El Palojo--Mushasha, mushasha, ¿tú tienes novio?- me preguntó, sujetándome del brazo con cierta fuerza.
Era evidente que el hombre, de unos treinta años, padecía algún grado de retraso mental. Reconozco que me hizo gracia su acento gaditano, y que tuve que reprimir una risa, en parte provocada por la inquietud y, de otra, porque durante el abordaje se había colocado una cucharilla de café sobre un ojo, a modo de monóculo. Pude darme cuenta de que el otro ojo se desviaba gravemente, a través de un contundente flequillo que se daba de bruces con él. Ésta fue la primera vez que le vi, recién llegada a este pequeño pueblo de la sierra de Cádiz.
Los lugareños no tardaron mucho en ponerme en antecedentes; era como su rotonda de la fuente que parecía una tarta, como su orgulloso coso taurino, o como el templete de música que se alzaba en la plaza del centro: era su tonto del pueblo.
Se llamaba Antonio, aunque allí todos le conocían por el Palojo, precisamente por ese mechón de pelo, untado con pura argamasa, que siempre le caía "pal'ojo". El resto de la cabeza se mantenía bien repeinada, bajo el control de un engominado excesivo que, por mil veces, me hizo escuchar aquello de "parece que le ha lamido una vaca".
Sus orejas se desplegaban como dos paipáis atónitos, a los lados de una cara demasiado estrecha, o bien - no sabría decidirme- demasiado larga. Unos dientes incivilizados se amontonaban en su boca, lanzadora, sin previo aviso, de perdigones de saliva desbocados.
Solía vestir en chándal, cumpliendo así con un tópico que mi memoria solo pudo haber sacado de cuentos, porque, que yo recordara, no existían los tontos de ciudad. Alguna vez le vi endomingado, con unos pantalones que le quedaban exageradamente grandes, igual que la rebeca modelo universitario que se escurría sobre sus hombros lacios. Definitivamente, estaba mejor con el chándal.
Acostumbraba a andar por la plaza, hablando atropelladamente con unos y con otros. Pero si una mujer se le cruzaba no podía resistirse a consultar si tenía novio. Era como un tic que no discriminaba a ninguna dama, fuera fea o guapa, alta o baja, tuviera 15 años o 90. Todas con novio, casualmente.
Una vez indagué sobre su familia. Solo tenía a sus padres, los cuales jamás salían a la calle. No me quedó claro el motivo, pero la palabra vergüenza se mascaba en el ambiente cuando comentaban, ligeramente, que eran buena gente de avanzada edad. Lo que sí pude conocer fue la razón por la que se ponía la cucharilla de café en el ojo. Por lo visto, de pequeño sufrió una grave infección ocular, la cual le reportaba fuertes dolores. No se sabe cómo, descubrió que la cucharilla, que aún conservaba el calor después de remover su vaso de leche calentita, puesta sobre el ojo le consolaba de esas punzadas lacerantes. Y, como para todo fue siempre monomaníaco, se quedó con ese hábito adquirido, que asoció al otro de preguntar a toda mujer si tenía novio, supuse que para reconfortarse tras la respuesta afirmativa que obtenía en todos los casos.
El Palojo era tratado con cariño por sus vecinos. Un cariño un tanto hipócrita, pues encerraba sarcasmos que a todos divertían, pero que el pobre infeliz no era capaz de distinguir.
Después de algunos meses observando, decidí que Antonio sufría mucho. El motivo, frecuentemente, era que se obsesionaba si alguien elogiaba algo que hiciera, como cuando le dio por dedicarse a la fotografía.
Apostado en la terraza del Café Fortuna, con su cámara al cuello, muy profesional, iba haciendo fotos con intención de venderlas luego a cualquiera que se sentara a tomar algo. Al principio todos se quedaban con el retrato, aunque estuviera desenfocado y mal encuadrado, y alababan, entre ironías que les procuraban momentos de diversión, el arte del Palojo. Entonces él se crecía y, en vez de una, hacía 20 fotos a cada persona, suponiendo que así les hacía felices 20 veces más. Cuando la gente se iba cansando de su matraca, irritados, le solían llamar pesado y pedirle que se marchara. Lloraba entonces durante unos días sobre todos los hombros que iba encontrando, y era consolado con excusas tan pobres como su alma. Así, hasta que se le ocurría un trabajo nuevo, ávido por sentirse útil, que acababa por sumergirle en otro bucle bipolar.
Unos días antes de irme del pueblo coincidí con él, por última vez, en la farmacia del centro. Nunca le había visto llorar así. Lloraba a borbotones, desmesuradamente, con chorros de lágrimas, lágrimas como caños que anegaban aquel papel en el que parecía estar escribiendo. Sobre el mostrador de un farmacéutico pasmado, que me miraba implorando disculpas, se deshacía formando charco.
En cuanto se dio cuenta de que yo estaba allí, se dirigió a mí. Con el lápiz en la mano, sus ojos inundados y los mocos acudiendo profusos, me dijo, escupiéndome sin querer:
--Pero, pero, ¿por qué me dicen que soy tonto? ¡Yo no soy tonto! ¡Mira, mira, las cuentas que sé hacer!
Entonces me enseñó el papel mojado en pena en el que había escrito.
--Mushasha, ponme tú una cuenta, ¡verás que sé hacerla! ¿Por qué me dicen que soy tonto?
Arreció, si cabe, su llanto, así que cogí el lápiz y escribí números de tres cifras para que los sumara.
Pon más, pon más, me pedía. Agregué líneas hasta que le pareció que la suma era lo bastante complicada como para poder demostrar algo. Se lanzó como un loco a hacer aquella cuenta, narrando su ejecución entre gimoteos e hipidos, intentando parecer muy rápido sumando: 2 y 3, tal, y 4, cual, más 7, tanto. No estaba yo pendiente de si lo que iba recitando era correcto o no, pues aún andaba impresionada por verle así.
Cuando terminó me pidió que le corrigiera. Hice como que estaba repasando la cuenta y di el resultado por bueno. No sé si era así, solo pensaba en que él se sintiera un poco mejor.
--¿Ves? Pero, ¿ por qué me dicen que soy tonto? ¡Si yo no soy tonto!
Intenté calmarle entonces, porque seguía fuera de sí y el farmacéutico parecía empezar a hartarse de la escena.
--Venga, Antonio, vamos fuera, respiras hondo y verás que te tranquilizas un poco.
Me siguió, con su lápiz y su hoja en una mano, hasta el exterior del establecimiento. Nada más poner un pie en la calle se secó con las mangas del chándal las lágrimas y los mocos. Luego sacó del bolsillo la cucharilla de café, la que aliviaba sus dolores, para ponerla sobre su ojo y preguntarme:
-- Mushasha, mushasha, ¿tú tienes novio?
Comentarios
Si tomo tu escrito como una narrativa corta, está bastante conseguido. Te felicito. Pero, si pongo mi sensibilidad a trabajar, lo veo como un ludibrio hacia ese pobre hombre. Al menos, te podrías haber ahorrado su procedencia. Tal vez hubiese quedado tu escrito más elegante sin la necesidad de citar una localidad.
Saludos
En el comentario de Cehi, entiendo que quiere decir que el lugar no es relevante. No creo que sea la sensibilidad de Cehi la que ha quedado herida.
Tontos de ciudad hay a patadas, pero nunca se habla de ellos de la misma manera, puede que porque son demasiados.
Me han gustado las descripciones, la manera de meternos en la historia.
Saludos, Ignoria
En un foro, ya de Literatura como este o ya del tema que sea, no debería encajar la ironía, toda vez que lo que se pretende (y me ilusiona pensar que todos lo pretendemos), es fomentar la amistad y el buen rollo de todos con todos, aunque virtuales. Las campeonas para lo contrario son las redes sociales.
Como bien dice Texas, mi sensibilidad, después de leer tu historia, permanece intacta. He querido decir que el nombrar (escribir) una ciudad en concreto puede que no sea de recibo por los nativos de la tal (que sé que hay gente gaditana en este foro). Mis respetos hacia tu persona por si te has sentido molesta por lo que digo de "más elegante", porque, precisamente, eso es lo que me he permitido censurar y no eres tú el blanco de mis invectivas.
Por otro lado, corroboro que tu relato está bien narrado y que me ha gustado, pero que no me ha sacado una risa.
Buenas tardes
Por alusión a mi comentario
Hola, nacidodelmar, bienvenido
Precisamente porque "en un foro literario los participantes deben disfrutar de la libertad de expresión libremente...", es por ello que yo, como participante que soy, (uno más entre tantos) disfruto de la mía, por lo que deduzco que eres tú quien pretende arrebatármela. Un saludo cordial.
¿Me haces un favor?
Es que llevo varios días sin poder cerrar sesión porque...¡¡no encuentro el botoncito!!
¿Se puede saber en qué cajón lo habéis metido?
Y para todo soy igual...
Un saludo, y que tengas un día tranquilo y amable. Y amable.
Edito:
Ah, no, ¡ya lo vi! Estaba en un ladito, a la derecha de los calcetines. Gracias de todas formas.
Pensé que ya me tendría que jubilar aquí domiciliada.
Efectivamente, eres gaditana. "La grasia, el aje, parese sólo esclusivo de los gaditanos y los sevillanos. Yo soy sevillano, entrado de conocer tu pluma, y admiro tu Cái". Eres una chica agudamente ingeniosa. Saluditos😊😄😊
Ignoria
Ah, esto.... La causa de mi mala redacción es que aún no aprendí lo bastante...., no te lo que es ni tú.
Más saluditos
Ignoria
Crees, quise decir
En muchos lugares, podemos toparnos con "un tonto", lamentable pero muy factible.
Un gustazo haberte leído.
Shalom, colega de la pluma
Saludos. Gracias Ignoria por compartir tu escrito. A mi gusto le sobra descripción y le falta acción. Es preferible mostrar a describir. Se muestra, tomando algunos de los elementos de la descripción que tenemos en nuestra cabeza, no todos, y fundiéndolos en una historia dinámica con vida propia, manejada todo el tiempo con plena cercanía de los personajes y de los detalles que utilizamos. El lector es capaz de imaginar el resto. Un hecho presentado como único una sola vez es más memorable y representativo de lo que ocurre en el universo de una historia que presentar el hecho como algo reiterativo, aéreo y distante. Una cosa debe ser dicha después de la otra, de modo que lo dicho exija, por sí mismo, que se diga lo que queremos decir. Esto teje una cadena de eslabones que puede mantener el interés del lector ya que él también es necesario para completar la historia. En palabras y descripciones, lo que no hace falta sobra. Si algo requiera cinco palabras, intentemos decirlo de modo más efectivo con cuatro, no con siete. El comienzo debe ser clave y cercano, y después de esto, no abandonemos esa cercanía. Otra posible envoltura de la historia podría comenzar diciendo más o menos:
Me abordo para hablarme colocándose una cucharilla de café sobre su ojo izquierdo, a modo de monóculo. Su ojo derecho se desviaba gravemente, a través de un contundente flequillo que se daba de bruces con él. Lo llamaban el Palojo, ya hasta a su madre le costaba recordar aquella tarde de lluvia primaveral, hace treinta años, en que acudió a la desvencijada oficina civil del paraje Buena Vista del Municipio de Medellín donde inscribió al recién nacido con el prometedor nombre de Antonio, Antonio Valdez. Lo de Antonio fue a insistencias de su abuelo materno que como soldado había seguido por varios territorios al general Antonio José de Sucre y, la noche en que nació la criatura, el anciano, borracho, proclamaba por todos la aldea que, como Sucre, su nieto iba a llegar ser un gran general.
--Mushasha, Mushasha, ¿tú tienes novio? -me interpeló, sujetándome con fuerza el brazo al que salpicó de saliva al preguntar.
Yo lo mire con ternura. Me hizo gracia su acento gaditano, y que tuve que reprimir la risa...
Que gracias, digo. A ver si dejan de pasar cosas de una vez. Oh, no, que aún queda un Año Nuevo, Los Reyes, perder los kilos y un par de demandas bien argumentadas. Yo creo que para Marzo ya estaré más libre. Yupi.
Si yo pensaba poner sólo el título y " fin ", pero me lié, me lié y...
Un saludo para ti, y muchas gracias.