Mi herida no para de sangrar
Después de reflexionar y de leer de pasada
algo acerca de este asunto que me ocupa, llego a la radical conclusión de que
todo lo trascendente tiene su origen en hechos banales. Es difícil, a veces
imposible, recordar el principio, la causa primera de los fenómenos que nos
marcar de por vida. Solo podrían ser cuatro o cinco los más importantes de verdad, y esto es una
cosa irrefutable.
Recuerdo perfectamente bien cómo descubrí
mi herida. Y no creo que mi caso sea un caso singular. Pasa que no todas las
personas se observan y se estudian a sí mismas, con una frecuencia casi
obligada.
Una mañana cuando entré al cuarto de baño
de mi casa, vi que en el espejo se reflejaba un pequeño rasguño, no mayor que
una uña de un adulto, que de pronto me había aparecido en el pecho, un poco más
arriba del corazón. Al principio no le eché cuenta porque no recordaba cómo me
la había hecho, y además por su perfecta posición vertical. Al día siguiente la
olvidé por completo.
Hasta que, al cabo de una semana, una sensación molesta, que no llegaba a picores,
me recordaba su presencia. Me sorprendía a mí mismo frotándome por encima de la
camisa, como en un acto reflejo similar a ese que provocan los insectos sobre
la piel. Pero cuando me miré de nuevo al espejo, no podía ocultar que me quedé
estupefacto; el rasguño se había extendido hasta la medida de un dedo índice de
un adulto, y la piel de sus alrededores aparecía enrojecida. Desinfecté esa parte
a conciencia, más sorprendido que preocupado, pues pensaba en una pregunta para
la que no tenía una respuesta. “¿Cómo se ha alargado de esta forma sin que me
haya dado cuenta de nada?”.
Lo cierto es que en este periodo de mi vida tenía mucho trabajo; siempre estaba
con decenas de pequeñas, y no tan pequeñas tareas pendientes, de toda índole.
Por eso y porque soy poco dado a las hipocondrías, este extraño suceso quedó en
segundo plano, debido también a la acelerada rutina de días cargados de responsabilidades, días que
parecían manojos misérrimos de horas conseguidas en la beneficencia, en lugar
de días verdaderos.
La preocupación me llegó por sorpresa en mi oficina, y fue al intentar bajar un
archivador de una estantería. Un perfecto círculo de sangre, pequeño pero
evidente, crecía en la pechera de la camisa. Corrí hacia el aseo impulsado por
la angustia; ya allí, me desabroché los botones de la camisa, e involuntariamente
di un paso atrás. El rasguño era ahora una ranura en la carne de un horrendo
tono purpúreo. En su parte media, unas gotas de sangre manaban, deslizándose
por la ranura hacia abajo. Me la limpié y me lavé como buenamente pude y volví
a mi trabajo, pero con la cabeza como si fuera una centrifugadora desrielada.
Quedaba ya poco tiempo para salir de la oficina. Nadie me hizo ningún
comentario sobre mi camisa mojada de agua y manchada de rojo.
Cuando llegué a mi casa, de nuevo tuve que
afrontar, ahora desde un prisma lastimero y absurdo, las relaciones con mi
esposa. Estábamos atravesando una de nuestras fases de distanciamiento; en los
últimos veinticinco días no nos hablábamos: encontronazos, discrepancias… que
conformaban el meollo de nuestra crisis, cuya se había enrevesado y casi
solidificado de tal manera que no había por donde cogerla. Y a esto que llego
yo con mi camisa manchada de sangre por una herida que no dejaba de crecer,
pero que no tenía un motivo claro.
— Mira cómo me he puesto la camisa –me atreví a
decirle a mi esposa.
— Yo la veo bien –dijo tras un leve vistazo, casi
sin mirarla.
Volvíamos a las trincheras. Un día más.
- ¡¿Y esto también lo ves bien?! -grité a la vez que mostraba el sangrante tajo púrpura.
— ¡Oye, a mí no me grites, ¿vale?! –reaccionó con
ira-. ¡Si has tenido un mal día lo pagas con otra! ¡ ¿Te enteras?! ¡Eres
insoportable! –y, sin más, se fue hacia la puerta de la calle, dio un portazo y
salió. ¿A su trabajo?, quizás no, porque era demasiado temprano. Pero ni ella
me dijo a donde iba, ni yo le pregunté. Total, para qué…
La realidad es que me quedé solo en casa, en pie, sin saber qué hacer, pero,
eso sí, como un patético Cristo mirándose una línea de sangre que rodeaba desde
el esternón hasta el ombligo.
Volví a curarme, pero al ver la herida más de cerca no pude evitar un
escalofrío. Era una herida salvaje, que no se parecía en nada que antes hubiese
visto, como si la carne se hubiese abierto hacia afuera. Ni cortada, ni
quemada, abierta. Y en todo este tiempo atrás, no había dejado de sangrar; de
hecho, sangraba más todavía.
Pero para una mayor extrañeza, no me
sentía débil ni mareado, algo que hubiese sido lo normal por aquella pérdida
imparable de sangre. En cinco segundos transformé la blancura del lavabo en una
siniestra carnicería. Mi anatomía se activó con mil alarmas. Presioné la herida
con las vendas que hallé, y luego salí de casa corriendo e invadido por el
pánico, y calculando mentalmente cuánto tardaría en llegar a urgencias, e
intentando adivinar la cantidad de sangre que un hombre puede perder antes de
caer desplomado, muerto.
Pero no fue una buena idea echar a correr, porque mi corazón empezó a bombear
con fuerza, y la sangre se disparaba como un cañón del infierno al exterior.
Las vendas pasaron a ser un asqueroso amasijo sanguinolento, que chorreaba al
compás de mi carrera desesperada.
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Comentarios
Pero la gente, en lugar de acercarse a prestarle auxilio a alguien en riesgo de muerte, se apartaba. ¿Qué era lo que temían de un hombre herido? ¿Cómo se supone que se debe pedir ayuda uno que está muriéndose, sin sobresaltar a nadie?
Mientras corría se me iban saltando las lágrimas, pero de puro miedo, de impotencia. La sangre manaba sin freno, como un río innatural. Nadie en la Tierra ha albergado jamás semejante cantidad de sangre en su cuerpo. Algunos transeúntes se habían detenido, pero solo para mirarme, a mí, no al caudal aterrador que iba vertiendo por la calle, encharcando todo a mi paso, como un horror imposible escapado de un inframundo. ¡Me miraban a mí, como si fuese un pobre loco! Nunca antes había sentido tan palmariamente la profunda soledad en la que todos nos encontramos en un momento así.
Me detuve a recobrar un poco de aliento frente a la puerta principal de mi ambulatorio, con las manos sobre las rodillas, mientras que de mi pecho seguía manando un inagotable río de sangre. Jadeando entré al edificio, casi sin fuerzas ya.
— Un médico, por favor –me escuché decir.
Ahora me atendieron urgentemente, llevándome sin pérdida de tiempo a una sala. Pienso que sería por mi aspecto de desesperación por entrar con el pecho al descubierto y un caminar tambaleante, y no por lo horrible de mi herida, a la que nadie hacía el más mínimo movimiento por impedir mi masivo desangramiento. Solo las vendas empapadas, que continuaban apretando, se interponían entre la sangre y el exterior.
Tras sentarnos en su consulta, el médico me habló:
— Dígame, ¿qué le ocurre?
“¿Han perdido todos la cabeza o la estoy perdiendo yo?”, pensé.
— ¿Usted tampoco ve este río de sangre que brota de mi herida? –le dije al médico, mientras las paredes me daban vueltas-. ¿Es que no está viendo cómo estoy poniendo todo? ¿O es que me están tomando el pelo? ¡Haga usted algo, por favor! –ya no podía más.
Durante largos segundos, el doctor me escrutaba con ojos analíticos. Eran ojos que habían visto a cientos de pacientes, a lo largo de los años.
Luego de su extensa observación, me dijo con rotunda determinación:
— Usted no tiene ninguna herida en el pecho, señor.
— ¡¿Qué?! –no podía creer la ofensa que estaba escuchando.
Sin pensar, cogí la bola de vendas y la estampé con toda mi fuerza contra la mesa. Hizo un tremendo ruido de impacto húmedo, que salpicó toda su consulta y a nosotros, y más al médico. Mi mano izquierda ocupó el lugar de las vendas, pero la sangre seguía escapándose entre mis dedos.
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Con voz pausada, tranquilizadora, me hizo una oferta:
— Si usted me lo permite, le daré una prueba irrefutable de que no tiene ninguna herida y de que, por supuesto, no estamos aquí para divertirnos a su costa. Si después de esta prueba sigue pensando lo mismo, tendré que reconocer esa enorme herida que no deja de sangrar y que por tanto debía de haberle matado hace unas cuantas horas.
— De acuerdo, doctor.
De repente, tuve la sensación de que todo esto era una vuelta de tuerca más en esta confabulación, esta broma inhumana, pero decidí seguirle el juego, y tal vez así, de él consiguiese ayuda.
— ¿Cuál es esa prueba?
Abrió las puertas de un armario vitrina para guardar el instrumental que tenía en las manos. En la cara interior del armario, cada una de las puertas estaba revestida de una lámina de espejo.
Mi propia imagen me impactaba de pleno. Estaba demacrado, mostraba un aspecto francamente horrible. Veía mis dos manos, una sobre la otra, haciendo presión, los huesos de las costillas se me marcaban en la piel. Pero no había herida y ni gota de sangre por ninguna parte. Y mientras veía atónito aquel reflejo, seguía sintiendo un fluir de sangre entre los dedos. Sangre que no aparecía en el espejo.
— ¿Me cree ahora? –me preguntó, sonriendo débilmente.
— No hay sangre –musité.
— Claro, hombre. Tranquilícese, su vida no corre peligro.
La evidencia irrefutable que mostraba la imagen del espejo, contradecía la sensación que me transmitía las manos, los antebrazos y el resto del cuerpo, que eran bañados por la sangre que seguía manando.
Eché la vista abajo, y la sangre seguía ahí, tan roja ella. En modo alternativo me miraba el cuerpo y el espejo, mis manos y el espejo, mi apelmazado pantalón y el espejo, repetidas veces, y el resultado persistía. Percibía dos realidades contradictorias a la vez.
— ¿Co…cómo es… posible…? –tartamudeé-. ¿Qué me está ocurriendo?
— No se preocupe más. Dígame, ¿cómo se ve en el espejo?
— Sin sangre por ningún lado.
— Bien, eso es lo más importante. Yo también lo veo así.
— Pero yo sigo sangrando. Es lo que siento, es lo que estoy viendo ahora mismo, apenas dejo de mirarme al espejo. Todo sigue con sangre…
— ¿Puedo preguntarle si consume drogas?
— Nunca, ni siquiera fumo, ni bebo alcohol.
— Vamos a ver, señor… ¿En estos últimos meses está viviendo usted una fase de su vida especialmente estresante?
— Sí, doctor, eso sí.
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El charco bajo mi silla se extendía a una velocidad inexorable.
— Ya… Entiendo…
— ¿Cómo es posible ver y sentir de una forma constante algo que no existe? –mi voz temblaba. Estaba muerto de miedo.
— Verá usted, el cerebro no es un órgano infalible. A veces yerra, la mente puede sufrir un amplio abanico de trastornos de gravedad y sin posibilidad de tratamiento. Comprendo que esta alucinación que le aqueja es, además de particularmente elaborada, angustiosa en extremo. Pero no tiene que preocuparse. Hay casos con peor pronóstico que el suyo. Usted sabrá que de ser real su hemorragia, sería mortal de necesidad, ¿verdad?
— Eh… claro.
— Y usted ve en el espejo que se trata de un error subjetivo en la percepción de su cuerpo. ¿No es así?
— Aún me cuesta creerlo, pero sí, así es.
— Por eso le digo que no tiene de qué preocuparse. La elaboración podría haber sido catastrófica de seguir viendo la herida también en la imagen del espejo.
— ¿Cree usted entonces que algún día dejaré de ver todo eso? –me volví a mirar, asqueado, en el espejo.
— Seguro. Pero tiene que darse tiempo, tener paciencia por muy nítida que sea su percepción. Tiene que acostumbrarse, quitarle importancia hasta que desaparezca. Esto es más normal de lo que la gente cree. Se trata de una reacción psicosomática causada por estrés y puede adoptar muchas formas: ceguera, parálisis, tartamudeo… En su caso se ha manifestado así, pero podría haber sido de cualquier otra manera. Un estrés puede llegar a ser terriblemente dañino.
— Es increíble… -susurré, mientras el suelo se alfombraba de rojo.
— Ahora le pasaré con un colega –dijo levantándose del sillón-. El doctor López. Es bueno en su trabajo, y no lo digo porque sea mi amigo –sonrió amable-. Siga al pie de la letra las indicaciones que él le dé, y ya verá como pronto todo esto quedará en un susto.
— Gracias –le tendí la mano, pero sabiendo que lo ponía en el compromiso de ensuciarse con el apretón, como de hecho ocurrió. Pero eso parecía no importarle.
— Venga, le acompaño -sus pasos chapoteaban en el suelo.
— Disculpe, doctor. ¿Podría prestarme una bata para cubrirme? -me sentía indefenso y estúpido-. Mañana se la traeré. Limpia, por supuesto.
— Claro, y así de paso me cuenta que tal le ha ido con mi colega.
— Gracias por todo, doctor.
Me llevó hasta la consulta de su amigo. Él entró antes para conversar en privado con él, y poco después me hizo pasar.
— Cuídese –se despidió al pasar junto a mí con una palmadita en el pecho, dejando su huella de sangre en la reluciente bata que me había prestado.
Pasaron muchos meses y muchas cosas desde aquel aciago día, el cual no debió existir. Meses de terapia, fármacos, cambios vitales… Me divorcié, me despidieron del trabajo y tratamientos variados. Aseguro que he puesto mucho empeño en este trabajo: curarme. Empero, el médico se equivocó. La herida no ha dejado de sangrar en ningún momento desde el día que se abrió. En todo este tiempo, sin duda, he crecido como persona. En esto sí que puedo decir que los terapeutas me han ayudado grandemente, que no en devolverme a mi estado de conciencia anterior.
Puede uno llegar a acostumbrarse a ensangrentar todo a su alrededor, si los que te rodean obran sin prestarte atención. Dicen que a toda persona, en algún momento de su vida, le toca padecer una herida que transforma todo lo que llega después.
Dicen que la cuchilla que la abre es un hecho pequeño, un pensamiento inconsciente, los residuos de un sueño, un gesto de alguno, y que desde entonces dejamos de ser quienes estábamos destinados a ser. Esta herida es interna, aunque puede que sea yo una extraña excepción de una regla inexistente, y es el cuerpo el que se encarga de que seamos ignorantes a la hemorragia de esta herida, fagocitando la sangre de nuestra identidad originaria, que malvive moribunda junto a nosotros, hasta que dejamos de vivir. Un lamento sempiterno y sin consuelo. Solo cuando el cuerpo falla o la sangre es mucha, llega a nuestra consciencia en forma de tristeza, pero sin causas aparentes.
Creo con firmeza en esa teoría, pero no por su sentido poético, ni por una afinidad con mis creencias, sino por la experiencia trascendente que viví; una visión que no volvía a repetirse, como única oportunidad que se me otorgaba para ver la realidad, más allá de mis sentidos, y que fue así:
Estaba en los primeros meses de mi tratamiento. Era una tarde del mes de junio. Caminaba por las calles enseñando de nuevo a mi mente a pensar y a dirigir la atención hacia las ideas y los hechos distintos a mi perpetuo y constante derramamiento de sangre. Como si un velo, que solamente yo veía transparente, hubiese caído encima de mis ojos.
Ante mí, descubrí un mundo superpuesto, el que ya conocía y moraba. Al igual que mi herida siempre había estado ahí, aunque no lo percibiese, me quedé paralizado frente a la gran revelación. En segundos mis dos fosas nasales se saturaron con unas fuertes vaharadas de hedor a un plasma sanguíneo, cual cobre quemado. Las ventanas de los edificios lloraban un fino manto de líquido rojo, que fluctuaba a la luz del sol. De sus balcones, cornisas, tejados o de todo a la vez, como en los días de tormenta, chorreaba la sangre con estrépito, transformando las calles en ríos espesos. Y excepto los niños, los adultos que alcanzaba mi vista sangraban profusamente.
Algunos, como mi caso, desde una herida en el pecho; otros, desde la mitad de la frente bañándose desde el cabello a los pies en una siniestra ablución. Las mamás empujaban los cochecitos de sus bebés como unas mártires lapidadas. Los autobuses circulaban como depósitos rodantes de sangre, cuyo nivel máximo se podía ver en los cristales de las ventanillas, y cuando llegaban a alguna parada se liberaban de pasajeros, cual suerte de menstruación aberrante; salpicaban los vehículos a los transeúntes, sin que ninguno protestase por ello; las alcantarillas vomitaban un exceso inasumible, un avión cruzaba el cielo con su estela blanca y fina nube rojiza pegada al fuselaje.
La imaginación no puede crear por sí misma la oscura grandiosidad de lo que vi. Imposible. Y allí, en mitad de una escena infernal e inconcebible en otro tiempo, me sentía por primera vez, desde que mi pesadilla comenzó, acompañado. Hasta ese momento sabía que era miembro de la sociedad, pero no era hasta ahora que me sentía irrevocablemente dentro de ella. Tras estas imágenes, el velo retornó a mi visión. No volví a ver nunca más a mi ciudad sangrar.
Aquel médico, que indudablemente tenía sus propias teorías, se equivocó conmigo (hasta la gente más docta yerra). Mi herida no ha desaparecido con los años, ni mi sangre ha dejado nunca de verter. Y mi vista no era un trastorno de la percepción o de los sentidos, sino un don, un don único y desconocido y solo concedido por el don de la Naturaleza (o el Don de Dios, según los creyentes como yo).
Y de cuyo don ignoro su propósito final, como también ignoro el mensaje último que contiene, pero sé que voy a dar las gracias al cielo cada día por haber sido un privilegiado para ver lo que el resto de la humanidad por sí misma jamás podrá llegar a ver y comprobar.
Yo, pero esto es una manía mía, cambiaria ciertas redundancias de algún párrafo, por ejemplo:
“Lo cierto es que en este periodo de mi vida tenía mucho trabajo; siempre estaba con decenas de pequeñas, y no tan pequeñas tareas pendientes, de toda índole. Por eso y porque soy poco dado a las hipocondrías, este extraño suceso quedó en segundo plano, debido también a la acelerada rutina de días cargados de responsabilidades, días que parecían manojos misérrimos de horas conseguidas en la beneficencia, en lugar de días verdaderos.”
Como lector, de este párrafo saco en limpio que debido a trabajo, rutina y una vida ajetreada no le daba importancia a su dolencia. A título personal, yo lo haría más conciso.
Pues sí, buena observación. No tengo inconveniente en reducir ese párrafo, que, a decir verdad, lo haría en tu honor por haber sido el primer compañero forero que ha leído ese escrito mío.
Gracias por leerme.
Un saludo cordial, Ferreiro91
Un saludo compañero 😁
Simplemente una gentileza
Por eso, por eso precisamente lo quería insertar en la LISTA, porque sabía que atraparía a más de uno, pero hay que cumplir las normas.
Gracias por leerme; Claudio
Esta mañana, de improviso revoloteaba en mi memoria algo que me hacía entender que había cometido un error en el cálculo de las paginas de este escrito, lo comprobé; y, en efecto, puse "tercera y última página", y también "cuarta y última página". Un despiste banal, pero un despiste al fin y al cabo.
Y ya puestos, releí entero todo el texto y vi este fallo ortográfico en una frase casi al final del primer párrafo:
...la causa primera de los fenómenos que nos marcar (marcan) de por vida...
Y el final del segundo párrafo no está bien expresado. Puse
... con una frecuencia casi obligada.
Y resulta mejor así: que debería ser con una frecuencia casi obligada
Creo que esta frase resumen perfectamente el concepto de toda la historia. La mayoría de los niños, al no haber transitado los duros senderos de la vida, aún no tienen esa herida o marca que si tienen (o tenemos) todos los adultos. Una vez que crecemos, todos nos "vamos quebrando" poco a poco, en mayor o menor medida. Es inteligente la forma en la que esta idea está planteada.
No me quise enfocar en el apartado técnico por qué quise disfrutar del relato sin tener presente ese "ojo crítico" que siempre trato de tener cuando comento en LA LISTA. Sin embargo, sí debo hacer una excepción en el caso de la puntuación de los diálogos. Considero que deberías corregir todas esas veces que utilizas esta raya "-" en vez de la correcta raya de diálogo "—". Además, al comenzar un diálogo, la raya siempre va pegada a la primera palabra. Es decir, en vez de ser:
"— Mira cómo me he puesto la camisa –me atreví a decirle a mi esposa."
Debería ser:
"—Mira cómo me he puesto la camisa —me atreví a decirle a mi esposa."
También observo que faltan mayúsculas en los casos en donde los verbos que acompañan a la acotación no son verbos dicendi.
Por ejemplo:
"— ¿Cree usted entonces que algún día dejaré de ver todo eso? –(Me)me volví a mirar, asqueado, en el espejo."
Fue buena idea recomendarnos que leamos esto, fue una buena lectura.
¡Buen trabajo!
Por cierto, ya te respondí a tu propuesta de "Retos mensuales", que repito aquí que me parece una magnífica idea.
Un saludo afectuoso
Me ha gustado, el final está muy bien.
La historia creo que refleja, una cosa muy importante
sobre nosotros mismos, como somos y como nos ven.
Y lo peor, como creemos que nos ven.
Una vez estaba en la fila de un cine, y no sé por qué
todos me miraban. Debía tener algo... Lo pasé muy
mal, pero no tenia nada, debía ser una manía.
Muy bien escrita... como siempre
Emilio
Pués últimamente se me está dándo cási mejór escribír, lo que séa, con únas tíldes que se inventó un señór madúro, catalán pára más séñas, Ya te esplicaré cuando nos veámos las triquinuélas de ésas tíldes por si quiéres unírte a nuéstro clúb "TíldesVilaró", que cáda vez está más pobládo.
Gracias por la aclaración.
Las editoras tienen tienen mucha culpa de estos cambios extemporáneos en cuanto a la presentación de un libro, y también tienen mucha parte de culpa del fracaso de algunos autores, sobre todo noveles. Como no existe un canon universal inamovible para estas cosas, operan a su antojo. "Según minuta, actúan". Así de claro, así de rotundo y así de despreciable.
Qué difícil resulta buscar y hallar una editora medio competente. Se ha segregado este sector de tal forma que que las editoras que tienen mucho trabajo no dan abasto y ya no repasan debidamente los libros o novelas de sus clientes, y las editoras que tienen poco trabajo. ni siquiera se molestan en buscarlo, y cuando les entra algún cliente despistado y contrata con ellas, paga el pato: mal atendido, mal servido, mal planteado todos los pormenores de su obra y, finalmente, carísimo el precio por el trabajo. Hablo por experiencia propia.
Enhorabuena por tu pasión y por lo bien que escribes.
Trato de defender mis textos dignamente, y esto mismo lo he dicho varias veces en este foro y en disímiles hilos, y hablo de mejorar mi gramática, evitar fallos mecanográficos, erradicar anomalías en el tiempo de los verbos en un mismo párrafo... y alguna cosa más por el estilo. Pasa que de un tiempo a esta parte estoy a falta de concentración, causada, sin duda, por un macro suceso personal (fallecimiento de mi hijo), y quizás también por mi avanzada edad y por mi eterna manía de no repasar los escritos antes de plasmarlos. Mis disculpas. Gracias por leerme y por comentar.
Pero yo sigo siendo positivo y optimista y siempre voy así por la vida
Acuarelista
Quizás también te gusten estos tres escritos; uno, "El Desamor", es medio cachondeo la primera parte, y romántica y casi poética la segunda. Los otros dos (Forzado a emigrar" y "Toda una vida de lucha y trabajo", son tristes, pero la realidad, latente y patente, está en todo el contenido.
https://www.forodeliteratura.com/f/discussion/37275/forzado-a-emigrar#latest
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Sábes de sóbra que ya sóy el mejór en ésto de las tíldes que tú mísmo inventáste
El ritmo es trepidante y en todo momento te mantiene en tensión esperando el final, lo que considero fundamental en un relato corto. En cuanto al contenido, me ha hecho reflexionar sobre cómo los pensamientos y las percepciones nos juegan a veces malas pasadas, y muy bueno el final y optimista a la vez, con esa identificación con la raza humana a través de los sufrimientos comunes, o al menos así lo he interpretado yo. Gracias...
Gracias a ti.
Modestia aparte, pienso que me salió un relato más que aceptable. Pero para ello, antes de manos a la obra (nunca mejor dicho), para algunos conceptos técnicos me documenté a través de un familiar próximo, que es un psicólogo de prestigio de mi ciudad (Sevilla). Pero todo el texto; personajes, diálogos, ambientación... y demás complementos, solo mi pluma es la protagonista. Este escrito lo hice hace unos cuantos años y es más extenso de lo que he publicado aquí.
Por cierto, vic76, mi nombre de pila es Antonio, que si quieres, desde ahora en adelante cada vez que coincidamos en el foro, lo puedes sustituir por cehi.
Un aludo cordial
La relación de la mente sobre el cuerpo es clara. Del mismo modo que las enfermedades físicas influyen en nuestro estado de ánimo y nos causan temor, miedo o preocupación, muchos problemas psicológicos causan síntomas físicos.
Las enfermedades psicosomáticas son frecuentes; casi un 12% de la población europea sufre estas molestias y se considera que una cuarta parte de las personas que acuden médico de atención primaria presentan este tipo de enfermedades.
¿Pero qué son las enfermedades psicosomáticas? En términos generales se entiende que una persona sufre somatizaciones cuando presenta uno o más síntomas físicos y tras un examen médico, éstos síntomas no pueden ser explicados por una enfermedad médica. Además, pese a que la persona pueda padecer una enfermedad, tales síntomas y sus consecuencias son excesivos en comparación con lo que cabría esperar. Todo ello causa a la persona que sufre estas molestias un gran malestar en distintos ámbitos de su vida.
Debido a la falta de tiempo en las consultas y al difícil diagnóstico de las enfermedades somáticas, la Medicina tradicional tiende a centrarse casi exclusivamente en los síntomas físicos de la enfermedad, olvidando la verdadera causa del problema o aquello que lo puede estar manteniendo. Es corriente encontrar personas que se quejan de haber recorrido varios médicos sin que les encuentran nada; sin embargo, continúan sintiéndose mal y presentando algunos de los síntomas antes comentados. En muchas de estas ocasiones estamos ante problemas psicosomáticos.
A menudo los médicos tratan con fármacos a estos pacientes administrándoles ansiolíticos, pero al cabo de un tiempo éstos vuelven con el mismo problema sin resolver o con otros síntomas diferentes. Así pues, al final el médico deriva a este tipo de pacientes al psicólogo alegando que todo es una cuestión de “nervios”. Sin embargo, desde el punto de vista del paciente, el no encontrar una causa física, le hace pensar que puede tener una enfermedad psicológica y consecuentemente teme por su salud mental. De éste modo, las personas que padecen estas dolencias no entienden muy bien qué les pasa y se muestran reticentes a acudir a un psicólogo porque no comprenden cómo éste profesional les puede ayudar. Tal vez, por este motivo, cada vez hay más gente que busca una primera respuesta en medicinas alternativas que a larga tampoco solucionan su problema. Actualmente la psicología de la salud y la medicina conductual se encargan de estudiar esta la relación mente-cuerpo y de tratar al individuo desde una perspectiva más amplia, teniendo en cuenta la importancia tanto de los factores biológicos como los psicológicos y sociales en el comienzo o el mantenimiento de algunas enfermedades.
¿Por qué el médico me dice que debo acudir al psicólogo? ¿Si mi problema no es físico, a qué se debe? Éstas y otras preguntas son comunes en personas que padecen somatización y que son derivadas a un psicólogo. A continuación intentamos darles respuesta.
A menudo las personas que padecen problemas psicosomáticos no han logrado encontrar una causa orgánica a sus síntomas o tras realizar distintos tratamientos médicos éstos no mejoran. Incluso, hay ocasiones en que los fármacos les ayudan durante una temporada, pero entonces aparece un nuevo síntoma. Las personas que se encuentran en esta situación, frecuentemente, no creen tener un problema psicológico, y continúan acudiendo de médico en médico para encontrar una respuesta física. Sin embargo, cuando se indaga un poco en su rutina diaria, éstas personas tienden a darse cuenta de que hay algo en sus vidas que les crea malestar o ansiedad. No se trata de tener un trauma infantil ni nada por el estilo, simplemente, hay ocasiones en las que algo nos supera y no sabemos cómo hacerle frente o bien llevamos un ritmo de vida demasiado acelerado como para que nuestro cuerpo no se resienta.
Por lo general, se tiende a pensar que las enfermedades psicológicas sólo causan tristeza, llanto, sentimientos de inferioridad y otros síntomas que no tienen que ver con el cuerpo, sin embargo, esta idea es errónea. Nuestros emociones influyen en nuestro cuerpo, al igual que éste influye en nuestras emociones.
La ansiedad, el estrés y la depresión actúan sobre distintas hormonas, provocando cambios en nuestro organismo, que nos hacen más sensibles al dolor e influyen en distintas enfermedades. Un ejemplo serían los estudios que relacionan el estrés con el cáncer. En este sentido, se ha demostrado que éste puede influir tanto en el origen como en el curso de la enfermedad. Del mismo modo, se ha demostrado que las personas que padecen depresión presentan una debilitación del sistema inmunológico o de defensa, con lo que pueden enfermar con más facilidad o bien les puede ser más difícil recuperarse de ciertas enfermedades.
Muchas enfermedades médicas están estrechamente relacionadas con el estrés. Entre ellas encontramos: la hipertensión, distintas enfermedades coronarias, el asma, la gripe, el cáncer, el hiper y el hipotiroidismo, las úlceras de estómago, el síndrome del intestino irritable, Cefaleas, el dolor crónico, contracturas musculares, impotencia, etc.
Tras observar que la depresión, la ansiedad y el estrés, entre otros, son factores que influyen tanto el origen, el mantenimiento y la evolución de distintas patologías físicas, es más fácil comprender la influencia de nuestra mente sobre nuestro cuerpo y el papel del psicólogo en nuestras molestias físicas.
En ese texto técnico anterior me basé para escribir "Mi herida no para de sangrar". Como bien digo en el mismo, el estrés no es simplemente una dolencia, un malestar, sino que es una enfermedad en toda la regla y además de difícil cura, puesto que es que influyen decisivamente el psíquico, no el físico, para el cual, éste, dispone de fármacos paliativos y finalmente se puede recurrir al bisturí.
Cuando llegue mi turno de plasmar mi relato en la LISTA, voy a poner este texto. Creo que merece la pena su divulgación (modestia, si cabe, aparte).
Pero he corregido frases en algunos párrafos que no me convencían demasiado, además de que se prestaban a cierta confusión para el lector.