante catadura se asomó por la ventanilla con un cuchillo entre los dientes. Pintado hasta las orejas como un demonio de pesadilla y con una cresta de pelo cepillo color rojo parecía invadido por un espíritu maléfico. Convulsionándose como la cola de una lagartija rompió el cristal con la cabeza e introdujo la mano para acceder a la manilla, pero la recogió enseguida para taparse la nariz, tras prorrumpir una acusada arcada. Quedó visiblemente mareado colgando de la diligencia agarrándose con tan solo una mano. Aun en este trance se me quedó mirando con perpleja expresión, tal como si estuviera viendo un monstruo del espacio, con el desconcierto y temor de observar algo inconcebible para él. Poco después se cayó, y se alejó rodando peligrosamente por el pedregal.

Yo estaba petrificado por el pavor, sometido a un agarrotamiento gesticular y en un estado de polaridad en el que percibía un notable erizamiento de mis cabellos. La señora gorda me miraba con una mueca de alegría y satisfacción que consideré inadecuada para aquel momento de máxima tensión.

La estampida de indios oligofrénicos al galope nos rodeaban por todos los flancos coreando un desgañitado ulular mientras lanzaban un enjambre de flechas, machetes y cuchillos sobre la diligencia. El cochero empezó a lanzarles cartuchos de dinamita, provocando gran mortandad entre nuestros perseguidores, pero de repente una explosión sobre nuestras cabezas dejó el cielo descubierto y pudimos ver como brotaba la sangre del cuerpo sin cabeza del cochero, igual que si fuera una fuente. Empezaron a saltar sobre la diligencia los indios enfurecidos encontrando la firme resistencia de la señora gorda, que a base de manotazos les fue dando tal terrible castigo que huyeron espantados los pocos supervivientes. Cuando todo terminó no pude evitar abrazar a la señora gorda, Elisa, se llama, y desde entonces mi corazón es preso de sus deseos.

Fin
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