¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

La Paradoja de Armelle

Sandra PantocratorSandra Pantocrator Gonzalo de Berceo s.XIII
editado julio 2013 en Narrativa
La paradoja de Armelle

Se estaba convirtiendo en una costumbre, aquel continuo malestar que parecía perseguirme. El estómago rugía, gritaba, arañaba sus paredes para retorcerme la faz en una mueca antiestética; Armelle suspiraba por la consciencia, la seguridad absoluta de que ahora vendría otro ataque, y que el sufrimiento se ceñiría sobre nuestro amor durante unas horas.

¿Cómo describir la lentitud que apodera al que padece, la exasperación que domina al que contempla, impotente? Mis dedos se crispaban sobre el vientre, el sudor frío ahogaba mi tacto, apenas podía respirar sin ser víctima del pavor. Moriría, sí, siempre estaba en mi mente aquel pensamiento cuando la ansiedad se hacía dueña de mi ser. Los médicos, que escuchaban con porte impasible mis relatos de calvario, abrían el Canon de Avicena, consultaban su sabiduría imperecedera y al no encontrar semejanza a mi enfermedad, denominaban “mal de espíritu” al daño que mi cuerpo quería proporcionar. Y lo cierto era que jamás supe distinguir dónde comenzaba la mente a gobernar, ni el cuerpo a obedecer...

Mi dulce, sana y alegre Armelle...ondulada belleza que me perteneció hasta el día de su extinción, ella acariciaba a este enfermo, susurraba tranquilidad al oído paranoico y daba calor al que temblaba.

-Si este fuera tu final, no habría aire en tus frescos pulmones, mas lo sientes penetrar. Nótalo, Simoel, que no te domine la obstinación de la mente -ah, su voz era la cura, toda bondad imaginable de esta maltrecha humanidad. Ella no dudaba de mi bienestar físico, era la cabeza, que todo lo regía,la culpable ante sus ojos, al hacerme creer que mi malestar iría en aumento, y luego cumplir mis dolorosas expectativas.

Luego, cuando las convulsiones cesaban, caminábamos enlazados por las calles de Arlés. Al fin, lograba la calma apoderarse de Armelle, pero esta honda tensión que en mí anidaba, jamás desaparecía.

-Estas calles antes se agitaban, con una facilidad casi superior a la mía. Ahora el pueblo reposa, hastiados obreros que ya no encuentran su razón de ser -comentaba, inquieto; ¿cómo vivir en el sosiego, si el alma era viva excitación?

Armelle se reía, con aquélla expresión me había conquistado años atrás, sus colmillos eran hermosos, en el conjunto de su dentadura impecable. El aire felino de su expresión había convertido su mirada en un sustituto del opio, al que me había aficionado tiempo atrás.

-El puerto estaba lleno de gente -comenzó mi amada, apretando esta mano, ahora tan temblorosa – cuando nos conocimos. Estabas discutiendo con ferocidad...con viveza, las características de aquel pez de abultados ojos...

-Oh, querida, el Thunnos thynnus de formidables propiedades-interrumpí, riendo yo también, aquélla historia me alegraba, aún persistiendo mi eterna desazón.

-¡Vaya! Exagerabas su peso...afirmando que una vaca bien alimentada, a su lado, se quedaría corta.

-Y sigues sin creerme, malvada niña-nos detuvimos, la estreché en mis brazos un instante, sintiendo su piel húmeda por el suave sudor que producía el temprano Septiembre.

-Te miré con cara excéntrica, y tú me desafiaste también -me susurró Armelle al oído, llenando su voz de sensualidad- y entonces me agarraste por la cintura, y sin esfuerzo levantaste este cuerpo.

-Que luego fue mío, incontables veces- la besé.

-Y tras burlarte de mis chillidos y patadas, intentaste levantar el pez...que no quiso inmutarse.

Armelle había estado esperando con ilusión este día, al fin estrenaban una nuevo trabajo de Monsieur Hugo, al que yo respetaba, mas no admiraba con tanto entusiasmo como mi esposa. Si curiosidad sentía era porque la obra estaba ambientada en la vecina España, cuya pasión estaba siendo alabada por mis contemporáneos.


Ojala fuese el teatro aquél, construido en tiempos de Augusto, que tan pintoresco juega con la piedra y el musgo, y que decoraba Arlés desde su existencia. Mas las nuevas edificaciones le habían arrebatado su función, las representaciones actuales se hacían en aquel salón opulento, cerrado y desde luego no el mejor lugar para respirar con libertad.

Apenas asistíamos ya a actos públicos, mis nervios solían traicionarme y vencer también a la joven Armelle. Cuanto más tiempo llevaba sin intervenir en la vida de la aristocracia ajena, más recurrían a mí con su espiral de preguntas y ostentación.

Ningún anhelo me movía, sino su rostro de felicidad...Armelle, ahora cuesta pronunciar su nombre y recordar también la sonrisa que lo teñía. En mitad de la obra, cuando Hernani ya había caído doblegado ante el amor y cambiado su identidad, vino a mi un pensamiento. Era tan intenso su carácter negativo, que pronto había llenado mi mente con temores y vilezas. Mi cuerpo tembló largo rato, pero ella tardó en darse cuenta, tan inmersa estaba en aquélla tragedia que no era la nuestra.

¿Por qué no se conmocionaba con mi malestar? La obsesión comenzó a rozarme, mi respiración se acortó. Quise salir corriendo, al menos desaparecer de aquéllas gradas que nada hacían sino elevar mi temor. Pero no pude moverme, ella seguía sin notar, yo esperaba...necesitaba hacerlo.


Recuerdo haberla visto llorar, cuando me desperté de aquel letargo, producido por un cuerpo cansado de luchar contra su propia razón. Mi boca sabía a vómito, las extremidades estaban tan débiles como si hubiese caminado durante horas, sin la seguridad del rumbo fijo. Ah...sí, lágrimas caían sobre sus pálidas mejillas, pero alguien la consolaba. Un hombre de mandíbula fuerte, claros ojos, estaba agarrándola por sus finos hombros y volvió a mi sien el pensamiento que me había derrumbado: traición.

Comentarios

  • Sandra PantocratorSandra Pantocrator Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado julio 2013
    (Continuación)

    Fue entonces cuando la monomanía comenzó a dominar mi total existencia. Erguíme cuanto pude, y pegué con el puño cerrado al atractivo monsieur. Una multitud se escandalizó, mi amada misma chilló como si hubiese cometido el más atroz de los crímenes. El hombre estaba ahora sentado sobre el suelo, sobresaltado, de aquélla recta nariz salía un torrente inconstante de sangre; entonces pude recordar su faz, había estropeado el rostro de Hernani.

    No quise disculparme, ni tampoco seguir siendo el centro de un espectáculo improvisado. Nadie me siguió cuando salí, con toda la rapidez que pude, del recinto; ni siquiera ella, cuyas curvas transparentaba aquel vestido azul claro.

    Penetraban a un ritmo sobrehumano, los razonamientos trastornados.

    -¿Es esta la extinción del amor, acaso sea posible?

    Juré matar a aquel hombre, aún siendo el mejor actor que la ciudad había conocido.

    Deseaba apuñalarlo y retener a Armelle a mi lado...ella no podía tener culpa del crimen ni de su motivo. Ella era la pureza de la pasión, ...sin duda había caído en un engaño, una trampa.

    Pasé varias horas en un café, que había dejado de frecuentar al casarme. Allí las mujeres eran robustas y decididas, los hombres cansinos. Uno de ellos, sentado e la mesa más alejada de la puerta, llevaba el pelo muy corto, su frente era ancha. Tenía una expresión seria cuando lo observé por primera vez, luego, sin embargo, al detenerme más en aquella enjuta boca, pude apreciar una mueca, encharcada de ironía.

    Me miraba, sé que lo hacía. Sus nudillos, en insólitos movimientos, transportaban una moneda de cobre de un lado a otro de su mano. Sentí arder nuevamente la llama del orgullo atacado, que busca redención.

    Con cuidado me acerqué al hombre, habiendo antes saldado mi cuenta por si era necesaria una inmunda, pero quizás vital, huida. No sentía un especial miedo, aquí no era habitual llevar armas de fuego encima, y jamás había temido los brillantes filos. El siniestro hombre se había acercado a la sombra, que cubría completamente su cara. Cuando bebía, el atroz líquido que enturbia a todo varón, le resbalaba por su desgastada camisa de lino.

    -¿Tiene usted algo que decirme? -mis palabras fueron directas, bruscas.

    -¿Tabernero? Ya he pagado, monsieur -su voz estaba quebrada, sentía la ofensa...Mi aspecto no era el mejor, adempero aquéllos ropajes habían sido perfeccionadas en las orillas de Venecia.

    -Se equivoca -respondí con agresividad. -Ha estado usted mirándome, y exijo conocer la justificación de sus actos.

    Una sonora carcajada llenó el lugar, aquel individuo se burlaba de mí, pensaba.
    Mi carácter natural era apacible, anhelante de paz y bienestar. Pero aquéllo quedaba tan lejos, que apenas dudé en golpear la cabeza de aquel borracho contra el canto de la mesa. Su cráneo estaba húmedo de sudor y sangre cuando mi ira aplacó, entonces, ya a la luz, lo pude contemplar con precisión.

    Caí al suelo, quise gritar, pero el estupor tampoco me lo permitió. Aquel hombre había nacido ciego, donde en nosotros reposa la masa ocular, él solo guardaba una acumulación de piel infértil. Era la segunda faz que había quebrantado en la noche, varios hombres del lugar empezaron a rodearme.

    Volvió a responder mi cuerpo cuando el herido escupió sangre ¡ah, no le había arrancado la vida! Dejé sobre la mesa más dinero que aquéllos hombres habían visto en su vida, abrieron paso sin miramientos.

    Los únicos fulgores que aún centelleaban aquélla noche de niebla y ebriedad eran los del prostíbulo. Pero mi cansado ser buscaba el hogar, el perdón de la mujer que más amaba. Así me dirigí a casa, ¿estaría ella esperándome, llorosa? Quise pensarlo, no obstante lo único que veía era su cuerpo de diosa, abrazando a otro, susurrándole secretos que jamás me confesara. Me carcomieron los celos, irracionales sin duda, durante todo el trayecto. Al llegar a la puerta temblaba, ansiaba tumbarme a su vera, percibir su aroma suave de fresa silvestre.

    Ni un cirio iluminaba el interior, se respiraba el vacío de calor y sentido. Mismo nuestra alcoba, que tan hermosos recuerdos albergaba, aparecía con un velo mohíno e incierto. Encendí una pequeña lámpara de gas, el brillo irradió sobre el cuerpo de Armelle, que yacía inmóvil sobre el lecho. De lado, destacaba la forma serpentinata, su camisón era del blanco más inocente, pero alguien había descubierto aquel hombro, que mil caricias disfrutó.

    Buscaba, quieto, alguna muestra de su adulterio. La sangre bombardeaba con inconstancia y demasía. Quise agitarla con todas mis fuerzas, si bien temía por el despertar, y dañarla supondría el más grande de los errores.

    Con sigilo pues, me apresuré a examinar los armarios de cerezo, pero los numerosos ropajes no eran mi presa. El vacío llegó a calmarme, así que volví mi atención cara Armelle, cuya faz desencajada me reveló que había contemplado todo aquel espectáculo. Y de nuevo, caí de rodillas.

    -Perdoname -susurré, desconsolado. El gas de la lámpara se estaba consumiendo.

    -Has dudado...-su voz era más fuerte que la mía.

    -No estoy bien, Armelle...amor mío. ¿No quieres a ese hombre, dime que no es así?-mis palabras debieron ser puñaladas esta fiel esposa, que lloraba de cólera.

    -Si tu ansia, tu locura ¡sí, locura! -gritó irguiéndose del lecho -quiere que tal cosa creas, que un mundo te inventas, entonces debería darle la razón a tu vil mente.

    Quedamos en la plena oscuridad, demasiado deprisa se había consumido la luz de la esperanza y de la misma materia. Escuché sus pasos rápidos, deslizándose con presteza por el suelo del aposento. Aún hoy me hubiese gustado fallar, pues evitar una reacción hubiera sido imposible para este enfermo, este demente, que soy yo. Mi brazo fue en busca de sus piernas, pude agarrarla del tobillo y cayó. No puedo decir la eternidad que estuvimos forcejeando, hasta que la calma volvió, un silencio de muerte y desesperación. Cuando el sol penetró en la habitación, pude contemplar el desenlace de mi monomanía, Armelle ahogada, y sus ojos exorbitados , que buscaban aún al hombre del que se había enamorado.
Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com