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La muerte del gobernador

MehsenMehsen Pedro Abad s.XII
editado marzo 2016 en Narrativa
Josefina, ahora que has franqueado por última vez los sórdidos muros de mi prisión, compungida pero libre, he vuelto a reflexionar sobre los extraños hechos que me tuvieron como protagonista, de modo involuntario y muy a mi pesar. Con la inevitable amargura de saber que toda acción que emprenda a esta altura no cambiará el curso de los acontecimientos, me dispuse a dejar una constancia objetiva por escrito.
El gobernador visitó mi apreciado laboratorio un sábado por la tarde, sin previo aviso. En primer término, quiso informarse en profundidad sobre el estado general de mis investigaciones; luego, una vez en confianza, me espoleó para conocer mi postura sobre el desarrollo científico de su gestión. Ambos estuvimos de acuerdo en que resultaba decepcionante observar como a pesar del progreso de la ciencia, la sociedad continuaba retornando a comportamientos primitivos; coincidimos en que esta severa involución debía ser una consecuencia indirecta del grave deterioro del planeta. A título personal, llegó a confiarme que pretendía abolir varias de las medidas del gobierno anterior, incluyendo la polémica ley del talión. Por último, el gobernador me reveló su interés por el novedoso prototipo que yo estaba desarrollando en secreto. Fue entonces cuando me aclaró el motivo real de su visita: estaba resuelto a participar como voluntario en las pruebas iniciales de la máquina. Desconcertado por su propuesta, dejé en claro que el modelo experimental aún requería optimizar los protocolos de seguridad, por lo menos, antes de iniciar las pruebas concretas en voluntarios. El gobernador, sin embargo, no atendió razones técnicas, ni personales. En un rapto de sinceridad, me reveló que lo abrumaba la ausencia de su difunta esposa, estaba convencido de que su martirio solo podría paliarse con el auxilio de las nuevas tecnologías. Quería revivir, al menos, uno de los instantes vitales que habían compartido. Acorralado por su insistencia, lo introduje someramente a los mecanismos que emplea el dispositivo, sobre lo cual ya me he explayado en reiteradas oportunidades en estos días, y que, por lo tanto, no abordaré en profundidad en esta instancia. Para el caso, bastará mencionar que la máquina es capaz de identificar redes neuronales implicadas en recuerdos puntuales. Tras suministrar breves impulsos eléctricos a voluntarios en un estado de hipnosis, la máquina es capaz de reconstruir una vivencia puntual, con las mismas emociones que experimentó el sujeto cuando el recuerdo fue generado.
Para identificar un hecho concreto es imprescindible la colaboración del voluntario, el cual debe aportar descripciones de objetos y detalles relevantes, ya que mientras el sujeto rememora es cuando la máquina logra identificar las redes neuronales que almacenan la información. Una vez que el dispositivo recolectó un número suficiente de circuitos neuronales, el equipo rastrea las conexiones que faltan, lo que le permite construir un mapa tridimensional con todos los patrones involucrados.
El gobernador, en aquella instancia, me encomendó la búsqueda de un atardecer en particular, cuando sorprendió a su mujer con un ramo de flores amarillas, de esas que ya se extinguieron hace algunos años. Añadió, además, detalles relativos a una escapada que realizaron en automóvil a las afueras de la ciudad, a una zona arbolada donde todavía corría un hilo de agua pura. En aquel día, contra las luces nacaradas del crepúsculo, ella le había dejado percibir que no era inalcanzable, como hasta entonces le había parecido. A la hora de aportar detalles, el gobernador se explayó sobre el brillo de unos ojos grises y la sonrisa franca de quien se volvería su mujer. Describió con minuciosidad el cuerpo joven y firme, el vestido liviano que llevaba aquel atardecer, muy apropiado para los días calurosos que se vivían. Con ese caudal de información establecimos un mapa perfecto, donde brillaba con fluorescencia el fino entramado de las redes neuronales asociadas al recuerdo.
Almacenamos toda la información en la máquina y, antes de proceder, forcé al gobernador a firmar una declaración en la que aceptaba conocer los riesgos del procedimiento. Incluso, dejó asentada mi postura negativa con respecto a su proceder. Quedó plasmado, de su puño y letra, que me libraba de toda responsabilidad en el que caso de que surgiera un imponderable. Finalizado este trámite, el gobernador se reclinó en el sofá de la máquina para que le colocara los electrodos en las posiciones requeridas para el procedimiento. Le informé que estaría en el recinto durante todo el trance y que anularía la operación en el caso de que se registrara algún desperfecto. El gobernador inhaló profundamente mientras la máquina comenzaba a suministrarle pequeños impulsos eléctricos. Constaté que, durante el primer ensayo, el aparato funcionó a la perfección, sin que hubiera ninguna falla técnica. Al cabo de unos minutos, unas lágrimas densas rodaron por la piel curtida del gobernador; corrían raudamente como fugitivos que escaparan de una prisión.
Transcurrido un cuarto de hora, el gobernador comenzó a estremecerse de un modo alarmante. Temí que estuviera convulsionando. Al instante, el aparato detectó que acababan de superarse los umbrales de ciertos metabolitos y detuvo las señales. El gobernador se incorporó entonces con los ojos como diques rebalsados. Me exhortó a repetir la experiencia; arguyó que necesitaba vivenciarla una vez más. Dijo que la sensación había sido tan real que no pudo evitar emocionarse. Prometió apoyarme en mis investigaciones porque la máquina verdaderamente funcionaba, era una invención capaz de justificar cualquier vida, con tal de que tuviera algún recuerdo valioso al cual acudir en caso de extrema necesidad. Yo me opuse con fervor porque los riesgos habían sido evidentes, pero el gobernador no se dejó persuadir, estaba desencajado y fuera de sí. Consentí, por fin, con la condición insoslayable de que se tratara realmente de la última vez, al menos, por ese día. Conectamos nuevamente los electrodos y sucedieron exactamente los mismos eventos que en la primera oportunidad. No obstante, cuando el gobernador despertó, volvió a insistirme para que lo conectara una vez más, despreciaba los riesgos amparado en su posición de voluntario que ya ha tolerado dos ensayos consecutivos. Esta vez fui inflexible. Los eventos entre el primer y segundo ensayo habían sido semejantes, pero habían ocurrido a mayor velocidad. Era un indicio de mal pronóstico. Discutimos acaloradamente. Lo último que recuerdo, es que el gobernador me golpeó con una lámpara de escritorio.
Cuando me despertaron los guardaespaldas del gobernador, él aún continuaba recostado en el sillón. Tenía el cuerpo relajado y una expresión de paz le iluminaba el rostro, todavía húmedo. Había muerto como él lo quiso, junto a su amada. Aunque no me informaron oficialmente sobre los motivos de su defunción, yo lo sabía con certeza. Bastaba contemplar la expresión de serena felicidad de su rostro. Su organismo no logró tolerar los niveles de los metabolitos producidos por tal estado.
Ahora, ya me han puesto en contacto con los nuevos operarios de mi máquina. Les he proporcionado las instrucciones básicas de su funcionamiento. Al momento de aportar mis datos personales, les comenté sobre una estancia iluminada por el resplandor mortecino de la luna; de los perros que ladraban a corta distancia y las linternas rabiosas que nos perseguían entre los pastizales. No escatimé en detalles sobre el riesgo al que nos expusimos aquella madrugada, mientras huíamos sin amedrentarnos por los disparos irresponsables, ni por los gritos desencajados que vociferaban tu nombre, Josefina, que acababas de desobedecer el mandato familiar para fugarte con un estudiante de clase humilde.
Ya he insistido numerosas veces que los guardaespaldas destruyeron la carta que me libraba de cualquier responsabilidad. El tribunal, no obstante, se ha empeñado en desacreditarme de todas las maneras posibles. He escuchado que destruirán el prototipo que estuve desarrollando, como si la ciencia tuviera la culpa de este funesto desenlace. Espero que lo mediten con más calma. Por mi parte, lamento profundamente la muerte del gobernador, no solo por su fallecimiento, que priva a todos de un hombre ejemplar, sino también porque no llegó a abolir la polémica ley del talión, por la cual he sido condenado a tener su mismo destino. Me queda el consuelo, sin embargo, de saber que he guardado durante más de veinte años un recuerdo invaluable que reviviré ahora una y otra vez, cuando en un par de horas vengan por mí para aplicarme todo el rigor de la ley.


de www.decienciayliteratura.wordpress.com
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