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La LISTA (6ª edición - Fuera de concurso) El granjero por antonomasia

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


El Granjero por antonomasia

Hice un gesto de dolor cuando vi que el granjero era lanzado contra el establo. Pero él, de avanzada edad para esta clase de trabajos, no parecía encontrarse en problemas. Volvió a coger el rabo de la vaca y se sujetó, anticipándose a cualquier otra clase de acciones posteriores.

Me hallaba en "Granja Granjero", en Cerro Hierro, tratando de aplicar a una vaca un tratamiento para combatir la esterilidad. Una parte fundamental de mi trabajo consistía en insertar un catéter a través del cuello uterino. Pero eso parecía no gustarle a la vaca. Cada vez que lo intentaba, se sacudía y arrojando al granjero y propietario de la granja, López, contra los palos entrelazados del establo.

Pero, después de cuatro intentos en vano, sentía que en uno de ellos íbamos ganando. El catéter penetró con suavidad. Si la vaca permanecía quieta, solo unos segundos, el trabajo había terminado.

-¡Venga, vaquita, aguanta un poco más! –grité al aire, mientras bombeaba Yodo de Lugol a través del catéter.

Pero no bien sentía el líquido la vaca, empujaba, y López se quedaba prensado entre los palos del establo. Retiré enseguida el catéter y di unos pasos hacia atrás, pensando en que la vaca no había colaborado.

Pero López no parecía compartir mi opinión. Se fue hacia la parte delantera del establo y abrazó el cuello de su vaca.

-¡Buena muchacha! –le dijo.

Y así era él. Sentía cariño por todos y cada uno de sus animales y, según pude comprobar, recibía el mismo sentimiento por parte de ellos.

López separó su brazo del cuello de la vaca y sonrió. Este hombre no era de ese tono rubicundo de otros granjeros: su pelo era blanco y su cara rugosa le hacían aparentar más de los setenta años que en realidad tenía. Su estatura era baja, pero su sonrisa era radiante Un pequeño gran hombre y un excelente granjero. "El granjero por antonomasia".

-Tengo otro trabajo para ti, amigo Jaime. Y es uno de esos que sé que te gustan –hizo una pausa y sonrió-. Siempre te oí decir que te gusta más tu actividad directa en las granjas que en los despachos. Pues bien, mis ovejas pequeñas son las que quiero que examines. Nunca antes había visto nada igual.

Caminamos a través del patio achinado de la granja, con Riki, un diligente perro pastor, retozando alrededor de su amo. Era extraño; los perros de granja suelen ser escurridizos, independientes, pero Riki se portaba como una mascota. El granjero se agachó y lo acarició.

-¡Hola, compañero! ¿También tú vienes con nosotros?

Me llevó hasta una nave junto a un cobertizo que estaba separado por seis establos numerados, donde había una decena de ovejas con sus corderos. A López le gustaba clasificar a sus animales.

Casi todos los corderos se tambaleaban en su parte trasera al caminar, pero dos de ellos, solo daban pasos torpes antes de caer. López me miró.

-¿Qué te parece? –sonrió de nuevo.
-Esos dos padecen de Lordosis –respondí, y añadí-: que es causada por una deficiencia de cobre y que da como un único resultado una degeneración progresiva en el cerebro. La falta de este mineral les provoca debilidad en los cuartos traseros, y en algún caso los paraliza del todo o sufren ataques crónicos. Debes controlar tus ovejas, en cuanto al cobre se refiere.
-Es extraño… -dudaba-. Mis ovejas han lamido cobre durante toda la preñez. Yo mismo me he ocupado de eso.
-No lo dudo. Pero no habrá sido el suficiente. Si los casos aumentan, habrá que inyectarle cobre a la mitad de la preñez para prevenir. Eso se hace en animales incontrolados, que, por supuesto, no es éste el caso.
-Bueno… -suspiró hondamente-. Ahora que sabemos lo que es, supongo que estás en posibilidades de curarlos. Además, es importante hacerlo antes de que se presente una epidemia
-Lo siento, López Los que solo se tambalean tienen posibilidad, pero no los otros -señalé a los que yacían echados-. Esos dos tienen parálisis parcial, y pienso que lo más humanitario sería... -miré a López.


-sigue-

Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    • La sonrisa abandonó los labios de López. Siempre le ocurría lo mismo frente a la amenaza de poner "a dormir" a alguno de sus animales. Pero era un deber básico de un veterinario advertir a su cliente de que un tratamiento no era rentable porque había que tener en cuenta los intereses comerciales. Pero esta regla no funcionaba con López. Tenía animales en su granja que no producían beneficio, por contra perjuicios, pero eran sus amigos y se sentía feliz con solo mirarlos. Acarició con la mano en el tobillo de uno de los corderos enfermos, a la vez que miraba al otro.

    • -¿Están sufriendo? –me preguntó, súbitamente.
    • -No creo que esta sea una enfermedad dolorosa.
      -Pues entonces los mantendré y me entregaré más a ellos. Y si no pueden mamar de su madre, de algún modo los voy a alimentar. Siempre me ha gustado dar una oportunidad a mis animales.

      Al ir avanzando ese verano me alegraba el ver que su dedicación había dado sus frutos. Los corderos semi paralizados sobrevivían y se desarrollaban bien. Todavía seguían cayéndose después de dar unos pasos, pero podían morder y tragar pasto, y por suerte no había aumentado la degeneración cerebral.

      Era ya octubre. Los árboles resplandecían de color cuando López me llamó, voz en grito, cuando pasaba frente a su granja.

      -¡Veterinario José, ¿puedes examinar a Riki?! -su voz era angustiada.
      -¿Está enfermo, quizá? –le pregunté, no bien llegué junto a él.
      -Solo cojea. Pero no sé cómo curarlo.

      El noble perro pastor se encontraba, como siempre, pegado a su amo. Vi que no apoyaba la pata derecha.

      -¿Qué le ha pasado? –le pregunté, de nuevo
      -Corría alrededor de las vacas cuando una de ellas tiró una coz y fue a dar en su pecho. Y desde entonces cojea. Lo curioso es que luego de examinarlo no vi nada extraño…

      Movía repetidamente el rabo mientras lo examinaba. No había herida en las patas, ni daño aparente, pero dio un respingo apenas pasé la mano sobre la primera costilla. El diagnóstico era sencillo.

      -Tiene parálisis radial.
      -¿Parálisis qué?
      -El nervio radial cruza sobre la primera costilla, y la coz ha dañado esa costilla, lo que inutilizó los nervios extensores, y por eso no puede mover una de las patas.
      -Otra cosa rara -López pasó la mano sobre la cabeza de su perro-. ¿Se recuperará? –me preguntó, de pronto.
      -En un proceso largo. El tejido nervioso se regenera con lentitud, y el tratamiento no ayuda gran cosa.
      -Bueno... A esperar toca -se agachó hacia su perro-. Una cosa más -una sonrisa apareció en su cara-, cojo o no, puede correr entre las vacas. Moriría de tristeza si no pudiese hacer su trabajo. Le gusta trabajar. "¿Verdad, Riki?".

      Camino del coche con paso lento y acompañado de López, traté de pensar en algo alentador, con la idea de levantar mi ánimo y así poder animar a López, aunque él se animaba solo.

      -Pero no te preocupes demasiado –le dije y continué-: estos casos se curan con el tiempo y sobre todo con cariño, y el tuyo para con tus animales… 

      Pero Riki no se recuperó. Luego de tres meses, la pata seguía igual, y los músculos se habían atrofiados. Los nervios estaban dañados irreparablemente. Era triste solo pensar que aquel hermoso perro quedaría con tres patas para el resto de sus días.

      Pero como López era un hombre muy positivo y optimista, insistía en que su perro seguía siendo trabajador. Y Riki parecía escuchar lo que su amo decía, pues delante de mí nunca lo vi descansar.

      El verdadero contratiempo apareció un domingo. Mi socio y yo estábamos en el consultorio acabando de programar los turnos de guardia de la siguiente semana. Sonó el timbre de la puerta, abrí y vimos a López, preocupado, cansado, y con su perro sobre los brazos.

      -¿Se ha puesto peor? –le pregunté.
      -No, José. Hola, Pérez –nos saludó, en un tono de voz ahogado-. Es algo diferente. Lo atropellaron.

      Entre mi socio y yo cogimos a Riki y lo llevamos al cuarto de curas.

      -Fractura de tibia -confirmó mi socio, compungido-. Pero, sin embargo, no veo señal de un daño interno. ¿Puedes explicarnos qué fue lo que pasó? –le preguntó mi socio. López asintió, y respondió:


      -sigue-

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    • -Estábamos en mi casa del pueblo, y Riki corrió hacia la calle y lo arrolló un tractor y lo desplazó seis metros. Luego se arrastró como pudo hasta el patio de la casa.
      -¿Se arrastró? –le preguntó mi socio, confundido.
      -Es que la pata rota está del mismo lado de la inútil.
      -Ah, la parálisis -soltó un silbido-. José me lo comentó -mi socio me miró y vi que pensábamos lo mismo: "fractura y parálisis en un mismo lado, era una combinación desafortunada".

      Hicimos lo único posible en estos casos: inmovilizar con escayola la pata. Al despedirse López, mostró su sonrisa habitual.

      -Iré con mi esposa a la iglesia y rezaremos. Dios ayudará a Riki –nos dijo.

      Cuando López salió del consultorio con su perro, mi socio me dijo:

      -Espero que funcione lo que le hicimos a Riki. López es un hombre extraordinario. Dice que rezará por su perro, y no creo que haya nadie mejor cualificado para eso. 

      -Sí –respondí, mirándole-. Así es López, una excelente persona, amante de los animales. Todos los granjeros les profesan afecto y admiración. Pero él se lo ha ganado a pulso.

      Seis semanas después, López trajo a Riki al consultorio para que le quitásemos el yeso. Lo corté con la sierra y examiné la pata; se me hundió el ánimo: el hueso no había soldado. Tenía que haber callosidad en el hueso, y lo que vi era las puntas rozando una con la otra, como una bisagra. Mi socio estaba en el jardín. Lo llamé para que le echase un vistazo.

      -Qué contrariedad -miró a López, después de examinar la pata, y le dijo-: amigo López, tenemos que intentarlo de nuevo, pero no me gusta el aspecto que esto presenta.

      Le aplicamos una nueva inmovilización a la pata. López, optimista, sonrió.

      -Apuesto a que solo necesita más tiempo. Estoy seguro de que la próxima vez estará bien.

      Sin embargo su apuesta, no fue así. Retiramos la segunda escayola y la pata no había cambiado. Había poco tejido nuevo alrededor de la fractura.

      -Amigo López, esto sigue igual –le informé.
      -¿Quieres decir que no ha soldado? –me preguntó.
      -Así es. Por extraño que pueda parecer, no ha soldado.

      Se rascó la cabeza, como pensando. Al fin, dijo:

      -¿Entonces no va a poder soportar peso esa pata?
      -No veo cómo…
      -Bueno… Ya veremos...
      -Pero, López –terció mi socio-. Dos patas inútiles del mismo lado… No podrá caminar. No veo la forma…


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    • Pudimos observar su ya conocida expresión. Sabía lo que estaba pensando. Pero no lo iba a aceptar. Y también sabía cuál iba a ser su siguiente pregunta. La misma de siempre, la que tenía grabada en su corazón:

      -¿Está sufriendo?
      -Las fracturas no duelen y la parálisis no causa ningún dolor –respondió enseguida mi socio, que añadió-: pero Riki se va dando cuenta de que no puede caminar.

      López ya había abrazado a su perro, y el perro le correspondía moviendo el rabo y lamiéndole las mejillas.

      -De todas formas, le daré una nueva oportunidad –contestó.

      Cuando López salió con su perro en los brazos, Pérez me miró.

      -¿Qué haces frente a esto, José? –me preguntó.
      -Igual que tú –respondí-. López siempre da una oportunidad a sus animales, pero en este caso no hay esperanza.

      No obstante "mi sentencia", yo estaba equivocado. Tres meses después, López me telefoneó. Decía que fuese a su granja a examinar una ternera. Cuando llegué, lo primero que vi fue a Riki guiando a las vacas hacia el establo. No soportaba peso en su lado derecho, pero aguantaba con el izquierdo, arrastrando levemente la planta de la pata. López nunca nos dijo algo así como: "¡te lo dije…!", pero si lo hubiese dicho, no me hubiese importado, porque estaba absorto mirando al perro haciendo su trabajo. 'Es verdad que no puede quedarse quieto', pensé. Era evidente que le gustaba trabajar, pero con tesón, inteligencia y valentía.

      -Mira esa ternera –me dijo, yendo al tema principal de la visita-. No había visto nada igual. Da vueltas y vueltas, como una noria loca. 

      Me sentía abatido. Esa vez esperaba hallar algo normal. Mis últimos contactos con sus animales podían describirse como fallidos y de pronósticos erróneos. Y ya iba siendo hora de que resolviese un caso. Pero éste, tampoco parecía fácil.

      Se trataba de una ternera huesuda, de un mes de vida. El pelaje era negro y blanco, el combinado de color preferido por los granjeros para el ganado ibérico. Estaba echada en un lecho de paja, sin que mostrase anormalidad, excepto en la cabeza, levemente inclinada. López la golpeó, con delicadeza, en los cuartos traseros y la ternera se puso en pie. Y ahí empezó la anormalidad. Se giró enseguida hacia su lado derecho, como atraída por un imán, hasta topar contra el establo; cayó, pero se levantó para después reiniciar su avance, siempre hacia la derecha. Pero apenas dio un paso y de nuevo cayó.

      -Así que era esto, ¿eh? -susurré-. Le tomé la tensión: un poco alterada. Le puse el termómetro: cuarenta grados. 
      -La enfermedad que padece esta ternera se llama Listeriosis. Pero se la conoce como "Enfermedad de la marcha en círculo", y tú estás viendo por qué. Afecta al cerebro.
      -De nuevo el cerebro, como con las ovejas –parecía confundido. Hizo una pausa, y después agregó-: debe haber algo en el aire de este lugar -se agachó sobre su vaca y la acarició. Luego me miro y me dijo-: y supongo que no hay nada que se pueda hacer. Pero seguiré luchando por mis animales…

      -Creo que puedo hacer algo –lo interrumpí-. Esto es diferente a lo de las ovejas. Se trata de un minúsculo microbio que afecta al cerebro. Con solo un poco de suerte, podemos curarla.

      Sentía furia. En meses anteriores a la Guerra Civil, estos casos eran letales porque los microbios que causaban la enfermedad anulaban los antibióticos, pero en esa época habían cambiado las cosas. Había visto algunos cabrones, aquejado de esta enfermedad, recuperarse en pocos días. Pero lo que estaba pensando no se lo iba a decir a López, hasta no estar seguro de cómo actuar. Para casos así, mi experiencia se alimentaba de la prudencia.


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    • Le inyecté a la ternera Penicilina y Estreptomicina. Esto último era un hallazgo reciente en nuestra profesión.

      -Volveré mañana, que espero encontrar mejoría –le dije a López, y enseguida me fui hacia mi coche. 

      Después de examinarla al otro día, la temperatura había bajado, pero los síntomas no habían disminuido. Repetí la misma inyección y dije a López que volvería al día siguiente.

      Y volví. Y el otro. Y el otro… Pero nada. La temperatura era normal y el apetito excelente, pero seguía caminando en círculo.

      -¿Crees que este tratamiento está funcionando? –me preguntó, pasados diez días y con gesto de duda, el protector de animales domésticos mejor que había conocido nunca.

      Me entraron ganas de gritar y no parar. "¿Habría en verdad algo en el lugar?", pensé, incrédulo. Mis creencias no me permitían hacer conjeturas de este tipo. Entonces, miré a López y le dije;

      -No estamos llegando a nada, amigo López. Los antibióticos han salvado la vida a la ternera, pero debe tener algún daño en el cerebro, y es por eso que no hay un avance de recuperación.

      Era difícil hacer alguna actuación en un animal de este hombre, sin antes no hablar con él. Y aunque me dije no comunicarle nada hasta no estar seguro de lo que iba a hacer, sus insistentes preguntas lo hacían imposible. Traté de contemporizar. Algo que no iba con mi línea de conducta, pues siempre había sido concreto en todos mis cometidos.

      -Es buena ternera, parida por mi mejor vaca –parecía no escuchar mi comentario, pero sí adivinar mis pensamientos. Y siguió hablando-: y va a ser buena lechera. Mira su color; le pusimos Zarza de nombre. ¿No es una vaca guapa? No puede morir por esto, no sería justo. Me ocuparé especialmente de ella. Con otros de mis animales lo he conseguido.
      -Sí, López, pero… -respondí, intentado bajarlo de tan ilusa idea. "Aunque quién mejor que el padre de la criatura", pensé.

      López, para con sus animales, conseguía siempre lo que se proponía.

      -Gracias –me dio una palmada en el hombro, y luego me acompañó hasta el coche. Ya allí, añadió-: sé que has hecho todo lo posible –era claro que no quería seguir hablando del asunto. Pero, por su forma de expresarse, conocida por mí, una vez más había decidido dar una oportunidad a su ternera.

      Resultó al final que la fe de López era recompensada de nuevo y que mi pronóstico, una vez más, había sido erróneo. Pero con Zarza no podía culparme, porque las secuencias de los acontecimientos que sucedieron a su recuperación, no aparecían en ningún tratado veterinario.

      En los años siguientes, los síntomas de la enfermedad de Zarza iban disminuyendo. Pero la mejoría era tan lenta que apenas se notaba. Cada vez que iba a la "Granja Granjero" examinaba la vaca y, para mi asombro, se hallaba mejor. 'Parece que se está diluyendo ese algo en el aire de este lugar', pensé entonces.

      Durante cuatro semanas después seguía caminando en círculo, lo que más tarde se convertía en un ligero tambaleo hacia la derecha, que a su vez se reducía a una leve inclinación de la cabeza hacia ese lado, hasta que un día desapareció y la vaca se normalizó, casi del todo. Para mí, era un deleite verla. "Por fin, pensé en esa vez, se ha desaparecido completamente ese algo en el aire de este lugar".

      -¡López, qué bien! Hubiera apostado que éste era un caso sin remedio. ¡Y mírala! ¡Casi normal!
      -Estoy contento por ella –sonrió, y añadió-: antes de que todo esto termine, se va a convertir en la mejor vaca de toda la región. Pero... –señaló con el dedo y amplió la sonrisa- no es perfecta. Le quedó un pequeño detalle -se inclinó hacia mí y me dijo al oído-: mírale la cara. 

      La miré fijamente, extrañado.

      -No veo nada especi… ¡¿Queeé?!
      -¡Ya lo viste, jajajaja! –su sonrisa se vino a risa.
      -¡Es asombroso!

      Por unos instantes, la expresión plácida de la vaca se contraía en un ligero guiño de ojos y la testa hacia la derecha. Había algo de humano en este gesto. Una mirada seductora que recordaba a la de una vampiresa cabaré. López no dejaba de reír.


      -sigue-




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    -¿A que nunca habías visto algo así? –me preguntó, a la vez que se contenía la risa.
    -Nunca. ¿Hace esto con frecuencia? –respondí, y pregunté.
    -De vez en cuando. Y supongo que también desaparecerá con el tiempo, como todo lo demás. Pero, para esto, no le daré una oportunidad. Me gusta lo que hace. Jajaja.
    -¡Haces bien! –respondí, si dejar de mirar a Zarza.
    -Me gusta que hayamos perseverado tanto -ese su "hayamos" era todo un detalle de su parte – y añadió-: acabo de aparearla y parirá a tiempo para presentarla en la Exposición Ganadera y Agrícola de Constantina, que se celebrará en de cuatro meses.
    -Será interesante verla allí -concluí, nos despedimos, y me fui hacia mi coche.

    Y, en efecto, fue interesante. Zarza se había convertido, como por arte de magia, en una clásica sevillana, con la gracia y la majestuosidad de esta grandiosa raza, ya extinguida. Eran dignos de ver el lomo recto, el nacimiento del rabo y la forma elegante de las ubres

    Y el día del concurso, todo ese aspecto lucía mejor en el centro de la pista, con el Sol veraniego de julio brillando en la piel. Acababa de parir un becerro, y las ubres, llenas y de base plana, sobresalían de los cuartos traseros. Superar una estampa así iba a ser difícil, y era un placer solo con pensar que semejante criatura, aparentemente perdida hacía tres años, estaba a punto de triunfar en una exposición ganadera de un reconocido prestigio.

    Pero Zarza tenía dos competidoras fuertes. El juez, el señor Muñoz, ínclito veterinario, tío de mi socio, había reducido el grupo a tres ejemplares. Y Zarza estaba entre ellos. Sus contrincantes, una zaina y una colorada, eran vacas guapas. Y la que ganase el concurso, lo haría por un margen estrecho. Nunca antes hubo una competencia tan reñida, por lo que el señor juez lo tenía realmente difícil.

    El incombustible y elegante señor Muñoz era además un granjero afamado, aunque ya retirado por la edad. Pero seguía siendo uno de los más entendidos en ganado vacuno. Su porte iba en consonancia con su posición. Su figura alta y delgada destacaba, aún sin el bien cortado traje y sombrero campero. Y el toque final lo daba unas diminutas gafas, de color carne, suspendidas del cuello mediante un fino cordón de oro. Todo él era un modelo. Años atrás, había sido elegido, entre afamados y cualificados granjeros, para presidir el jurado. Y a decir de todos, le quedaba cuerda para rato, aun sus ochenta y seis años.

    Y no solo ejercía su actividad de juez en la provincia sevillana, era requerido también en otros puntos de España, e incluso hasta en países del extranjero. Tenía mucho prestigio y conocimientos, y no solo en la raza vacuna, sino en todos los animales de granja.

    El juez paseaba, garboso por delante de la pequeña hilera de bovinos, ajustándose las gafas cada vez que se inclinaba para inspeccionar un punto determinado. Estaba claro que su decisión iba a ser difícil, la más de su faceta como juez. Su rostro, normalmente rosado, estaba rojo. Pensé que no era debido al Sol, sino a la larga sucesión de whisky que había tomado en la tienda de campaña destinada a los jueces. Finalmente, frunció la mirada y se aproximó a Zarza. Se inclinó hacia ella y miró su cara, para examinarla en los ojos. Pero ocurrió algo. No pude ver la cara de la vaca, pero sospecho que había repetido el guiño que tanto me había sorprendido, porque el veterano veterinario, granjero y juez, levantó las cejas con sorpresa, y sus gafas cayeron y quedaron suspendidas del cordón de oro durante algunos segundos antes de volvérselas a poner. Se fijó de nuevo las gafas y Zarza repetiría la misma operación. La miró largamente, e incluso mientras examinaba a las otras vacas; volvía a mirarla. Podía leerse en sus labios lo que estaba murmurando: "¿lo he visto en realidad, o es el whisky que ha empezado a hacer estragos". Se sacudió la cabeza.

    Otra vez recorrió lentamente la fila. Tenía la mirada de uno que va a tomar una decisión. Se paró ante Zarza y echó una última ojeada de evaluación, retrocedió, y apostaría que la vaca volvió a hacer el mismo gesto.

    Ahora las gafas permanecían en su lugar pero era obvio que el juez se sentía perturbado. No obstante, su experiencia eliminaba dudas. De inmediato dio a Zarza el primer premio. En realidad, al pobre no le quedaba otra opción.

    Pasados algunos minutos, mientras caminaba hacia la pista central para la entrega de los premios, fue abordado jubilosamente por un López, rebosante de alegría.

    -¡Maravilla mi Zarza! ¿No, señor Juez? Casi humana, me atrevería a decir. ¿No la ve usted así?
    -¡Desde luego que sí! –contestó, eufórico, a la vez que se ajustaba de nuevo las gafas y agregaba-: de hecho, me recuerda a uno que conocí en Sevilla hace unos años.

    Y con este broche de oro, terminé este caso. Pero, sin pararme en el sorprendente y divertido final, quiero resaltar la actitud perseverante de un hombre amante de todos los animales domésticos. Con el paso de los años, tuve la oportunidad de comprobar que la misma perseverancia derrochaba en todos sus cometidos Y, así, obviamente, resultaba difícil que le pudieran ir mal las cosas.



    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022


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