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Aquel que acecha

LordSophonianLordSophonian Anónimo s.XI
editado junio 2014 en Fantástica
Relato dividido en tres partes.

I

Era una tarde de principios de octubre. Tras las clases dedicadas a las presentaciones y el repaso de guías docentes, la rutina de trabajos semanales y exámenes parciales se había impuesto en la escuela, y los alumnos luchaban contra el sueño inducido por el amodorrante canto de las chicharras y los apacibles rayos de sol que entraban a través de las ventanas semiabiertas en aquella hora.

Habían transcurrido apenas quince minutos desde que el reloj del instituto había echo sonar la lánguida melodía que anunciaba el cambio de asignatura, por lo que sólo quedaba por soportar los últimos y más pesados cuarenta minutos de la última clase de la sesión de tarde. Los alumnos menos aventajados se entretenían dibujando garabatos en sus cuadernos de matemáticas, haciendo mover sus lápices con los dientes o simplemente contemplando el patio del recreo con los ojos entrecerrados y suspirando largamente.

Y ocurrió que, mientras la profesora de matemáticas se esforzaba por hacer entretenida la explicación de un corte transversal, un hecho insólito acabó de forma súbita con la monotonía habitual. Priscila, la extraña chica que apenas hablaba con nadie, había acaparado todas las miradas al sufrir uno de sus ataques. Todos en la escuela sabían que Priscila era propensa a tener ese tipo de crisis, pero ninguna la había afectado hasta tal punto de perder el equilibrio y caer al suelo entre chillidos histéricos.

La profesora acudió en su ayuda, su rostro teñido con la misma palidez que el de la chica.

–Priscila, ¿te encuentras bien?

Por ese momento había dejado de gritar y se tapaba los oídos con ambas manos mientras cerraba los ojos con fuerza.

Los alumnos de las filas delanteras se inclinaron para ver mejor, mientras que los de atrás se acercaron para contemplar a la chica que yacía penosamente un una esquina de la clase, con la espalda apoyada en la pared y frente a un armario desvencijado. Era con lo primero que se había topado al entrar a la clase, y algo debía tener ese armario amarillento con estampas de trabajos de arte de cursos pasados para que provocara aquella exagerada reacción en la muchacha. En cualquier caso, sólo unos pocos se pararon a inspeccionar el mueble. Sabían que, por mucho que escudriñaran la vista, había cosas que solamente Priscila podía ver.

En efecto. Cuando la chica abrió de nuevo los ojos, mantuvo el contacto visual con el armario durante un largo rato. Sus ojos se clavaban con un brillo extraño en la parte superior del mueble. Tragó saliva, se volvió a la profesora, que no paraba de formular preguntas histéricas que no recibían respuesta, y dijo con una serenidad que contrastaba con el escalofriante grito que había proferido segundos antes:

–Estoy bien. Es algo que estoy aprendiendo a controlar. Pido disculpas.
–¿Estás recibiendo tratamiento, verdad? –continuó la profesora, quién aquella repentina calma de la chica no terminaba de convencerla.

La chica asintió y echó un rápido vistazo a sus compañeros con cierta vergüenza. Una de las alumnas tenía los ojos anegados en lágrimas. Su compañera le pasaba un brazo por el hombro mientras le lanzaba una mirada de profunda repugnancia. Algunos de los chicos se habían quedado paralizados, contemplándola con morbosa curiosidad. Sólo uno de ellos parecía estar verdaderamente preocupado. Era el que tenía un aire de mayor gravedad. Priscila sabía quién era. Fue entonces cuando, por alguna razón, reparó en que su cabello rubio había perdido parte de su resplandeciente brillo y había adquirido un tono cercano al castaño. Por otra parte, la intensidad de sus ojos azules, que la miraban con preocupación, no había cambiado en absoluto.

−Si me disculpa, me gustaría marcharme −dijo en un susurro.
−Claro, cariño −respondió la profesora en un ligero tartamudeo.

Por mucho que la profesora la tratara con respeto y sintiera lástima por ella, Priscila siempre le había inspirado cierto temor. Tras la muerte de su familia, la chica había comenzado a padecer esos terribles ataques, y la profesora creía conveniente no realizar más preguntas de las necesarias al respecto.

Priscila se levantó, rehusando la ayuda de su profesora, y se acercó a su pupitre para recoger sus cosas. El chico del cabello rubio sucio y ojos azules se percató con curiosidad en cómo Priscila procuraba mantenerse lo más alejada posible del armario mientras salía de la clase, llegando a rozar la mesa contigua con los muslos. En apariencia, y sobretodo en contraste con su aspecto anterior, la chica parecía encontrarse bien. Pero él sabía que algo no andaba bien. Lo supo porque, aunque ella caminaba de nuevo con soltura, permanecía ligeramente cabizbaja y su mano apretaba con debilidad el reverso de su chaqueta. Durante la fracción de segundo en la que Priscila terminaba de cerrar la puerta, pudo ver como rápidamente se giraba hacia alguna parte del pasillo y llenaba su pecho de aire, como para darse fuerzas.

Ángel levantó la mano.

−Creo que sería conveniente que alguien acompañe a Priscila a su casa, profesora.

La profesora le concedió el permiso y el chico salió del aula ante la expresión de fastidio de sus compañeros, quienes pensaban que Ángel había dado con la excusa perfecta para evitar las clases. Era cierto que Ángel no pensaba en acompañar directamente a Priscila; tenía la impresión de que, a pesar de lo mucho que ansiaba volver a hablar con ella, Priscila no lo vería con buenos ojos. Pero sí podía seguirla de cerca para intentar averiguar qué demonios le ocurría a esa chica.

Cuando llegó al pasillo, vio como una cabellera castaña desaparecía al final, en la oscuridad. Cerró la puerta con suavidad y se encaminó hacia ella lo más sigilosamente que sus zapatillas le permitieron.
El otoño había hecho acto de presencia cubriendo el mundo con un manto gris. En aquel día nublado, el instituto parecía un cuadro pintado con una paleta de grises. La escasa luz que dejaban filtrar las nubes ominosas del exterior se reflejaba en los trofeos de plata de las vitrinas y en el cristal que cubría los marcos de las orlas de cada clase.

Solamente se oía la voz, cada vez más apagada, de la única profesora que impartía clase aquel día, el suave entrechocar de las ramas del exterior por el viento y los pasos casi inaudibles de él.

Priscila había dejado de caminar.

Llegó a las escaleras y se asomó con cuidado al piso de abajo. A pesar de lo precariamente iluminado que estaba, pudo distinguir a Priscila pegada a la pared. Se tapaba la boca con una mano. Sus piernas temblaban visiblemente. Parecía que en cualquier momento pudiera volver a estallar en gritos y derrumbarse como en clase. Cuando apartó la mano de la boca y volvió a hablar, fue en un susurro apenas audible. Ángel tuvo que agudizar el oído para escucharlo.
−¿Por qué me haces esto? No te he hecho nada.

Fuera cual fuese la respuesta, sólo pareció preocupar más a Priscila. Ángel alargó el cuello para tratar de ver a la persona con la que mantenía la conversación, pero como supuso, a nadie pudo ver en la baranda de la escalera a la que Priscila observaba con tanta inquietud.

De repente Priscila se quedó sin decir nada. Antes de que Ángel tuviera tiempo para anticiparse, la chica elevó la cabeza hacia él y lo vio espiándola.

Ángel suspiró y se llevó una mano a la nuca.

−Vaya, me has descubierto −dijo con humor, como si hubieran estado jugando al escondite como cuando eran niños y hubiera sido descubierto.

Para Priscila esos juegos habían acabado desde hacía mucho tiempo. La chica frunció el entrecejo y le espetó con seriedad:

−Estabas espiándome.
−Le he pedido permiso a la profesora para acompañarte a tu casa −contestó Ángel mientras bajaba las escaleras hacia ella-. ¿Con quién hablas?
−No hace falta que me acompañes −replicó Priscila, desafiante.

Cuando llegó donde estaba ella, Ángel comprobó que, aunque Priscila quería parecer inflexible, sus ojos comunicaban un mensaje muy distinto. Despedían esa luz que afirmaba que estaba encantada de verle, e incluso aliviada. Como si de un espejismo se tratase, su rostro se ensombreció por el miedo y reanudó su marcha bajando las escaleras. A pesar de su escasa disposición a conversar, Ángel la siguió por la oscura escalera.

−Pris.
−Vete, por favor −aumentó la velocidad de sus pasos.
−Necesito hablar contigo.
−¡Vete!

Antes de que pudiera echar a correr, Ángel consiguió aferrarla del brazo. Y allí se quedaron en silencio, en el primer piso que ocupaban los estudiantes de primer año. Era sin duda el más oscuro y peor ventilado del edificio, pues allí no se impartían clases por la tarde y estaban todas las puertas cerradas y la persiana de la ventana del fondo completamente bajada.

Ángel notó como la palma de la mano de Priscila estaba húmeda y caliente. Todavía no se había girado para encararlo. Su espalda se elevaba y encogía debido a su pecho convulsionado. Había empezado a respirar con dificultad.

−Pris, ¿te encuentras bien? −Inquirió, soltándole la mano. En seguida se arrepintió, pero afortunadamente Priscila no huyó. Al fin se dio la vuelta y Ángel pudo ver como unas lágrimas brillantes recorrían su rostro desencajado por el miedo. Se acercó a ella, pero retrocedió un paso y le advirtió con un gesto de la mano que se acercara más.

Ángel miró a su alrededor, en busca de aquello que sólo Priscila podía ver. No había nadie en la baranda del piso superior, y a su alrededor todo estaba muy oscuro, pero no sentía la presencia de nadie.

–Lo siento, Ángel −murmuró Priscila entre lágrimas−. Oh, si sólo supieras...
–¿Cómo es?

Priscila dejó de llorar y lo contempló como si lo viera por primera vez. Se secó las lágrimas con la manga de la camiseta y tragó saliva.
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