Mi
vecinita de arriba ¡Joder, me estoy asando vivo con este fuego de julio de mi ciudad;
hace un calor achicharrante! Como ya me he cansado de dar vueltas y más vueltas
en la cama y mi rellenita esposa se pega a mí como una lapa, me voy a levantar y
me voy a ir a mi terraza, y a ver si allí corre un poco el aire, porque por muy acostumbrado
que se esté a vivir en esta Sevilla de mis amores, y sabiendo cómo se las gastan los veranitos por estos pagos, no hay Dios que aguante esta horrible candela.
Ya en la terraza, enciendo mi móvil
Apple12 MPX con cámara dual de gran angular y teleobjetivo, activo el navegador GPS y cargo el programa para ver las
estrellas.
Mi GPS apunta a la más cercana, la
más espectacular, la más asequible, y mi miembro viril me va a decir
inmediatamente el nombre de ella y la constelación a la que pertenece.
De pronto veo una que brilla más
que ninguna, una que es deslumbrante No sé… no sé… Apostaría a que
no es una estrella. vulgar. Tiene que ser... tiene que ser… ¡Claro, coño, una mujer estrella!, mi vecinita del piso
de arriba, que está más buena que el jamón de Jabugo. Por algo me dice
siempre mi esposa que no la mire, ni siquiera de lejos…
Mi vecinita, que Estrella se llama,
con la rapidez de un meteoro aparece en bolas; bueno, no exactamente en bolas, con
una camiseta negra, un tanga rojo, medio bajado de su acomodo, sujetado con sus
manos por detrás a mitad de su culo. Con su mirada hacia el infinito y sus
tetas empinadas mirando hacia la África de los nabos gordos, me pregunta:
—¿Está usted mirando las estrella,
vecinito?
—Sí, vecinita.
—¡Qué forma más tonta de perder su
tiempo! Yo que usted lo emplearía en algo más reconfortante.
—¿Qué quieren decir sus palabras,
vecinita?
—¡Ande, ande, suba usted que le voy
a enseñar, tan pronto llegue a mi casa, una ardiente y reluciente astro que sé que es la
única persona de toda la urbanización que todavía no lo conoce!
—¿Y mi esposa, vecinita? ¿Qué le digo?
—Usted sabrá. Pero su recatada esposa ya vino por aquí tres veces.
—¡No me diga!
—Sí le digo.
—¡No me lo puedo creer, vecinita!
—Pues créaselo, vecinito. Ah,
también subieron un par de veces sus tres hijas y los novios de ellas
¿Quién dice que no hay nada más rápido que la velocidad de la
luz del reluciente coño de mi puta vecinita?
Antonio Chávez LópezSevilla julio 2010