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… de la ingente cascada de la vida
- donde es la libertad, y en que es el vuelo -
tomo y pulso las fuerzas con que anhelo
librar esta batalla enceguecida;
… rota está la verdad, su luz uncida,
preso el atardecer, herido el cielo;
la sangre con que clamo rasga el velo
cual nieve sideral y enardecida;
… no es tormento caer en ardua guerra,
ni el llanto al que el espíritu se aferra,
si el instante a su edad le arranca un grito;
… y ungiéndome el valor que necesito,
aquí en el corazón, la mente encierra,
la lanza con que hender el infinito.
***
Antonio Justel/Orión de Panthoseas
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***
Lima olía a cigarro barato, gasolina y desesperación. Era un aroma que se pegaba a la piel, como la humedad pegajosa que subía del pavimento caliente.
El ventilador de mi oficina hacía un ruido asmático. No refrescaba nada, pero me hacía sentir menos solo. Afuera, en el pasillo, alguien subió las escaleras con pasos rápidos. Mujer. Tacones gastados. Nerviosa.
Golpearon la puerta.
—Está abierto.
Entró. Cuarenta y tantos, ropa buena pero desgastada. Perfume caro, pero aplicado con prisa. Ojos rojos de llorar.
—Señor Fitzgerald...
—Mark.
Se frotó las manos. Dudaba. Clásico.
—Me dijeron que usted... que usted puede ayudarme.
—Depende.
Sacó una foto. Un muchacho de no más de veinte años, delgado, sonriendo como si la vida todavía no lo hubiera mordido.
—Mi hijo. Desapareció hace tres días.
No toqué la foto.
—¿Policía?
—No están haciendo nada.
—¿Por qué?
Bajó la mirada.
—Matías... Matías se metió en problemas.
—¿Qué clase de problemas?
Silencio.
Mi don no es exacto. No puedo leer mentes. No puedo escarbar pensamientos como un libro abierto. Pero las emociones... las emociones son otra cosa. Se sienten en el aire, como el olor a lluvia antes de que caigan las primeras gotas.
Miedo. Culpa.
No estaba contando todo.
—Dígame la verdad.
Ella apretó los labios.
No lo haría. No sin ayuda.
Deslicé la corriente sutil de mi habilidad, un empujón suave en su angustia. Confianza. Seguridad. "Puedes decirme lo que realmente pasó".
Tembló un poco.
—Él... él apostaba.
—¿Apuestas?
Asintió rápido.
—¿Mucho dinero?
—Demasiado.
Otra mentira. O, al menos, una verdad a medias.
Apreté el puño sobre la mesa. Otro empujón. Esta vez más profundo.
Sentí cómo su mente se abría. No con palabras, no con pensamientos, sino con emociones.
El frío del miedo. La presión de la culpa. Y debajo de todo eso, una imagen. Borrosa. Un rincón oscuro de la ciudad, paredes sucias, risas peligrosas en un idioma que no era el suyo.
Cabello oscuro. Ojos afilados. Tatuajes. Sonrisas que escondían colmillos.
Elfos oscuros.
No sé si ella me lo dijo en voz alta. No sé si lo supe por instinto. No sé si mi mente lo fabricó.
Pero ahí estaba.
La sensación de peligro, de algo acechando en los túneles bajo la ciudad.
La miré.
—¿Quién le prestó el dinero?
Sus labios se movieron, pero la respuesta no salió.
La dejé ir.
Cuando la puerta se cerró tras ella, me quedé solo con la foto de Matías y el sabor amargo de la verdad que no había querido decir.
No necesitaba que me lo dijera. Ya sabía quién estaba detrás.