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El tamaño importa.

La tenía pequeña. No se podía hablar de micropene, pero sus escasos diez centímetros quedaban por debajo de la media y eso es algo que nunca pudo superar. Ni siquiera aquel premio multimillonario de la lotería le hizo feliz, habría cambiado gustoso todo aquel dinero por unos milímetros más. Y no puede decirse que no lo intentara todo: ejercicios, cremas y hasta algunos aparatos que parecían haber sido diseñados por el más cruel de los inquisidores. Todo resultó inútil, imposible luchar contra lo que nos depara la naturaleza. Lo único que cambiaba de tamaño era su cuenta corriente que mermaba cada vez que un farsante nuevo llegaba con una solución milagrosa. Hace falta ser despreciable para aprovecharse de esa manera de las desgracias ajenas, desde luego que el mundo está lleno de gente sin escrúpulos. Y con cada fracaso lo que aumentaba era la frustración de aquel pobre hombre hasta que acabó por pillar una de esas famosas depresiones de caballo.

No tardó en llegar el calvario de psicólogos y loqueros varios, todos dispuestos a echarle una mano a cambio de un buen pellizco económico. Básicamente, las terapias consistían en aprender a aceptarse uno mismo tal como es, lo que es muy fácil de decir cuando se tiene un hermoso miembro o, por lo menos, cuando estás en la media. Intentó no obsesionarse y salir a divertirse para no andar siempre dándole vueltas a su problema, pero si estando de copas necesitaba ir al baño se venía abajo al tener que contemplar sus tristes atributos y acabó encerrándose en sí mismo.

De practicar sexo, ni hablar. Se casó poco después de cobrar aquello de la lotería y siempre sospechó que su esposa no le había dado el "sí quiero" por amor, por lo menos no por el tipo de amor que se supone que sienten las mujeres por sus parejas. Él sí la deseaba pero con ese armamento tan pobre ni siquiera llegó a intentarlo. La noche de bodas resultó bastante extraña, menos mal que a los dos les gustaba jugar al ajedrez.

El día más triste de su asquerosa vida fue un sábado maldito. Para sentirse como el resto de la gente, se metió por dentro de los calzoncillos un par de calcetines, intentando lo que vulgarmente se llama marcar paquete. Al principio todo iba de maravilla, tanto que por primera vez en su vida se atrevió a bailar y lo hacía con tal frenesí que pronto se convirtió en el rey de la pista. Todo era perfecto hasta que con tanto movimiento su prótesis calcetinera acabó en el suelo. No le quedó más remedio que huir despavorido ante un cruel estruendo de carcajadas que se metió en su cerebro para siempre.

Cuando ya no pudo soportarlo más, se tiró desde un décimo piso, altura más que suficiente para acabar con todo. Aunque siempre se consideró ateo, en ese último momento soñó que existía otra vida, un paraíso en el que por fin él estaría bien dotado.

Lo primero que hizo su mujer cuando arregló lo de la herencia fue ponerse un buen par de tetas. Su nuevo marido, tremendo mulato, está encantado. Tanto, que por su amor parece dispuesto a abandonar una prometedora carrera de actor porno.



Nota del autor: Aunque suele decirse que todo lo que escribimos tiene algo de autobiográfico, este relato está escrito claramente en tercera persona.

Comentarios

  • isabel veigaisabel veiga Garcilaso de la Vega XVI
    Pobre hombre. Los complejos que nos montamos en nuestra cabeza pueden arruinarnos la vida. Queda claro que el dinero no siempre da la felicidad.

    Un texto muy fluido, con la información exacta.
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