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El secreto de la Dra. Mahler

MehsenMehsen Pedro Abad s.XII
editado diciembre 2015 en Narrativa
Sinopsis
¿Por qué existe el cáncer? ¿Por qué la evolución lo permite? Fueron estas preguntas, prácticamente, ignoradas en el ámbito académico, las que abrumaron a la Dra. Mahler; fueron las mismas preguntas, de carácter espinoso, las que asestaron un violento golpe a la amistad de años que llevaban el Dr. Martínez y el Dr. Fuentes. ¿Pero por qué? ¿Cómo se transformó una incógnita objetiva en la causa que desencadenó una tragedia? Desde la habitación de un hospital, Martín Mehsen inició su camino hacia la verdad. Desde el instituto donde ocurrieron los hechos, Bruno Giovanni hizo otro tanto. El primero se ocupó de dejar constancia de lo ocurrido; el segundo fue quien corrió con todos los riesgos. Profundizando sus conocimientos sobre diversos aspectos del cáncer, Bruno fue acercándose a comprender las oscuras razones de la tragedia. Sobre el final, los acontecimientos se precipitan, todos se vuelven sospechosos y el lector es desafiado para que descubra, verdaderamente, qué le sucedió a la Dra. Mahler.


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Presenciar un crimen es un episodio a todas luces dramático. Aun así, puede que haya algo peor: haber estado cerca, realmente cerca del lugar de los hechos, pero sin llegar a ver cómo se consumaron. El roce de la tragedia es capaz de despertar en muchos una necesidad acuciante de saber lo que pasó, sobre todo, cuando se ha mantenido un trato cordial con los principales sospechosos. Algo semejante me ocurrió a mí con el crimen de la Dra. Mahler. Quedé paralizado, a escasos metros del sitio donde se desplomó el cuerpo malherido de la doctora. Fui como un espectador, un caminante desvelado que, por casualidad, observara una escena terrible a través de una ventana. Por supuesto, para evitar complicaciones, lo más prudente hubiese sido olvidarse del asunto. Hubiera bastado con que hiciera de cuenta que no estuve merodeando la escena del crimen, que no escuché la discusión previa, los portazos, ni los gritos. Pero no fue eso lo que hice, sino más bien todo lo contrario. Siempre quise ahondar en los motivos que derivaron en la muerte de la Dra. Mahler. Acaso haya sido el carácter irreversible de las pérdidas; o la naturaleza de las ideas en juego, o el modo en que estas influyeron en el desenlace fatídico, lo desconozco, pero lo cierto es que una vez que vislumbré el trasfondo que había oculto, no pude más que indagar en el corazón de los hechos. Perseveré hasta conocer la verdad. Y no solo la verdad sobre el crimen, sino también sobre el papel crucial que tuvo Bruno Giovanni, un joven investigador, en el esclarecimiento de los hechos.
Tal vez el lector se pregunte, a esta altura, por qué no es Bruno mismo quien relata su experiencia, y la duda sería muy atinada; al fin y al cabo, él fue el protagonista excluyente: solo él, solo Bruno. Esto es verdaderamente importante. Nadie más lidió con las incógnitas del caso. No hubo otro que enfrentara los riesgos pertinentes. Bruno ingresó al instituto donde murió la doctora y se manejó con aplomo en el sitio mismo de la tragedia. Fue él quien supo granjearse la confianza de Fuentes y de su núcleo familiar más íntimo, incluyendo a su esposa y a su hijo adoptivo, lo que resultó vital para sus averiguaciones. En definitiva, yo no tuve participación alguna en la resolución de este crimen. Mi único acierto, mi único punto a favor, en todo caso, fue haber estado en el lugar de los hechos el día clave, la tarde en que ocurrieron. Pero apenas fui un testigo privilegiado, alguien con una butaca en primera fila, nada más, solo eso. Como dije, fue Bruno quien se llevó todos los méritos. Y, sin embargo, su versión de los hechos aún se desconoce, su paradero es una incógnita; y lo que a fin de cuentas es más grave, por estos días, puede que Bruno mismo también esté muerto. Semejante desenlace, lamentablemente, no sorprendería a nadie. Pero esa es la innegable realidad, y es por eso que yo, Martín Mehsen, me he tomado la libertad de contar sus acciones.
Asumo así este compromiso, a sabiendas de que muy pocos de quienes conocían a Bruno supieron cuál fue su verdadero rol en este caso. Nuestro primer contacto, poco tiempo atrás, tuvo lugar en un hospital público, donde suelo pasar más horas, incluso, que en mi propio hogar. Sin ir más lejos, en este preciso instante estoy internado. Aquí nos vimos por primera vez con Bruno. Él tiene una salud inexpugnable y rara vez acude a un hospital. Sin embargo, en aquella oportunidad venía a visitar a un enfermo, un sujeto maltrecho, con los días contados, que apenas y cada tanto farfullaba algunas frases inconexas, pero que conocía detalles vitales del pasado de la Dra Mahler. Ese paciente moribundo, que yacía inerte en la cama contigua a la mía, poseía datos reveladores que le daban a sus últimas horas un valor incalculable. Fue ese encuentro el que terminó de acercarme a la historia de Bruno. En cuanto ingresó a mi cuarto, y le preguntó al moribundo acerca de la Dra. Mahler, comprendí que los dos andábamos tras las mismas huellas. El crimen de la doctora tenía para Bruno un significado que iba más allá de la simple curiosidad. Por su modo de inmiscuirse en el caso, desde un principio sospeché de sus verdaderas intenciones. Bruno era un joven con prestancia, graduado en biología a los veinticuatro años. Había trabajado arduamente para costearse los estudios y ahora tenía, por fin, una carrera promisoria por delante: no necesitaba comprometer su futuro adentrándose en un terreno desconocido para él, un espacio tan ambiguo y brumoso como el de la muerte y el misterio. De inmediato presumí que ocultaba un buen motivo. Fue así como empecé a interesarme en los pasos de Bruno desde un comienzo, desde su primera visita al Dr. Fuentes, el principal sospechoso por el crimen de la Dra. Mahler.



2



Martes 11 de octubre

En la frondosa galería exterior de la clínica psiquiátrica, entre húmedos macetones de un metro de alto y columnas revestidas por helechos, el Dr. Fuentes dormitaba tumbado de mal modo en una silla mecedora, con los brazos abiertos al cielo y las piernas retraídas. Aún llevaba el pijama harapiento con el que había salido de la cama. Tenía el cabello sucio, la barba desprolija, las ojeras como un flan. Todo en su persona lucía decadente.
Bruno salió a la galería a través de una puerta corrediza y tomó asiento junto al doctor. Con paciencia, apeló a una batería de comentarios de ocasión: que el clima, que los pájaros, que el viento. Aun así, no logró romper el hielo. El doctor estaba en otra cosa; su único objetivo era dejar escurrir las horas como si él no estuviera allí. Alguna vez, hasta quizá le dieran el alta. Esa posibilidad, que de momento parecía remota, así y todo, lo diferenciaba del resto de los internados. La mayor parte de ellos sufría de afecciones mucho más graves que la suya. Lo del Doctor era reversible, su condición no era definitiva. En cambio, el resto de los pacientes carecía de posibilidades de curación: ellos jamás saldrían otra vez al mundo. Les aguardaba un futuro sin sorpresas, años de vagar y vagar por los desteñidos pasillos de esa clínica, que apenas incluía un apático salón comedor, un parque cercado, y una salita con un viejo televisor, el espacio común, donde todos solían amontonarse en los días de truenos y de lluvia.
Fuentes miraba hacia la línea del horizonte cuando Bruno desplegó un periódico viejo. Lo hizo crujir con fuerza, como anunciando el hallazgo de una noticia rutilante. Luego leyó en voz alta:
—¡Qué extraño! Doctor, permítame leerle esta nota: “Descubren el cuerpo sin vida de una mujer en un depósito… Yacía en el suelo con un puñal hundido profundamente en su pecho”. —Bruno espió a Fuentes por el rabillo del ojo—. Y escuche este fragmento, que acaso sea lo más llamativo: “El cadáver de la mujer no estaba solo, no; a su lado había un hombre mayor, con quien habría discutido y sería el responsable directo de su deceso, pero que, sin embargo, y por razones aún inciertas, permanecía atenazando el cuerpo y se resistía a soltarlo”.
Pese a que la descripción lo incumbía, Fuentes mantuvo su hermetismo. Solo pestañeó un par de veces, como si algo de polvillo se le hubiera metido en un ojo.
—Hay una cosa que no entiendo —insistió Bruno—, en el puñal estaban marcadas claramente las huellas dactilares del hombre, de la persona que sostenía el cuerpo sin vida de la doctora… ¿Se da cuenta? ¿Si ese hombre era el asesino, entonces por qué se quedó? ¿Por qué no huyó? No lo sabemos. Y parece que el sospechoso había recibido un golpe cortante en la cabeza, un golpe que le había abierto una vieja cicatriz.
Bruno se inclinó ligeramente hacia el doctor, con gesto grave, como un médico que hubiera notado de pronto un hematoma en un paciente. Una sutura desprolija dividía en dos mitades asimétricas la frente del doctor.
A escasos metros, parapetado en un rincón, el custodio de Fuentes contemplaba la escena con el ceño fruncido, estático y en silencio. Llevaba varias horas allí, hastiado del continuo tránsito de los pacientes. Los internados se detenían a mirarlo como si estuvieran ante un cuadro abstracto, y uno de ellos, incluso, había tenido el tupé de quitarle el escarbadiente que siempre tenía en la boca.
Bruno no se distrajo. Continuó minando la resistencia de Fuentes:
—Como le contaba, doctor, sobre el hombre se ciernen graves sospechas. Puede que termine sus días tras las rejas…
—¡Basta! —gritó el doctor—. ¡Basta! Usted recién ingresa al instituto, ¿no es cierto? Debería ocuparse de otras cuestiones.
Bruno titubeó:
—¿A qué se refiere?
—Usted tiene que investigar sobre el cáncer, ¿pero entiende, realmente, de qué se trata esa enfermedad?
—Disculpe —dijo Bruno—, hablábamos de otra cosa.
—¡Usted hablaba de otra cosa! Yo le hice una pregunta simple. Se la repito: ¿por qué existe el cáncer? Dígamelo.


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