Un papel en el bolsillo
Lentamente, cuidando de no hacer demasiada espuma, llenó el vaso. Luego de beber un largo trago lo dejó sobre la mesa.
Su compañero hizo lo mismo y luego de un largo minuto de silencio, le habló,
--Así es que al fin supiste como se llama.
--Sí, --respondió-- te dije que este país es muy chico, tarde o temprano tenía que saberlo.
--¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Sigues pensando en la venganza?
Bebió la cerveza que quedaba en el vaso y lo dejó sobre la mesa con un fuerte golpe.
--Sí, sigo pensando en ella, cinco años de pensarla, día tras día.
Diez años atrás había tenido que dejar el pueblo en una fría madrugada, con la camanchaca, huyendo de los vigilantes que lo buscaba por bolchevique y alborotador.
No era verdad, eso de bolchevique, pero lo de alborotador, eso sí. Que alborotador es cualquiera que alce la voz frente a la injusticia y bolchevique, ya se sabe, es cualquiera que se atreva a decir que el trabajo es mucho y el pago es poco.
Había redactado los panfletos, no estaban muy bien escritos, la ortografía es una piedra en la que es fácil tropezar, pero eran claros en sus planteamientos y justos en sus demandas. Manuscritos a falta de algo mejor, no eran por su escaso número demasiado peligrosos, pero alguien los llevó arriba y ahí fueron considerados “atentatorios contra el orden y perjudiciales para la paz laboral”.
Alguien, tal vez el mismo que llevó el panfleto, descubrió al autor y lo denunció. Un amigo que tenía en la Mutua le pasó el aviso, tenían su nombre y lo buscaban.
Decidió huir, alejarse lo más posible esperando que no le persiguieran y deseando que su hijo, al que había conseguido trabajo como empleado, no saliera perjudicado por su culpa.
Pudo llegar al pueblo más cercano, no era mal caminador, pero lo estaban esperando, que el telégrafo es más rápido que las piernas y la policía suplía su falta de inteligencia con un buen olfato para descubrir a los caídos de la gracia de los administradores.
Sufrió luego el tratamiento de rigor para los de su clase y, más muerto que vivo, lo subieron al tren con instrucciones de bajarlo donde les diera la gana pero siempre que fuera lo más lejos posible.
Lo tiraron a un lado de la línea en las afueras de un pueblo cualquiera, cuando el tren disminuía la velocidad. Pero así como hay hombres capaces de tirar de un tren a un herido, como si valiera menos que un perro, también los hay capaces de recoger lo que otros tiran.
Dos meses estuvo en cama en la casa del viejo ferroviario que lo recogió, hasta que se recuperó y pudo comenzar a trabajar para ganarse el pan.
Nunca le preguntaron qué había sucedido, durante los casi tres años que vivió con el silencioso ferroviario y su esposa. Y una vez que quiso preguntar por qué lo habían recogido, la señora le respondió, con una voz que parecía venir de lejos,
--Nosotros, teníamos un hijo –dijo y se quedó en silencio.
Creyó comprender, tal vez fue otro alborotador, pero con menos suerte, y los viejos quisieron hacer por el hijo de otros lo que no pudieron hacer por el propio.
No le quiso escribir al suyo, por temor a comprometerlo si la carta caía en otras manos, pero una vez pasó alguien que venía de allá y le contó que lo había visto en la ciudad, bien vestido y con aire próspero. Se alegró de saber que no habían hecho pagar al hijo las culpas de su padre, como solía suceder.
Pasó el tiempo y a los cinco años de estar alejado decidió volver al pueblo, podía estar todavía en las listas negras o podía ser que, casi con razón, lo hubiesen dado por muerto. Pero necesitaba saber quién lo había denunciado, necesitaba hacerle pagar de la peor forma los dolores sufridos.
Regresó y, con el nombre que había adoptado y los nuevos papeles que lo demostraban, buscó trabajo y comenzó a buscar lo que necesitaba saber, con la avidez y tal vez el mismo sentimiento, del hambriento que rebusca en la basura.
No fue tan difícil, nadie lo reconoció con el nuevo rostro que le habían dejado los golpes y las patadas y el vino siempre ha sido lo mejor para soltar las lenguas.
Al compañero le había contado la historia, pero no le había dicho el nombre del causante de su desgracia.
Y ahí estaba ahora, alguien dijo alguna vez que la venganza es dulce, pero para él estaba resultando algo amargo. Estaba arrepentido de haber buscado al delator, hubiera sido preferible no saberlo jamás aunque el no saberlo le había roído el alma.
Porque lo había encontrado, estaba claro que la función de delator le permitió ascender en la Empresa y ahora era jefe, con empleados a cargo. Lo de sus panfletos no tenía demasiado mérito, fue solamente un peldaño más en la escalada. El nombre se lo habían dado escrito en un papel amarillo que ahora guardaba en su bolsillo, casi desecho de tanto apretarlo.
Sí, seguía pensando en la venganza, pero ya no como antes, ahora se daba cuenta de que era algo imposible, una parte de él gritaba que era necesaria, que la había deseado por demasiado tiempo, mientras la otra la negaba por irrealizable.
Se levantó de la mesa, masculló una vaga excusa destinada a su compañero y se despidió dejándolo intrigado.
Caminó lentamente hacia las afueras del poblado, lo esperaba la pampa iluminada levemente por un cielo cubierto de estrellas.
Sintió que el frío de la noche penetraba la ropa con sus cuchillos de hielo, se sentó apoyando la espalda en una piedra y sacó lo que llevaba en el cinturón, un cartucho de dinamita.
Encendió la mecha y lo apretó contra su pecho como si fuera su hijo, ese mismo cuyo nombre estaba escrito en ese arrugado papel en el fondo de su bolsillo.
Jenofonte
Comentarios
Me quedó como un mal sabor:rolleyes:
Como en todos tus relatos, muestras la complejidad del ser humano, capaz de la traición, de la delación de un compañero, pero también de la compasión y la solidaridad, muy bien expresado en la frase:
" Pero así como hay hombres capaces de tirar de un tren a un herido, como si valiera menos que un perro, también los hay capaces de recoger lo que otros tiran".
Mi felicitación, Jeno. Espero más.
Un abrazo
Saludos.