¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

Gente depravada

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Slo escritos erticos - Pgina 3 Escrit90


Gente depravada

Escondido detrás de una mugrienta cortina de plástico de un herrumbroso y semi abandonado matadero, Aníbal fue testigo ocular de la despiadada violación a una adolescente de apariencia gazmoña y remilgada.

Lloraba a mares, mientras cinco mastodónticos la encadenaban a un desconchado pilar y profanaban la flor inexplorada aún de una inmaculada virginidad.

Cuando daban fin a la escabrosa acción de tal atrocidad inhumana que inventaban para vehicular su voracidad vesánica, se desprendían del mefistofélico halo para investirse de ínfulas de falsas y ufanas respetabilidad farisea

Sola quedada la chica, tendida como pingajo, incapaz de moverse ni de proferir palabra, como si con ese ultraje a sus carnes los matones se hubieran quedado también con su voz desgañitada.

Aníbal la miraba durante las casi dos horas y media que permanecía en el sórdido matadero, sollozando, con su semblante mundano y trivial, anegado por las lágrimas.

Su enjuto cuerpo temblaba como un junco mecido por brisa. Aquello había ocurrido en la Sierra Norte de Sevilla, hacía casi veinte años.

Aníbal no la había ayudado, solamente era un muchacho pusilánime, sobrecogido por el turbión de la ferocidad asoladora de los cinco humanos, por llamarles de algún modo, que estaban plantados en sus facetas más monstruosa y degradada.

Aún recordaba Aníbal el cabello rubio veteado de finas hebras de la chica, ondulando su humedecida faz, distorsionada por el espanto. Era su pelo un velo que cubría la desnudez o un rostro poco agraciado que se ocultaba por pudor.

Desde aquel día, el testigo Aníbal era succionado por la intensidad de aquel instante, reteniéndolo, cautivo, reviviéndolo con una mezcolanza de fascinación y repugnancia.

Desde ese momento se sentía hechizado, adicto a las obsesiones de un observador alienado; esclavo del recuerdo, evocando la desdicha de la plañidera colegiala, devastada por cinco energúmenos encapuchados, y hercúleos como titanes.

En la chica ultrajada, Marta de nombre, había encontrado Aníbal su reverso perfecto; la mitad pútrida de la manzana que le ensamblaba. Ella disfrutaba del mercadeo que la denigraba a la nefanda condición de baratija intercambiable en manos de machos rijosos, sin escrúpulos ni moral.

Marta permitía mirar a Aníbal, espiarla a hurtadillas, clandestinamente, mientras se retorcía desbocada, o gemía convertida e unan marioneta contorsionista, o cuando se convertía en una piel fustigada y en carne expositora profanada y vejada.

Escondido tras las paredes o los murales de un salón, oculto como un espectro en el interior de un armario o bajo apaleados somieres, invisible tras puerta contigua de un cuarto, Aníbal volvía a ser el medroso que era testigo de tan brutal violación.

Marta rozaba el éxtasis con machos de identidades anónimas, sabiendo que Aníbal estaba cerca, mirando, como un mirón apadrinado, convertido en una lascivia reprimida y una pasión coagulada, prisionera en la mazmorra del deseo. Su relación consensuada se gobernaba estrictamente por dogmas y preceptos inquebrantables:

Aníbal jamás podría participar en esas sesiones de masoquismo, a las que ella se entregaba con una diligente docilidad, cual sierva sumisa que pretendía ser para sus amos, dueños de su cuerpo, su mente y hasta de su vida.

Tampoco lo pretendía, porque su naturaleza era apocada. Su fruición emanaba de la estática observación, cual centinela de barro o efigie de hielo apostada en un rincón, que solamente pudiese mirar con vidriosos ojos inertes.

Los privados ocasos sicalípticos de una pletórica voluptuosidad le mantenían proyectado en un pasado encendido cual faro a medianoche, excitado y fascinado, vibrátil cual antena receptora de estímulos lujuriantes.

El Marqués No entraba a zancadas en aquella sórdida sala de tortura, rebufando cual bestia encolerizada. Su aspecto torvo y despiadado le confería un halo tenebroso de verdugo medieval que gozase con la execrable misión de infligir dolor.

Tenía el torso fofo y acolchado, cual almohadilla revenida. Su envergadura se asemejaba a la de un rinoceronte. Sus piernas eran achaparradas, y la testa, calva y ovoide, se arrellanaba indolente sobre el pecho, ante la ausencia de un cuello robusto que la sustentase.


-sigue y termina en página siguiente-







Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    El remozado y maloliente habitáculo del garaje, venido a un calabozo medieval, estaba paupérrimamente iluminado por un único fluorescente parpadeante que pendía de un techo sucio cual tarántula mutante. En el suelo se formaban numerosos charcos de aceite, los que a Aníbal se le antojaban regueros de sangre de una reyerta entre dos clanes enemigos.

    Marta oscilaba en el techo, suspendida boca abajo cual res sacrificada. Si bien, de su semblante dimanaba una expresión de beatitud estática, como si estuviese en medio de un trance de un trasvase espiritual, su exuberante desnudo era como un pergamino de moratones y tumefacta piel bermeja supurante. Solamente su rostro permanecía incólume al sádico castigo del troglodita torturador.

    Aníbal se removía inquieto, tras un bastión de bidones, al apercibirse del sufrimiento que soportaba su aliada exhibicionista. Eran más que evidentes las rajas que habían dejado en su piel los infinitos latigazos que el inmisericorde le infligía con una sátira bestialidad. Marta aullaba de dolor a cada zurriagazo con un vara de metal. Pero no mutaba su expresión de sumisión y anuencia. Su cuerpo vibraba, sujeto por una gruesa cuerda que laceraba los tobillos y las muñecas de la chica. Sus piernas estaban tan separadas y abiertas en un ángulo forzado que parecía que se fuesen a romper en cualquier momento.

    El Marqués No la miraba sonriente y contento. Se relamía los labios, como si contemplase un humeante plato de gran buqué dispuesto sobre la mesa de un refectorio. Se acercaba a una mesa sobre la que reposaba un arsenal de cachivaches eróticos, de dimensiones inconcebibles y formas de lo más extravagantes.

    Abandonaba una ristra de bolas de un plástico duro engarzadas a una respetuosa alineación a través de un cordel, cogía un extraño artilugio mecánico con sus tentáculos metálicos que al juntarse producían unos sobrecogedores chispazos.

    Aníbal temía lo peor, sentía como el gaznate se le constreñía, rea de pavor y placer.

    El marqués No manipulaba con sus dedos de carnicero la tórrida cavidad pélvica de su abnegada sierva, que se retorcía de placer, a la vez que él aplicaba pequeñas peo seguidas descargas en su entrepierna.

    Aquellos elongados brazos metálicos picoteaban su piel, produciéndole chasquidos de tormenta, creando chispas azules y verdosas que parecían avispones eléctricos.

    Donde aquel cuerpo adolescente se mostraba rebosante, proyectaba el artefacto su ira, aguijoneándolo, atormentándolo, mortificándolo con incisivas dentelladas. Donde las descargas eléctricas desencadenaban sufrimiento y convulsiones, la piel quedaba tumefacta, carmesí como un sanguinolento coágulo.

    Marta empezaba a balbucear entre sollozos terribles; lloraba como cuando siendo una chiquilla adolescente era vejada en el matadero abandonado.

    Aníbal no podía soportar más, tenía que ayudar a su amiga. Ese sadismo extremo estaba yendo demasiado lejos. No podía permitir que la matara. Marta sufría terriblemente. Salía de su cueva vociferando mandatos imperativos, cual implacable jefe. El marqués No lo miraba, socarrón y presuntuoso, con lástima. Le dejaba avanzar, le permitía que representase su papel de súper héroe al rescate de su princesita arrebatada.

    Aníbal podía vislumbrar un segundo la cara de Marta. Lo que descubría en sus ojos, sin embargo, no era agradecimiento, sino enojo, vergüenza y decepción. No lo entendía. El Marqués No quería desgarrarla como si fuese una becerra sacrificable, y ella, por algún motivo, parecía satisfecha y anhelosa por seguir con su martirio voluntario.

    Esos momentos de vacilación los aprovechaba el malvado torturador para atenazarle con sus poderosas manos y propinarle un puñetazo espantoso en el estómago. Aníbal quedaba en el suelo arracimado, cual ovillo de lana tosiendo, resollando con dificultad. Intentaba levantarse, escapar de aquel santuario de depravación y dolor, pero el Marqués No volvía a inmovilizarle con unos brazos duchos, pero los tentáculos eléctricos le reventaban la espalda, solo con una descarga aunque portentosa.

    Cuando abría los ojos, mareado, exhausto, se apercibía horrorizado de que pendía de un gancho, boca abajo, desnudo y a merced de aquel despiadado carnicero.

    Marta le espiaba tras la barricada de bidones, expectante y orgullosa de su amo.

    El Marqués No hacía restallar en el suelo un pavoroso látigo de cuero, se relamía los labios y descargaba el primer correazo, y así hasta diez seguidos.

    Pero en Marta podía más la valentía y arrojo de su defensor de siempre que el gusto que le daba su supuesto amo. Le estaba cogiendo cariño a Aníbal.

    Con una fuerza inusitada, salida de lo más hondo de su ser, se quitaba como mejor podía sus correajes y cadenas, le daba un fortísimo empellón al Marques No, que caía en un agujero profundo. Desataba a Aníbal de sus ataduras, y juntos huían los dos corriendo sin rumbo fijo.


    Slo escritos erticos - Pgina 3 Gente_10

    Antonio Chávez López
    Sevilla noviembre 1999


Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com