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Atormentado cuando voy a morir

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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

    Y así vivía cada día Lía: con la pesadumbre de ver en su cara el paso de los años, y en la de su marido, la primera indiferencia amorosa. Pequeña pero dolorosa tragedia. La vida pendiendo de la cabeza del humano cual vil damocles, sin más fe y esperanza que la propia vida, por otro lado, nada despreciable.

    Las viandas fueron exquisitas. Lía debía pensar que cuando se le ausentasen ‘otros encantos’, le quedaría el recurso coercitivo de sus habilidades caseras: bordado monjil en camisas y pañuelos, el hogar acogedor, el plato favorito, la romántica flor en mesa. Además, por descontado, las esmeradas despedidas y acogidas diarias al esposo, con besos incluidos.

    Dos bandejas con dulces y tres con chacinas, quedaron sobre la mesa. El prurito de la hospitalidad local se cifraba precisamente en eso: en atiborrar a los comensales hasta que pudiesen tocar la comida con el dedo, y en que sobrase lo suficiente para sentir a la vez desazón y náuseas.

    Cuando llegó Lola me saludó con la mirada. Había en sus ojos un aire altanero, como de lid. Sabía que no iba a cejar en mi lucha, y lo aceptaba. No pedía cuartel, pero tampoco lo concedía. No sólo era hábil, fuerte también. Y podría ser tan dura como yo... ¡Dios! Estábamos hecho el uno para el otro. Pero, aun su talante de esa tarde, decidí resolverme en blanduras.

    Lía llevó al salón una gramola e invitó a todos a que bailásemos. La aguja empezó a pinchar apenas los hombres retiramos mesas y sillas. Esposa y esposo y novia y novio bailaban juntos. ‘Cada oveja con su pareja’. La promiscuidad no tenía cabida en la casa de la ley.

    López acaparó a Lola, en propiedad, como era de esperar por la mayoría presente, y un primo de Lía, largo de estatura, de nariz, de piernas, de brazos, y bronco de voz, se dedicó conmigo a las señoritas solteras y las solteronas.

    Pero yo quería bailar con Lola. Un querer tan agobiante que me oprimía. Quería con todas mis fuerzas tenerla cerca, respirarla, mirarla, hablarle, despedirme a ultranza de una posibilidad feliz; despedirme a ultranza, simplemente. Derramaba generosidad en aquella tarde.

    Pero no sabía si la actitud de López fue la que aventaba mis buenos propósitos. Y no lo llegué a saber hasta más tarde; hasta que ya no tenía remedio.

    Aparentemente, no alentaba inoportunidad alguna. Al contrario. La resignación dejaba en mis labios sonrisas amables y palabras dulces. Las féminas con las que bailaba parecían complacidas. Pero algún algo estaba cociéndose en mi interior, que era lo que, finalmente, iba a cargar el escopetazo de mi intemperancia.

    Bailando, López llevaba fácilmente a Lola entre los brazos, pero sin entender nada. Que no le pesaba. Como pesan las cosas que se aman y que duelen. Que no era para él un universo.

    Desde mi cama, con mis folios y mi pluma, hago este paréntesis para decir que jamás llegaré a entender cómo se puede amar a una mujer, tenerla para ti, mirarla a los ojos, sin sentir siquiera un escalofrío.

    López miraba a Lola con esa mezquina complacencia del palurdo que mira el cielo estrellado, ajeno a su aplastante grandiosidad.

    Nada menos que catorce piezas seguidas bailaron la titular del colegio de niñas y el titular de la notaría. Su cara, arrebolada, y sus labios llenos de risas, pero parecía más divertida que feliz. ‘Sé feliz, sé feliz’. Le iba diciendo, casi encarnizadamente como queriendo apagar el fuego de una remota angustia. ‘¿Puede reír



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    viéndome sufrir?’. Me iba yo diciendo, encarnizadamente, como queriendo encender el fuego de una angustia cercana.

    Entonces, influenciado quizá por mis pensamientos, me acerqué a ellos, decidido y erguido, y formulé a Lola, en un tono de voz desapacible, la pregunta del millón:

    ____¿Quieres bailar conmigo?

    ____¡Oh, lo siento! Precisamente iba a decirle ahora a Víctor que estaba cansada y que sólo quería sentarme -se disculpó, serena todavía.

    Su repulsa golpeó mi ego, cual piedra. Pero no sentía despecho, sino sorpresa de que pudiera decirme ‘no’ a algo, a pesar de su indudable derecho. Ella, que me pertenecía, que era mía; ¡a las buenas o las malas, mía!

    Respondí en forma de pregunta, pero con cierta impertinencia:

    ____¿Es que soy poca cosa para ti?

    ____Nadie es poca cosa para mí -me respondió, empezando a ponerse nerviosa-. Pero te repito que me encuentro cansada. A un caballero le bastaría con eso –añadió.

    ¡Tachán! El circo estaba a punto de empezar. Ya estaba el telón en lo más alto, y todo el mundo podía gozar del espectáculo. Mi última resistencia saltaba, rota, y mi desesperación empezaba a salir, lenta aún, pero abrasándome oídos, boca y ojos, como algo viscoso y caliente que ninguna reflexión podía taponar.

    Aun no habiendo encajado ese golpe bajo, mi respuesta no fue especialmente insultante. Sólo fría y cortante como hielo.

    ____Bastaría a un caballero si se tratase de una auténtica dama. ¿Pero tú…? -no dije nada más. Ya era suficiente.

    Las conversaciones cesaron luego de mi primera salida de tono; rodaron en un siseo y eran sorbidas por la esponja del silencio. Pero la segunda golpeó la esponja con un puño enguantado. Se levantó un rumor de ansiedades, un refregar de pies y un crujir de las articulaciones, y hasta las tensiones en los músculos y las arritmias en los corazones tamborileaban la atmósfera con dedo bronco. La música había dejado de sonar, Y la aguja rayaba el silencio, agriamente… agriamente…

    Se puso en pie y, con cara desencajada, me miró y me dijo:

    ____¡Tú… tú… eres un…! -no podía acabar la frase.

    De nuevo se sentó, y después hundió la cara entre las manos.

    Me giré en redondo y empecé a salir del salón. La furia, la pena, el pasmo, la satisfacción, el rencor, el odio, el miedo… Todo un río de los sentimientos humanos iba apareciendo en los ojos atónitos de los circunstantes, escaso puñado de gente, diminuto ámbito, un mundo todo, con todo lo de sórdido y lo elevado que había en él.

    Crucé despacio el umbral. Pero antes de salir, oí a mis espaldas un forcejeo. Al poco, me llegó, iracunda, la voz de del notario.

    ____¡Suéltame, Pedro, se va a enterar ese cabrón! ¡A ver si tiene huevos de repetir lo que acaba de decir!

    ____¡Quieto te digo! ¿Vas a ser tú ahora más rufián que él? –le dijo el juez, sin dejar de sujetarle.

    Sentía ganas de reír, por la ira de López, y de llorar, por el daño causado a Lola. Pero no hice nada de eso. Como el jugador que ya se le ha pasado la mala racha. Ahora iba a recuperar todo. No importaba que sufriese. Me sentía de nuevo en el camino. Sólo había que andar, aun a través de las peores infamias. Acabaría por hacerla feliz, como ninguna otra mujer lo habría sido jamás. Que sufriese. También yo sufría, abierto de llagas para recibir la semilla del amor. Que sufriese. Su dolor sería a la vez fugaz y fecundo, como un parto.



    ¡Me amarás, reconozco mi violencia, pero no la deploro! El amor es un desgarramiento y su conquista se hace a retazos, con dolor. No me importaba que sufrieses, si eso te hacía despertar. ¡Ojalá que en estos momentos sufras tanto o más como yo!

    Ahora pienso que todo lo que pasó en aquella tarde podría haber sido el principio de mi felicidad, y que no retrocedería ante nada con tal de conseguirla, con tal de que ningún otro hombre no se cruzase en mi camino. López no se atrevería a amarla desde aquellas, para mí, 'afortunadas palabras', estando difamada, señalada por todo el mundo. A mí eso no me importaba. Iría adonde quiere que fuese por estar con ella, aunque tuviese que perseguirla, como dicen que el ojo de Dios perseguía a Caín



    (FIN CAPÍTULO 18)
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    19


    Luego de salir de la casa del juez me encaminé hacia las afueras del pueblo. Dejé atrás a su Señoría un puñalón de odio y rencor, cual forúnculo. Anochecía ya. El aire yacía en la rubia doncellez de los trigos, gorgojeantes aún del último resplandor del sol.

    Dejé la carretera y me metí en un estrecho camino entre trigales Las espigas, pesadas y dulces cuales senos, me acariciaban las piernas. Pasé la mano sobre su áspera piel joven, y luego miré la gran ubre caliente de la noche, goteada de estrellas. Disipando se iba mi desconcierto, pero estaba dolido por todo lo ocurrido en esa tarde.

    Seguí caminando en la oscuridad, espolvoreado de la luz lunar, que quedaba entre mis dedos como polvos de talco. Crucé uno de los cauces de la ría, seca ya. Podía oírse el canto respingante de las ranas, los grillos y de todo bicho cantarín que solfeaba en aquel lugar.

    Iba caminando, acariciado de espigas y arañado de rastrojos. Me sobrepuse y sólo reinaba en mí una calidez que transpiraba de los poros de la noche. No pensaba, flotaba desarraigado de todo. La noche me iba sorbiendo y me iba respirando en sus pulmones aturdido de estrellas y saturado de la arcilla del mundo.

    Ignoro cuánto duró aquello, sólo sé que anduve durante horas y que me devolvió a la realidad un río de pezuñas que golpeaba la piel tersa de la noche, cual tambor. Uno gritó, de pronto… ‘¡eh!’. Por un instante dudé si era a mí o al río que arrastraba objetos puntiagudos. Iba en pos del agua desperdigada. Blancos cuernos afilados por la muerte rasgaban la seda del aire y sus tiras caían sobre sus flancos humedecidos. Mugía una vaca, repetía otra, y la noche de pronto se hacía más negra. ‘¡¿Quién va...?!’. El amo de esa voz me reconoció: ‘¡pero si es don Alejandro!’. Le saludé alzando la mano. ‘¡Hola, doctor! ¡¿Qué?! ¡Ah, las reses! ¡Para la capea de la tarde! ¡Ocho en total! ¡Seis vacas y dos cabestros! ¡Adiós doctor! ¡Nos veremos!’. Y se alejó trotando tras las vacas, que dejaban en el aire un olor a heno, a establo, embistiendo al toro de la oscuridad, excitadas por la presencia de los caballos y apaciguadas por la cercanía de los cabestros, de ligeras patas, de escurridas pelvis, de escasas vergas.

    Detrás irían como cincuenta personas, y todas ellas armadas de palos. Me acerqué. Hablaban nerviosas: ‘¡la vaca negra, la vaca roja, la de las cuernos así, la de las cuernos asao!’. Alzaban sus palos, beodas de entusiasmo, como si ya tuviesen las reses bajo el azote de su brutalidad.

    Al momento, era uno más del grupo durante un largo trayecto. Y entonces pensé en Lola. Cercanas mugían de pronto dos vacas, provocándome dejar mis pensamientos y haciéndome caer en el sopor del nombre Lola, a la vez que aturdiéndome la resonancia que esas cuatro letras dejaban en mí. Como el avaro que cuenta monedas, haciéndolas retiñir sobre una plancha de mármol.

    Hombres, mujeres, mozos, mozas y hasta niños, habían salido a recibir a aquel grupo, y ya no pensaban acostarse. Corrían hacia la puerta del corral, en que encerraban a las vacas. Ese corral daba a una calle de detrás de mi calle, y los gritos me llegaban como despertador. Les tiraban piedras, las hostigaban con palos, y las pobres vacas mugían, amenazadoras, con un quejido casi humano.

    Dormí del tirón esa noche, sin que me turbaran remordimientos. No podía arrepentirme de amar. Sólo tenía que seguir mi camino Sobraba ya el pasado de Lola. Después de mi insinuación en esa tarde, la gente pensaría lo peor. Sólo tenía que seguir. ¿Cómo? No me había trazado ningún plan nuevo y me abandoné en los brazos de Morfeo.

    A la mañana siguiente, me levanté al alba. Después me asomé a la calle desde la ventana de mi cuarto. Las mujeres llenaban los balcones, apiñadas como granos de uva, y los hombres estaban en la calle blandiendo palos. Hablaban gritando, pero cambiaban a cuchicheo premioso apenas me veían. Pensaba que ya habían empezado a ensuciar con sus babas el nombre de Lola. Pero no duraban sus miradas: ‘¡eh, eh, vaca!’ gritó uno, y todos los ojos se apartaban de mí, llenas todas las bocas de palabras y risas nerviosas. Estaban alegres, y hasta el alcalde y sus hermanos, de tan deplorable recuerdo para mí, me saludaban mano en alto y con una sonrisa irónica en los labios. No les correspondí. Opté por desviar la mirada.

    A las ocho, la expectación llenaba la calle, como una inundación. Y así de tumultuosa. Iba desde el corral a la plaza. Los hombres hablaban con el alguacil. ‘¡Ya salen!’ Gritó de pronto un listillo, y echaban a correr todos los demás. Pero, al poco, regresaban de vuelta de sus miedos, mostrando miradas azoradas a la vez que recriminatorias hacia aquel listillo.

    Llegaban Ruiz y Juan; éste me saludó levantando la mano, pero con aires de reprensión, y Ruiz me miró largamente, con ojos escudriñadores, que sentía como manos, palpando.



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    Empezaban a hablar excitados con el alcalde, y después los tres juntos, se iban hacia la plaza, moviendo las manos en el aire, como marioneta. De pronto, el cura, de tan peculiar idiosincrasia aparecía y se añadía a ellos antes de que llegasen a su destino. Doblaban la esquina y volvían al momento, acompañados de un tipo rechoncho, con zahones y sombrero cordobés, mugrientos. ‘¡El vaquero!’, gritó uno, y todos corrieron hacia los soportales.

    Las mujeres se agolpaban en los balcones, como si estuviesen apretando el racimo y destilando el zumo de la emoción. Las vacas mugían. El vaquero les hablaba, y ellas escuchaban esas palabras amigas. Mientras tanto, dos mozos empezaban a tirar del carro, que taponaba la entrada del corral, dejando un hueco por donde el ganado pudiese salir. ‘¡Una sola!’ ‘¡Todas!’. Cientos de bocas gritaban y, las vacas, resabiadas, miraban recelosas la puerta. ‘¡Ja, vaca!’. Les gritaban desde lo alto de los carros. Pero ellas lanzaban derrotes y retrocedían. Les arrojaban de todo, a la vez que golpeaban con sus palos los adrales del carro. Un osado mozo se acercaba hasta el hueco de salida y las citaba con una sucia y ajada capa de lidia. Algunos otros llevaban en las manos una capa igual: eran los maletillas del pueblo.

    De repente se arrancaba una vaca, de bella estampa, de gran tronío. Tenía el pelo castaño; 'la Roja', había sido bautizada ya. El osado se refugiaba en el carro, sin precipitación, pero pálido. Los que se habían bajado de la reja de los soportales, enloquecidos corrían, pisándose unos a otros; las mujeres empezaban a gritar y llamaban a sus hijos, sus esposos, sus padres… 'La Roja' salía de estampía con majeza, lanzando al aire su bien armada testa. Aquel bello animal se llevaba consigo todo el sol de la tarde. Y los aplausos también. Avanzaba al trote reluciente como ascuas; lanzaba jubilosas cornadas contra las rejas, en que se apiñaban los medrosos; como si quisiera jugar con ellos. Luego resbalaba y, abierta de patas, a punto estaba de caer. Pero se incorporaba y parecía reír, a la vez que abría sus grandes ojos, rebosantes de nobleza.

    Los hombres, recuperados del susto, seguros ya en sus refugios, gritaban, y gritaban con fuerza las mujeres y los niños; 'la Roja' se volvía a un lado y a otro, aturdida entre esas dos paredes de humanos. Los más cercanos, descargaban palos contra ella con todas las fuerzas que permitían los brazos; retrocedía enfurecida y plantada en medio de aquella calle, bajaba su resollante nariz; el sudor corría en su cuello y en sus patas; escarbaba la tierra, levantando el polvo de su furia; embestía a cuanto engaño que la citaba, multiplicaba generosamente todas las embestidas, se arrancaba esquirlas de las atas contra los barrotes y soportaba, impávida, una lluvia de palos. Los hombres comenzaban a bajar de nuevo desde lo alto de las rejas y se asomaban a los quicios. Los más valientes se colocaban en medio. 'La Roja' corría hacia ellos, originando que aquella masa humana trepase, cual marea, mientras los que se iban quedando atrás descendían a su vez. Producía rara sensación el vaivén de la multitud, que culebreaba con ondas de pánicos y de atrevimientos medrosos al paso de la vaca que, aburrida de semejantes desmaños, entraba en aquel improvisado coso, y después correteaba por él.

    Alejado por el momento el peligro, algunos empezaban a llamar a las otras vaca, que junto con los cabestros salían, y sucedíase entonces un espectáculo bochornoso: los que se iban poniendo a salvo, luego de cruzar sobre el ganado, corrían detrás soltando garrotazos de la manera más salvaje que se pueda concebir. Las vacas, aterrorizadas, buscaban a los cabestros, quejándose bajo una lluvia de castigo. Pasaban una y otra vez, arriba y abajo y en medio del túnel de los palos implacables. Raramente se paraba una vaca a plantar cara. El terror aventaba a los crueles, como a puñado de ratas, que regresaban enseguida con una procacidad increíble. Los flancos de las vacas se estremecían. Esos mismos flancos que algún tiempo atrás habían recibido las caricias de las pezuñas de sus hijos, los erales. Dolía la escena: las bravas y nobles vacas atacadas por una jauría de perros cobardes. Como yo.


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    Una hora duraba aquella salvajada. 'La Roja' salía del coso y caía se levantaba de nuevo, bajo un terrible vapuleo, arrastrando los cuartos traseros, pero volvía a caer y a mugir lastimeramente. Tal vez pensaba en la llanura en la que pacía, en el arroyo en el que hundía su belfo, para beber su agua; en el olivar, redondo de sombra, rumiando su hierba; en los fecundos empujones de su toro, que la dejaba erizada de ternura y curvada con la fuerza de la maternidad. Ya no se quejaba. Las demás vacas llegaban desde la calle, y los verdugos de 'la Roja' empezaban a correr.

    Mientras se cruzaban con 'la Roja', la miraban largamente, como con aires de venganza. 'La Roja' seguía mugiendo, pero hacía un último e inútil intento por levantarse ‘¡Matad a esa vaca de una puta vez! ¡¿No veis que está sufriendo?!’ Gritaba de pronto Ruiz. No le hacían caso, pero cundía la novedad del grito y enseguida encerraban en la plaza a las otras. Los verdugos de 'la Roja se acercaban a ella y les daban un golpe más, como de despedida. ¡¿Queréis dejarla ya, joder?!’, gritaba de nuevo Ruiz, abriéndose paso hacia donde se hallaba el pobre animal. Uno le tocaba los cuernos y 'la Roja' movía de un lado a otro la testa y lo aventaba como a mosca. La calle se iba llenando de mugidos lastimeros, y a su vez iba adquiriendo el color de la angustia.

    Seguidamente llegaban el alcalde, el veterinario y el vaquero. El veterinario empezaba a examinar a 'la Roja', que volvía la testa; conocía bien las manos amigas que la examinaban. ‘¡Sujetarla!’, decía, autoritario, el alcalde. El veterinario decía un conciso no, pero dos bestias se echaban contra ella, cogiéndola fuertemente de los cuernos; 'la Roja' los zarandeaba. Pero otros dos, iguales de bestia, se añadían, y entre los cuatro le aplastaban la testa con los pies. El resuello de su nariz levantaba polvo, y sus labios, oprimidos contra el suelo, dejaban escapar mugidos sofocados. Y tiernos también, ahora que su ‘médico’ estaba a su lado.

    ¿Por qué la sujetaban? No quería hacer daño. Mirar sólo con ojos de gratitud. El veterinario miraba al alcalde, sin comprender ‘las razones apremiantes’ que exponía: ‘¡me cuesta mil duros si se mata!’. El veterinario decía que había que curar a la vaca, pero el alcalde no le echaba ninguna cuenta y se daba media vuelta. El veterinario insistía, hasta que, finalmente, declinaba ante la primera autoridad local.

    Y entre tanto, la gente de la plaza a su aire: ‘¡¡otroooo tooorooo, señor alcaaaalde!!’. El cabecilla alzaba la cabeza y miraba con gravedad cómica, como si fuese el único que tenía sentido de la responsabilidad. El vaquero quería terciar. ‘¡Basta ya!’, gritaba el alcalde, fusilándole con la mirada: ‘¡pero podías haberme traído un ganado más resistente!’

    De pronto, aparecía un hermano del alcalde, quien le decía algo al oído señalando la vaca. ‘¡Matarla!’ Gritaba otra vez el alcalde, excitado por la seguridad de su propia importancia.

    Y a todo esto, aquéllos cuatro seguían empujando la testa de 'la Roja contra el suelo, sin importarle el dolor que sufría el animal. Como si la crueldad fuese una carga ligera de llevar. ‘¡Soltarla!’, gritaba el hermano del alcalde, empuñando un cuchillo. 'La Roja' movía la testa, sin fuerzas. Medio muerta intentaba apuntillarla. El arma cruzaba el aire, una, dos veces, rajando el silencio sobre la calle. La luz destellaba, herida, en el resplandor del cuchillo. Y de pronto, 'la Roja' dejaba de mugir, sacudiendo la testa a cada cuchillazo. Y fundido ya el relé de la voluntad, la sangre brotaba negra. Podía oírse un siseo, como de no saciado. Ruiz intervenía de nuevo, se iba hacia el hermano del alcalde y lo zarandeaba, pero éste le plantaba cara agresivo: rojos el puño y el acero.

    Al poco aparecía el matarife, provisto de puntilla: atenazaba con una mano experta los cuernos, levantaba el puñal, y con la otra mano daba el puyazo mortal. 'La Roja' caía de un golpe, como si todo el universo cayese sobre ella. Y no sabía por qué, pero en ese momento pensaba en Lola, sobresaltado y angustiado.


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    Luego
    de almorzar, Ruiz y Juan vinieron a buscarme. Yo no había acabado aún de vestirme. Ruiz me preguntó: 

    ____¿Aún estamos así? Las señoras esperan, y la capea empieza a las cuatro en punto. Aunque lo de 'en punto' no se lleva a muy a rajatabla en este pueblo –me miró y sonrió, como buscando mi reacción.
    ____Te gustarán los burladeros que han improvisado –agregó, por añadir algo, al no obtener respuesta alguna.

    Ni 'mu' al incidente de la tarde del día anterior, como queriendo ignorarlo, como si lo quisiese olvidar. Y sobre la capea, hablaba atropelladamente, y más aún Juan, cuando se nos acercó.

    ____¿Puede saberse qué es lo que te propones? -quería saber Ruiz, aprovechando un momento en que podíamos hablar, sin que nos escuchase Juan.

    ____Salvarme –respondí.

    ____¿Por los procedimientos de ayer? 

    ____Por cualquier procedimiento que.

     ____Supongo… -me miró a los ojos a la vez que empezó a mover la cabeza- …que hacer que reflexione un loco es una locura.

     ____Y supones bien –le devolví la mirada.

    Y esto fue todo lo que hablamos en aquella ocasión.

    A las cuatro y seis llegamos los tres a la casa del juez. Todos los balcones estaban repletos. Lola y López estaban en el principal. Miré a Lola y desvió la cabeza. Ruiz. Juan y yo nos quedamos en el vano de la puerta de la entrada de abajo. En todas las salidas de escape habían clavado palos, a cuarenta centímetros unos de otros, entre los que resultaba fácil escurrirse si se presentaba una situación de peligro.

    A las cuatro y diez comenzó la capea. Ya habían metido a las vacas en un callejón, que se abría a la plaza y al que colocaron un vallado con una puerta metálica. En cada entrada, había un burladero igual al nuestro. Varios sacos de arena taponaban los escapes. Iguales burladeros habían colocado en los lugares más estratégicos, con la idea de que pudiesen servir de refugio en un caso de necesidad. Barbaridad de gentes se apiñaban en aquel tenderete, y tanto balcones como tendidos, crujían bajo el peso de una masa humana multitudinaria.

    El sol prensaba aquel recinto como barra de fuego cuadrangular, que escapaba derretida en los callejones y se solidificaba en los soportales a la sombra. El alcalde miró al vaquero, y la primera vaca salía a la plaza. Se producía una desbandada general. La vaca embestía al estremecimiento que los cuerpos dejaban en el aire. Las madres gritaban al susto, y los hijos rompían a llorar. La vaca se quedaba en la arena: caliente de sol y blanca de luz. La citaban desde un carro, y ella corneaba las ruedas, dejando en los radios un expectante rodar de ruleta. Y la citaban desde las rejas, al amparo de las columnas, y a todo acudía, sobrada de furia y sonora de fuerza. Galopaba en los soportales abriendo un generoso río de su bravura un margen de pánico, abanicada por el aire de los engaños, herida de palos, y lanzando a derecha e izquierda el agrio son de sus cuernos. Sorprendía a un grupo que se apretujaba a la entrada de un burladero. Derribaba a uno con el costado, sin herirle y sin pararse en su carrera; caras blancas y gritos rojos ahogaban ese segundo de angustia. Luego, dejaba el cauce de los soportales y llevaba de nuevo el agua clara de su fuerza a la arena. 

    El compás de la audacia medía círculo, cada vez más estrecho, y el compás del miedo, había inscrito ya su gran circunferencia de gruesa línea en el coso. Y todos gritaban, al unísono: ‘¡¡eh, vaca, eh vaca!!’. Uno de los torerillos irrumpía en la arena y le daba un pase embarullado, pero la vaca le quitaba el paño y lo perseguía propinándole un puntazo de risa en el trasero. Pero enseguida se cansaba de capotes torpes y regresaba otra vez al jolgorio de los soportales, lanzando a un lado y otro sus cuernos, como jugando con ellos.



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    De pronto, Ruiz y Juan decidían tomar parte activa en la capea: Ruiz, con un valor entre temerario y prudente, y Juan, con ese aturdimiento habitual suyo. Desde un balcón, sus esposas, con los ojos humedecidos, los perseguían con súplicas y ruegos. Pero ellos sonreían con desplantes juguetones de macho, enardecidos por la solicitud de las hembras. También yo quería dar al menos un pase. Giré la cabeza hacia donde estaba Lola.


    ¿No sufres por mí, después del daño que me has causado?


    Me dije para mi interior. Empezaba a estar triste. Mientras tanto, la vaca trotaba derrochando nobleza contra cientos de sombras engañosas, limpios de muerte los cuernos.

    ¿Y qué lograba con hundirlos en unas entrañas? ¿Y qué lograba yo corriendo tras las oscuras chaquetas de los que me habían hecho daño? ¿Qué cogiendo la vida de Lola por la cintura? Había puesto momentos en mi vida, pero con la gracia fraudulenta de un capote, llevándome en pos de sí con un redondo de verónica. Pero ahora no se me iba a escapar. La amaba, aun desgarrada. Como el toro debe amar al torero después de una cogida mortal. Pero la amaba tanto que su ternura me daba largas toreras.

    Una hora permanecía trotando la vaca en los soportales, hasta que terminaba por caer, rota de fatiga. Y algunos, como con 'la Roja' la acosaban a palos. Se levantaba mugiendo, pero volvía a caer. Y la gente: ‘¡¡otroooo toorooo!, ¡señor alcaalde...!! otrooo tooro, señooor alcaaldee…!!’.

    El trencilla miraba de nuevo al vaquero, y enseguida empezaban a entrar los cabestros al coso, que se llevaban a la vaca tras sí. Las restantes aguardaban en el callejón.

    Y salía la última vaca. El sol citaba con su capote torero al último toro, que tiraba derrotes con los cuernos del Menguante. Era una vaca nerviosa, recién parida, con afiladas defensas, pero floja de patas. Tan pronto salía, se echaba; no quería colaborar. La gente miraba el balcón principal: ‘¡¡otro toooorooo, seeñooor aalcaaldee!!’.

    El alcalde dudaba, y Ruiz, Juan y yo nos dirigíamos hacia los que paleaban brutalmente a la vaca caída. Tuvimos que refugiarnos en un burladero, habidas cuentas de que la vaca recibía a la defensiva. Se levantaba, pero volvía a caer…

    ¡Cabestros!’. Parecía que el cacique decidía prolongar la fiesta, y la sobrera aparecía. Ruiz y yo nos quitamos de en medio, pero Juan estaba ya dispuesto para darle unos pases. ‘¡¡No, que has bebido!!’, gritaba su esposa. La vaca se giraba en el momento en que se levantaba la otra. Un denso silencio de angustia caía sobre la plaza, taponando todas las bocas. La vaca se detenía y el silencio se convertía en horror. Juan volvía la cabeza y, al ver el nuevo peligro que le acechaba, tiró el engaño y echó a correr. Un metro apenas. El horror reventó en dolor. La vaca que había arrancado lo prendía del muslo y lo lanzaba al aire, cayendo al suelo. Intentaba levantarse, pero lo que hacía era ofrecerse por segunda vez, y la vaca lo embestía de nuevo. Yo estaba a escasa distancia, pero no me explicaba cómo había ocurrido eso. 


    Amar es un deseo de morir en otro. Tú no tendrás ya que odiarme. Sé feliz. Yo descansaré en la muerte, y libres y liberados los dos: tú, con tu vida estrecha; y yo, con mi ancha muerte


    Me fui hasta donde estaban Juan y la vaca, y la desvié con un quite. Mientras observaba cómo se llevaban a Juan, la vaca me daba un cornalón en un muslo, pasándome por encima un olor a



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    vaho. Lola no dejaba de mirar hacia donde me encontraba. Me levantaba dolorido y aturdido. Los ojos de Lola seguían mirando. Dos mozos, que aparecían de pronto, me palpaban y hablaban. No entendía lo que decían y quería detenerlos, pero, finalmente, me llevaban en volandas.


    ¿Por qué seguías mirándome?


    Todo se había puesto oscuro, pero en los ojos de Lola había luz. Llegaba Ruiz y me decía: ’Alejandro, tienes sangre en un muslo’. ‘No es nada’ le respondía, me levantaba y me acogía de la mano de Ruiz, en un burladero. Lola parecía disfrutar.


    ¿Me odiabas hasta esos extremos? Tendrías que amarme como yo a ti para borrar tus miradas de mis recuerdos; como yo que, por amarte, busqué el toro de la muerte

    ____¿Cómo se encuentra Juan? –le preguntaba a Ruiz.

    ____Aún no lo sé –respondía.

     Pero en ese momento cuatro mozos lo subían con dificultad por las escaleras de la casa del juez. Amarilla de muerte y negra de suciedad llevaba la cara.


    ¡Seguro que hubieses querido que en lugar de Juan fuese yo, ¿verdad?! ¿Por qué?


    ¡Fuera titubeos! Lola tenía que amarme, borrar con sus besos mi amargura; sus besos cortarían las amarras del pasado. Nada iba a recordar desde entonces. Mi vida empezaría en la línea de sus labios, y nada en el ayer. Si tenía fuerzas para odiar, las tendría también para amar. Como yo la odiaba con un amor implacable. Del amor al odio sólo hay un paso; y esto tiene peso.

    Desde lo alto de la escalera se oía a Antonia llorar. En su cara, blanca de terror, había desaparecido el color. Su vida entera se había metido en el vientre. Parecía haberse quedado sin sangre. Los ojos de Lola, en cambio, estaban secos.

    Piedad para todos. Y para mí, nada. La crueldad se emplea con más dureza en quienes aman. En las madres, no.

    Dejaban a Juan sobre la cama del dormitorio del juez.

    ____Salid todos. Tú también, Antonia -ordenaba Ruiz.


    Antonia lo miraba largamente.

    ____De acuerdo. Quédate –le decía Ruiz.

    Y nos quedamos los tres. La noche entraba por la ventana. En el horizonte se iban consumiendo las últimas ascuas del Poniente.

    Ruiz rajaba el pantalón de Juan, dejando la herida al descubierto. Se podía ver un profundo agujero en la cara anterior del muslo. Me miró, y el terror agolpó la noche en el cuarto.

    ____Enciende la luz –me ordenaba Ruiz.

    Me volvía y pulsaba el conmutador. Y la noche escapaba como un animal, dejando la habitación estremecida. En el piso inferior podía escucharse un lamento: era el llanto inconsolable del hijo pequeño de Juan. ‘¡Papaíto, papaíto!’ Besos y senos consolaban al niño. Se oía lejana a la gente, ajena a la tragedia: otroooooo tooooroo, señoooor alcaaldeeee.

    De pronto, Lía entraba en la habitación.



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    ____He puesto… ¡ohhhh, Dios mío! –apartaba la vista- …agua a hervir –terminaba lo que iba a decir, sobrecogida.

    ____¿No han traído mis cosas? –preguntaba Ruiz a Lía. 

    ____No –respondía. Pero justo en ese momento, una mujer joven llamaba y entraba al dormitorio, portando un maletín.

    Ruiz me hacía una seña significativa, y entonces preparaba yo todo el instrumental, apresuradamente

    ____¿Qué te parece? -me hablaba en voz baja.

    ____Muy mal. Lo mejor es taponar, y llevarlo urgente a Sevilla, al ‘Virgen del Rocío’ –respondía, en el mismo tono.

    ____Pero no resistirá. Son casi tres horas de viaje.

    ____Pero tenemos que intentarlo.

    ____¿Qué ocurre? –preguntaba Antonia a Ruiz,

    ____Todo va bien. Pero es mejor que esperes afuera.

    Y de nuevo se quedada. 

    Me asomaba a la puerta y llamama al juez.

    ____¿Grave? –me preguntaba.

    ____Sí. Que traigan un coche. Hay que llevarle a Sevilla.

    Ruiz y yo actuamos rápidamente, pero la sangre salía a chorros. Y en ella quizá galopaba la muerte, lejos del alcance de nuestros medios.

    A los cinco minutos se asomaban a la puerta.

    ____El coche espera –dijo el juez.

    El coche era negro. Negros nos vimos para llevar a Juan al coche a través de los negros y desiguales peldaños. La sangre brotaba negra. Negro era el viaje hasta Sevilla. La esperanza de vida de Juan se me antojaba negra. De rubia borrachera, a negra resaca. Las negras vacas mugían justicieras. De cirios negros, esa noche negra se engalonaba. Negro me tenían ya aquellos... ‘ootrooooo toooorooo, seeeeeñooooeer alcaaaaldeeeee’.

    Antonia y un hermano de Juan, que había llegado al pueblo para pasar las fiestas, iban con Juan y el chófer en un mismo coche.
    Cuando el coche partía, Ruiz se me acercaba y me decía:

    ____Al menos, hemos hecho todo lo posible.

    ____Así es… -respondía yo.

    ____Pero ahora, menos ocupados, déjame que le eche un vistazo a tu herida. Has perdido mucha sangre, Alejandro.

    ____Ya te dije que no era nada.

    ____Déjame al menos que te ponga un anti-gangrena y vendaje.
    ____Ya me lo pondré yo.

    El cura, cómo no, aparecía y se me aceraba. Quería saber cómo seguía el herido. Le informaba. Pero no pensaba ya en Juan. Lola estaba allí, perdida entre confusiones y voces. Me fui hacia ella.

    ____Es necesario que hablemos –le dije.

    ____No tenemos nada que hablar –dijo y se giró, empezando a caminar. La cogí del brazo.

    ____Tenemos que hablar más de lo que tú piensas –añadí.

    ____Y además ahora… –agregó.

    ____¿Y cuándo mejor? Con todos estos horrores. Supongo que no te espantarán.

    ____¿Qué quieres decir?

    ____Nada. Vamos ya.

    ____No iré.

    ____Vendrás –la miré, furioso.

    Me devolvió la mirada, sumisa. Y temerosa también. Respondió:

    ____De acuerdo.


    No sabía qué la inclinó a decidirse: si mi furiosa mirada y mi tono enérgico, o el deseo de zanjar, de una vez por todas, nuestros asuntos particulares. Y como los ánimos habían caído bajo mínimos, después de todo lo variopinto ocurrido en aquella odiosa tarde, nadie se dio cuenta de que salíamos de la casa del juez



    (FIN CAPÍTULO 19)
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    20


    Una vez en la calle, Lola iba delante mía. Sin premeditarlo, nos encaminamos hacia el mismo lugar en el que pocos días antes habíamos contemplado juntos el crepúsculo. Aire fresco llevaba las sombras de un lado a otro, como niebla. Se ceñía a la silueta de Lola haciendo flamear su abrigo de entretiempo. Iba mirando hacia el horizonte. Una piara de cerdos se hallaba en un encinar cercano, sobre la cumbre de un altozano.

    Cruzamos la ría, que aún descifraba los enigmas que habíamos dejado la otra vez. Las ranas seguían croando. Pero se callaban. Pensarían que la voz era prioritaria. Pero no producía voz alguna, ni de Lola ni mía. La poca agua que había en la ría, empezaba a moverse debido al efecto caída de un chino, provocando círculos concéntricos. Y la luna en el espejo de la ría se descomponía en añicos reverberantes.

    Lola caminaba con ese paso firme de mujer decidida. Iba a poca distancia de mí; la que consideraba ‘prudente’.

    Llegamos a la carretera, se giró en redondo y me preguntó:

    ____¿Qué era lo que con tanta urgencia querías decirme?

    Iba a contestarle ‘nada’, pero pensaba que era ridículo. Decirle ‘¿qué?’, no procedía. No retenía en cabeza las conversaciones, pero tenía que hablarle. Sentía necesidad. Pero en la palabra no había pensado. ¿Hacía falta para entenderse? ¿Era el lenguaje el principio del mundo? ¿Y en los animales? Pero Lola, impaciente, esperaba que dijese palabras; estúpidas palabras sin sentido, y todo lo demás no importaba.

    ____¿Hasta cuándo va a durar esto? –sin embargo, respondí, al fin, con ésta pregunta.

    ____¡Eso mismo debes preguntártelo a ti! ¡¿Puede saberse qué te propones con tu odiosa conducta?! –me preguntó, airada aún.

    ____¡Salvarte!
    ____¡¿Echándome mierda encima como ayer?! –sonrió, irónica

    ____Poniendo amor en tus ojos, en vez de sangre –respondí.

    ____¿Qué quieres decir? –me preguntó, a la vez que la cara le iba cambiando de color.

    ____No te hagas la tonta. ¿Qué clase de amor sientes por López? ¡¿Acaso le amas?! –iba enfureciéndome por momento.

    ____¡Sí, le amo! –respondió, en exclamación retadora.

    ____¡Mientes! ?No caben amor y muerte en unos mismos ojos! ¡Ni grandes siendo, como los tuyos! ¡Y tú ojos han querido mi muerte esta tarde!

    ____ ¡¿Mis ojos?! ¡¿Tu muerte?! ¡¿Yo?!

    ____¡Sí, tú! ¡Y no me lo puedo creer! ¡Tú! ¡Mi Lola!

    ____¡Mentira! ¡Pero aunque fuese verdad, tú quieres matar mi reputación! ¡Y antes muerta que difamada!

    ____¡Ya lo estás! ¡Sólo te interesa que los otros no lo sepan! Tus amoríos con López y tus miradas de esta tarde: la codicia y la muerte. ¡Amigas, sí, pero enemigas también!

    Mis labios temblaban de forma constante, y sólo acudían a ellos los más horribles insultos.

    ____¡Si me has sacado de allí a la fuerza para insultarme, será mejor que me dejes marchar! ¡Notará mi ausencia y…! –me dijo, de pronto.

    ____¡Y… qué! ¡Qué miedo! ¡La verdad es dura, pero no es un insulto! –la interrumpí.

    ____¡Para un bruto como tú, sólo la grosería es verdad! ¿No te has dado cuenta aún de que todo lo tuyo me molesta? ¡Sobre todo, que te metas en mi vida! ¡¿Quién eres tú para pedirme cuenta, para hablarme siquiera?! ¡Ojalá que no te haya conocido nunca! ¡Siempre que te acercas a mí es para mancharme! ¡Y ya no puedo resistir más! ¡Te exijo que todo esto acabe ya! ¡¿Tan difícil te resulta de comprender?!

    ____¡No puede acabar! –respondí.

    ____¡¿Qué no puede acabar?! –preguntó, nerviosa, a la vez que se plantó de nuevo frente a mí, retadora.

    Nos habíamos ido alejando. La carretera se desperezaba poco a poco tendida en la llanura. Un pájaro escapaba del enmarañado ramaje de un árbol y volaba aturdido en la oscuridad blanca. La luna replegaba sus afiladas cuernas en lo más alto, y la noche desplegaba en el aire su gran manto, guarnecido de estrellas.

    ____¡Ya te dije en una ocasión que hay cosas que sólo terminan con la muerte! –la miré.

    ____¡No tienes ningún derecho a molestarme!

    ____Yo no hablo de derechos. No he pensado en eso. Nunca les pregunté a quienes me hicieron daño el derecho que ejercían sobre mí. Ni a ti te lo voy a preguntar –me calmé un poco.

    ____¡¿Qué yo te he hecho daño?! ¡¿Yo, que desde que llegaste a este pueblo no he hecho otra cosa que sufrir permanentemente los azotes de tu intemperancia?!

    ____Mentira. Lo único que has hecho ha sido burlarte de mí. Pero eso no importa. Mi amor está por encima de tus mezquindades. No me voy a arrepentir del sufrimiento que te cause. El dolor te va a hacer ver claro. Te amo y lo demás no importa.



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    ____¡¿Cómo puedes hablar tú de amor?!

    Llegamos al puente del río. Un arroyo cercano ensartaba con sus hebras balbucientes, de una en una, las esmeraldas cubiertas de verdín, de inmundicias…

    ____¡¿Qué cómo puedo hablarte de amor?! ¡Mejor que tú! ¡Yo te enseñaré lo que esa palabra significa! –de nuevo me enfurecí.

    Me volví hacia ella, que levantaba las manos, pálidas de tímidas repulsas.

    ____¡Yo te enseñare! ¡Yo te enseñaré…! –repetía.

    La cogí de los hombros, sin que lo pudiese evitar, y la zarandeé. Ciego de rabia, de celos, ciego de amor… ¡Ciego!

    ____¡Eres mía! ¡¿Lo oyes?! ¡Mía!

    Su cabeza, de bien cuidada melena, oscilaba sobre el cuello. La estreché entre mis brazos…

    ____¡Déjame! –gritó, jadeante-. ¡Déj…!

    Mis besos ahogaron su voz. Pero de pronto se quebró. ‘Mía, y de nadie más; aun en el escándalo’, pensé.

    Su desfallecimiento duró poco. Se sobrepuso, y me insultó y me golpeó en el pecho y en la cara con los puños cerrados, mientras la besaba a intermitencias. Después la levanté en vilo.

    ____¡Canalla! –gritó pataleando, arañándome y golpeándome por todo el cuerpo y me escupió. Instintivamente, sacudí la cabeza: tibia corría la sangre sobre mis mejillas, a la vez que Lola hizo un intento por huir.

    Luché por cogerla de nuevo, pero se zafaba sacudiéndome en el cuerpo con un zapato que se había quitado.

    ____¡Eres un cerdo! ¡¿Lo sabes?! ¡Uuunn ceeeerdoooo! ¡Y estáas locooo! ¡Looocooo deeee reeeemaaateee…!

    ____Si por amar estoy loco, me encanta mi locura –respondí y, de enérgica reacción, la atrapé y salimos juntos, sujeta por la cintura, hasta la carretera. Empujándola nos introdujimos entre los trigales.

    Sus pupilas grises estaban blancas de terror y desesperación. Su cuerpo se quedó quieto, y los puños que me golpeaban cayeron lacios. En sus labios se cuajaron los insultos. De nuevo se había desmayado. Ya no tenía duda: ‘¡salvarnos!’, sólo en eso pensé.

    De pronto, alguien pasó por la carretera. Se paró para mirar y aceleró los pasos, nuncio del escándalo. Pero en el pueblo nadie iba a pensar que yo era violento. Yo no lo iba a decir y a Lola no la creerían. ¿Quizá López? No. ¿Quizá Ruiz? Tal vez...

    Lola despertó para caer en la pesadilla de mi presencia y de su descalabro. Me insultó atrozmente. Finalmente, la dejé escapar. Empezó a caminar con paso rápido y la cabeza caída sobre el pecho, la noche toda apoyada en sus hombros.

    ___¡Lola! –grité en la misma dirección en que caminaba-. ¡¡Hoy empieza nuestra felicidad!!

    Desde donde se hallaba me lanzó una mirada furibunda, pero no respondió. 

    Apenas la perdí de vista, bajé al río, empapé el pañuelo en agua y me lo pasé por la cara, ensangrentada. Luego lo até al muslo herido, que no paraba de sangrar. Cuando acabé, lento me fui hacia el pueblo, saboreando mi gesta. Aun todo lo ocurrido me hallaba alegre. ‘Nadie me la va a quitar’, pensé.



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    Le reconocí enseguida. Venía hacia mí con paso de hombre que sabe la verdad. Pero verdad desvirtuada; ni la de Lola ni la mía. La verdad de las murmuraciones.
     

    ____¿Me buscabas quizá? –le pregunté, cuando estábamos frente a frente, sonriendo.

    ____Esta vez has ido demasiado lejos –respondió, circunspecto, siempre circunspecto-: quiero hablar contigo. Pero no aquí, en tu casa -añadió.

    ____Donde quiera ‘Su Excelencia Don Víctor’ –repuse irónico, a la vez que empecé a reír.

    Caminamos en silencio. En aquella improvisada plaza de toros seguían hostigando a las vacas, que no se llevarían hasta el otro día. En todas las casas, preparaban ya la cena. La cazuela de las murmuraciones estaba en plena ebullición. Sólo al ‘mariquita del pueblo’ encontramos en el trayecto; que, después de mirarnos, apresuró el paso. Corría casi. Sin duda, quería ser ’la primera’ en dar la noticia como primicia: ‘¡los dos galanes van juntos; ni Dios sabe qué puede pasar!’.

    Llegamos a mi casa y sobre la marcha entramos a mi despacho.

    ____Es corto lo que tengo que decirte: ¡eres un canalla! –largó, con cara desencajada y ojos enfurecidos, tras las gafas.

    ____Tranquilízate –le dije, burlón. Y añadí-: tu indignación me da risa, de modo que puedes ahorrarte los insultos.

    ____No eres precisamente tú el más indicado para dictar normas de conducta ejemplarizantes.

    ____Ya te dije que dejases en paz a Lola, que la amaba y que…

    ____¡Tu amor es un insulto! -me interrumpió.

    ____¡Qué dramático! –le dije, y agregué-: ¡y pensar que querías casarte con ella! ¡Pero, por suerte, eso no ocurrirá! ¡Lola es mía! ¡Óyelo bien! ¡Mía! -le cogí de la solapa-. ¡Qué sabrás tú de amor! ¡Dile ahora que la amas! -lo empujé despreciativamente.

    ____¡Ahora es cuando más la amo! –chilló, sin dejarse avasallar-. ¡Me tiene sin cuidado lo que digan de ella! ¡Ya me encargaré yo de divulgar que el culpable de todo has sido tú! –agregó.

    Lo miré, desconcertado, sin saber qué responder. Pero él sonrió, con aires de triunfador.

    ____¡Sólo a un miserable como tú se le ocurre creer que por eso voy a dejar a la mujer que amo! ¡Y no la dejaré, si ella no quiere! –añadió, de nuevo, aprovechando mi silencio.

    No bien acabó de pronunciar sus últimas palabras, me abalancé sobre él. Pero fue más rápido que yo y de un certero puñetazo me derribó al suelo.

    ____¡Si tienes algo más que añadir, te espero en el puente! ¡Allí, donde la ultrajaste, voy a acabar de romperte la cara! –y luego de eso, salió de mi despacho, dando tras sí un portazo.

    Me pasé el dorso de la mano sobre los labios ensangrentados. La puñada que acababa de recibir coincidía del mismo lado de uno de los zapatazos que recibí de Lola. La reacción de López fue tan sorprendente que durante un momento quedé desconcertado. ‘¿Es que aun todo lo que está pasando y lo que puede pasar me la va a quitar?’, me dije para mi interior. Sentía a una furia fuera de lo común, enloquecedora.

    Entonces, nervioso, revolví el escritorio. Pero, de pronto, recordé que lo que buscaba estaba en mi cuarto. Subí y saqué del ropero un zurrón: la pistola y la caja con balas que no había llevado a Ríos reverberaron en mis manos. La cargué, aun temblor en mis dedos, y salí de allí hacia el puente. Nada iba a detenerme ya.

    El puente se encontraba a unos trescientos metros de mi casa. No quería pensar. Sólo dos palabras golpeaban mi cráneo: ‘¡¡le



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    mataré!!’.

    La noche era clara. El notario esperaba apoyado en el pretil. Al verme a lo lejos, se puso en medio de la carretera, no sin antes, metódico siempre, quitarse las gafas y dejarlas sobre el asfalto. Me detuve a unos seis metros de él. No hablamos. Sólo apreté el gatillo, y López se tambaleó, dijo algo y enseguida se llevó una mano al hombro.

    De pronto, fuertes chillidos me hacían girar. Ruiz venía corriendo hacia donde nos encontrábamos.

    ____¡¡Estáis locos!! ¡¡Estáis locos!! -gritaba, jadeante.

    Apenas llegó hasta donde López y yo nos encontrábamos, de un fuerte tirón me arrebató la pistola y después se fue en auxilio de López, que estaba tumbado sobre el suelo.

    ____¡Además de muy ‘valiente’, te recuerdo que eres médico! ¡Hay que llevarle enseguida a tu casa! -me reprendió en un tono de voz que no admitía réplica. Puso su pañuelo sobre el hombro de López.

    Le cogimos cada uno de un brazo y empezamos a caminar. En el trayecto nos cruzamos con dos personas. López se erguía, como si nada, mientras nos miraban. Era un matrimonio influyente del pueblo. Ruiz, mostrando una sonrisa forzada daba explicaciones: ‘ha bebido más de la cuenta por las fiestas’. Pero la señora no parecía creerlo y por sus gestos podía deducir que ya empezaba a hilvanar…

    Casi al final del trayecto, la cara de López se puso blanca. Sobre la carretera iba quedando un reguero de sangre.

    Aunque sangre derramase y caminase con paso débil, me había vencido. Incluso de haber querido, podía haberse reído de mí. Yo no era sino un tipo despreciable. Y López me trató como él sabía hacerlo: educadamente como un ser civilizad a un salvaje. Y con la impotencia de un salvaje odiaba yo a López.

    Dejamos la carretera y nos desviamos hasta mi casa. Socorro se hallaba enfrascada en la cena y no se percató de que entramos. Pasamos directamente a mi despacho.

    ____¡Coñac! –me ordenó Ruiz.

    López bebió del tirón la copa que le puso Ruiz en los labios.

    ____Tenemos que curarle rápidamente. Prepara el instrumental

    me ordenó Ruiz, mirándome.

    ____Un momento, por favor –dijo de pronto López, con voz débil pero firme-: nadie más que nosotros tres tiene que enterarse de lo que acaba de ocurrir.

    Y sin que nos percatásemos se apoderó de la pistola, que Ruiz había dejado sobre la mesa. Ruiz lo miraba, asustado. Pero yo sonreía. Me hubiera hecho un gran favor si me hubiese matado. Pero, evidentemente, sus intenciones eran muy diferentes.

    ____Aquí sólo ha ocurrido un accidente. ¡Esto! -y disparó contra la pared. La bala rebotó, y casualmente fue a caer en uno de los cajones del armario que había quedado abierto después de mi angustiosa búsqueda de la pistola y la munición.

    ____No necesito tu generosidad -le dije.

    ____No pensaba en ti, sino en Lola –de nuevo me comió la moral.

    Sin embargo, no satisfecho, pus en mis palabras salía de nuevo a escena, en forma de pregunta:

    ____¿Es esto lo que llaman los circunspectos como tú portarse como un caballero? 

    Me miró, pero no respondió.

    Socorro acudió enseguida, alarmada por la detonación en la paz de sus quehaceres domésticos. Nerviosa, golpeó repetidamente la puerta del despacho.

    ____¡Taujté ahí, jeñó dojtó? ¿Lacurrío argo? ¿Cajío eje ruío?

    Ruiz entreabrió la puerta, asomó la cabeza a través del hueco y le dijo, con cara sonriente:

    ____No es nada, Socorrito. Estábamos revisando una pistola de caza y… bueno, pon a hervir un poco de agua –le contestó.

    ____¡Ya voy, don Pepe! ¡Dió, Virgen Janta, várgame er jielo!

    Y se alejó dejando un reguero de jaculatorias.

    Acudió un vecino, pero Ruiz lo despachó con habilidad.

    ____Un pequeño accidente. Gracias -y cerró la puerta.

    López tenía perforado un hombro, pero la bala no había dañado ningún órgano vital, por lo que la herida sanaría pronto.


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    Mientras salían, López, en un gesto caballeroso, tendió su mano. No secundé su intención. Pero cuando cruzó el umbral, de Ruiz acompañado, dije en voz baja: ‘hazla feliz’.

    Me escuchó, a juzgar por la tierna mirada que me envió, pero no dijo nada. Y Ruiz también me escuchó, pero se limitó a dar en mi hombro unas palmadas y a decirme que no dejase de curarme la herida en el muslo


    Salí del pueblo esa misma noche, con lo puesto y sin llevarme mis cosas personales. Sólo cogí un dinero que guardaba en mi escritorio. Y como a esas horas no había autobús público, tuve que caminar, a duras penas, aunque descansando varias veces en el camino, trece horas para recorrer los casi cien kilómetros que separaban el pueblo de la ciudad. Me fui sin despedirme de nadie. Me hallaba triste, hundido, solo, atormentado, desamparado… y enamorado sin ser correspondido. Solamente me acompañaba en mi rápida estampida una cauda lastimera: ‘el nombre de Lola iba ya de boca en boca, inútilmente’


    (FIN CAPÍTULO 20)
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    Epílogo


    Felix viene a mi habitación todas las mañanas y todas las tardes para hacerme compañía. Se sienta en el borde de mi cama y me habla. No presto atención a lo que dice, pero me agrada oír su voz. Estoy sumido en mis cavilaciones, los folios desparramados sobre la cama, y su voz suena como una lluvia suave, como un gorgoteo…

    Esta mañana he sido perverso con él porque le dije que estaba escribiendo mi testamento. Pero su curiosidad pudo más que su discreción y me preguntó que por qué. Creo se ruborizó antes de preguntarme. No sé si dije eso por sobresaltarle o por el placer de poner de nuevo a prueba su cariño. Me conmueve su mirada tierna. Incluso se le agolpan lágrimas en los ojos. Es placentero el tener a nuestro lado a alguien que nos quiera. A mí, que he recibido en mi vida tan pocas y fugaces muestras de cariño, me place provocarlas. Sé que soy cruel por obrar así, pero no puedo evitarlo. Desde que tengo uso de razón, me he desenvuelto en una misma determinación: desgarrándome yo y desgarrando a los demás en mi desgarramiento.

    Aprecio a Felix, pero mi aprecio es irremediablemente igual: una mirada, una sonrisa… Sé quienes me quieren y los crucifico. Tan bárbara y humanamente los crucifico. Además, añadí que tenía prisas en terminar mi legado porque me quedaba poco de vida. Y es verdad, pero quizás le dije eso por ensañamiento.

    Salió de mi habitación, caída la cabeza sobre el pecho. A punto estuve de llamarle para pedirle perdón, pero no lo hice. Y no lo hice porque su dolor me ayuda a soportar mis lacerías, como una redención. Le he dejado ir y me he quedado con la ternura que tan alevosamente le acababa de rebañar. Y esa ternura se ha quedado ahora conmigo; se la ha dejado el puro al pecador, como un presente purificador, como un evangelio…

    A menudo actúo astutamente con él. E hipócritamente también. Me he censurado esto. Pero no me gusta estar solo. Necesito la tutela de Felix, y la busco. Mis ardides son burdos, y ahora me percato de que son, desde hace tiempo, deliberados. ¿Qué me sucede? ¿El lobo transformado en cordero...? No me reconozco. Mientras permanece en mi habitación, para administrarme algún medicamento, me quejo, y a veces me quejo sin razón con tal de retener su compañía; para que se ocupe de mí le ofrezco, con un impudor ingrato y vergonzoso, el bochornoso espectáculo de mis miserias.

    He pensado en esto en estos últimos días y me he descubierto en flagrante delito de hipocresía. Tenía intención de ser sincero. Pensaba obrar bajo un impulso invencible. ¡Mentira! Desde hace tiempo no hago más que fingir. Y a saber si mi comedia dura ya desde que Felix empezó a distinguirme con su cariño. Ante él me he mostrado como un ser desprovisto de toda virtud. Ya sé que no tengo ninguna, pero mi jactancia le impresiona. He abusado deliberadamente de su debilidad. Me avergüenza el descubrirme una nueva mezquindad mía. Voy a morir, y de mi ocaso no va a quedar nada que me dignifique. Voy a ser sincero. Que a la hora de mi muerte se salve al menos ese jirón: mi sinceridad, el valor de haberme enfrentado a mí mismo. Quiero salir de la vida como entré: desnudo. Que no me abrumen sus resabios. Lo pienso, y hasta el cariño de Felix es fardo pesado de llevar. Ya que la vida ha sido cruel conmigo, quiero morir miserablemente solo. Este podría ser mi apóstrofe: ‘morir encarnizadamente solo’.

    Felix vendrá esta noche y me hablará. ¡Basta ya de desplantes jacarandosos! No me apetece que mientras le diga que me he portado como un villano me ponga sobre el hombro esa mano caritativa y tolerante del... ‘no será tanto’. Siento asco de mí al pensar que he podido explotar esto. Mejor perder lo único que me queda, el cariño de Felix, que soportar la ignominia de no haber tenido el más mínimo rasgo que me salve y por el que se pueda decir: ‘descansa en paz’.


    ¿Algo que ofrecerte?


    ¡Mentira! ¡Mentira cochina! ¿Por qué siempre he de tener lleno de mierda mi corazón? No pienso en ningún rasgo leal y noble. Sé que bajo mi piel de cordero sigue acechando el lobo, y que este rasgo no iba a ser sino un bofetón. 


    El último que te va a dar un hombre que te ama y te odia


    Sacrificaría el cariño de Felix con tal de que la vida se sacie. 


    Para que te sacies tú, que eres la vida misma. Y para que te retuerzas de remordimientos, si puedes! ¡Y ojalá que puedas! ¡Ojalá que no veas en mi muerte, como aquella tarde, un descanso! ¡Ojalá que mi recuerdo te persiga, como una maldición! ¡Y qué llores! ¡Y que tu corazón no sea fértil para recibir la semilla de la felicidad! Mi corazón sufre en el tuyo. Soy un infeliz y un cobarde, y no puedo causarte



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    ningún castigo. ¡Pero en este momento no hay cosa que más desee que clavar mi recuerdo en tu pecho, como un puñal, y darte muerte con él…!

    Felix vino de nuevo esta tarde. Me ha hallado en tal estado de excitación que quiso llamar al médico. Se lo prohibido. Aceptó de mal grado, dejando entrever especial complacencia de últimos favores hacia enfermos graves, como de obligada concesión.

    Después de cambiar unas cuantas palabras con él, no sé la de barbaridades que pude decirle. Lo cierto es que le entregué mis memorias, ordenándole o poco menos que las leyese. Que sepa en realidad cómo soy. Salió de mi habitación con el cartapacio de folios en la mano, mientras yo traté de relajarme y de dormir un poco.

    Todo lo que escribí ayer es confuso. Creo que Felix, finalmente, llamó a mi médico, que ordenó que me inyectasen un calmante. En mi inconsciencia soñé que mataba a Lola, y que yo moría en Lola. Me sentí feliz. ‘Al fin, mía’, me dije. Y ahora, despierto ya, lo pienso: ‘debí matarla y morir en ella’. No sé si esto es justo o injusto, pero lo cierto es que perdí una inmejorable oportunidad en aquella tarde. Pero no soy asesino. Puede que esté un poco trastornado, pero nunca mataría a nadie, ni por amor.

    Felix ha venido a visitarme de nuevo en la mañana de hoy. Ha entrado en mi cuarto con ese caminar silente de para enfermos graves. Se ha pasado toda la noche leyendo mis memorias. Y temprano las dejó cuidadosamente sobre la cama, y sentí como si me pasaran la mano sobre el alma. Pero luego me irrité. Y aún ahora me subleva, y me conmueve, es cierto, y lo digo, el modo paternal y compasivo de dirigirse a mí: ‘hijo mío’. Piensa que he sido injusto con Luz, con Lola y con López, pero sobre todo y más que nada conmigo mismo.

    ____Es usted un buen chico, Alejandro, destrozado de dolor.

    Le dije que no necesitaba su compasión, que me daba asco que se apiaden de mí. Y es verdad. No quiero compasión de nadie. No quiero irme de la vida tendiendo hasta el último suspiro la mano mendiga de las propinas insultantes, esa mano, cansada y lesa por pedigüeña, tendida a los clientes de 'Chotis'. No me importa que digan de mí que he sido engreído. Y no me importa porque la tierra y el cielo se me están quedando lejanos ya.

    Un buen chico’. ¿Me va a quitar este prurito, hombre? Si no he sido bueno ni malo, ¿qué he sido entonces, hombre? ¿Qué me deja para ser, sentir, hombre? ¿Sombras de sueño? ¡No! ¡Tengo esta carne, este dolor, esta alma, este corazón hombre! ¡Déjeme mis culpas, hombre! ¡Déjeme que lleve hasta el final de mis días mi consuetudinario perfil, hombre!

    Esta tarde he echado a Felix de mi habitación, y le he dicho que por ningún motivo vuelva a poner los pies aquí. Ni tan siquiera para medicarme. Pero ha vuelto. Y si no hubiese venido, lo hubiera llamado yo. Pero de mis labios no ha salido una palabra de gratitud, ni cordial.

    Hoy me siento bastante mejor. Se me ha calmado casi del todo ese desasosiego, bajo cuyo efecto escribí los últimos folios. Felix se siente muy feliz por mi mejoría. He querido disculparme por lo ocurrido en el día de ayer, pero él ha sonreído y no ha querido aceptar mis disculpas.

    Ahora, ya puedo seguir más ordenadamente con mi relato.

    Después de llegar a Sevilla y de descansar un largo rato en un banco del primer parque que vi, me encaminé hacia la estación de Renfe y compré un billete para el próximo tren, destino final Madrid. Estuve en la capital los suficientes días para arreglar mi pasaporte. Necesitaba escapar lejos. Como el animal herido que siente cercana la muerte y se oculta de todo.


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    Me vine a… ¿qué importa dónde? Necesitaban médicos en este hospital de infecciosos y, como a una trinchera de primera fila, llegué con el deseo de hallar la muerte. Y no he sido defraudado. Mi fracaso sentimental mermó mi salud, complicándose de una manera irreversible la herida que tenía en el muslo, cuya no fue atendida por mí, debido al maremágnum de sucesos posteriores, y miren por donde se le ocurrió plantar cara, precisamente, en este hospital, al contagio permanente con enfermos infecciosos, convirtiéndose en la mayor receptora de microbios y derivando en cancerosa. Es por por eso que la mejoría experimentada es ficticia y mi final está próximo. La vida me ha hecho muchas jugadas, y algunas de ellas con goles impresionantes, pero yo he ganado la definitiva: la de la muerte.

    Aquí me olvidé de mí, como ya me había ocurrido otras veces, y volqué toda mi atención en los pobres desdichados que estaban a mi cargo. Algunos han alabado mi entrega. ¡Allá ellos! Que me digan de alguien que no haya actuado sin un móvil egoísta y me arrodillo ante él. Ante el Mismísimo Dios, si humano fuese, me arrodillaría. Mi total dedicación solamente obedecía al deseo de escudarme contra mis propios pensamientos. Yo trabajaba hasta agotarme, descansaba poco y dormía menos, aunque nada de esto representaba ninguna novedad para mí, ya que desde corta edad estaba habituado, pero la conciencia de estar haciendo el bien deliberadamente, dejaba su cebo y con una cosa y otra iba poniendo a raya el dolor. Pero el dolor sigue ahí latiendo siempre llamando siempre, chillando siempre, sin pasar desapercibido, como cáncer galopante que es. A veces, lo quiero olvidar. Hay momentos en que parece que se calma pero va desgarrando por dentro, y es cuando me percato que estoy siendo devorado por él. Y ya no queda más que tumbarme y esperar a que detenga los latidos del corazón y los ponga en la hora de la eternidad. Lo que yo espero.

    Un mes después de arribar a este hospital, recibí una carta. Me sorprendió. A nadie había informado de mi paradero. Cuando salí de España, adelanté, como mi padre y mi abuelo, mi sepultura. Y conmigo la historia volvía a repetirse. Mi epitafio se esculpía en la tarde en que llegué al convencimiento de que Lola era un imposible para mí.

    El matasellos era del pueblo sevillano en donde fui a prestar mis servicios. En el remite había un nombre: Pepe Ruiz. De las pocas personas que me llevaré un entrañable recuerdo. Pero no sabía si se debía a la celosa vigilancia por mí, de la que siempre hacía gala, o a la amabilidad de Felix. En fin, sea como sea, lo cierto es que recibí una carta. ¿Tengo que decir que me produjo alegría y tristeza a la vez? Sí: lo digo. Y con convencimiento además.

    Decía Ruiz, primeramente, por su amistad conmigo y con el que aludía, que Juan había fallecido durante el trayecto al hospital de Sevilla. Añadía que todavía seguía libre el cargo de registrador. Contaba que Lola dejó el pueblo mes después que yo. Refería su INRI; el alcalde se tomó la revancha de la frustrada interinidad de maestra de su hermana, y armó la de Dios en Cristo, a la vez que denunció a Lola por varios atentados contra la moral y no sé cuántos otros pretendidos desafueros. Lola se defendió todo lo que pudo, pero le abrieron un expediente y acabó por renunciar al puesto. Ruiz, ‘mi Ángel de la Guarda de entonces’, añadía que mi quijotismo resultó del tipo contagioso, pues un día le fastidió tanto unas chulerías del alcalde que le atizó un fuerte puñetazo, y en público además. Según el propio Ruiz, las cosas no llegaron a mayores porque la razón, que demasiadas veces no va por el camino de la verdad, estaba de su parte, mayoritariamente.

    Los pueblerinos se portaron con Lola todo lo mal que se preveía. ‘La realidad es más inmisericorde que la imaginación, Alejandro’. Y en general, la gente del pueblo se inclinaba por disculparme y por verme como una víctima de los manejos de la maestra. Ruiz, no; él iba más lejos que los demás y pensaba que mi amor por Lola atenuaba mis excesos. Todos sus 'amigos' la trataban con



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    condescendencia desdeñosa, mucho peor que la mayor de las condenaciones. Hasta que acabaron por dejarla sola ante todo agravio, con una crueldad desmesurada. ‘Somos malas gentes, Alejandro’, se lamentaba. Refería los contratiempos que por esta causa había tenido con unos y otros, los disgustos con su mujer y la forma tan estúpida con que había actuado de Don Quijote. Algunos del pueblo, sin saber aplicar el freno de la educación, no se esforzaban en detestar a Lola. Incluso los chiquillos llegaron a apedrearla en las calles del pueblo. Un macabro espectáculo que debía parecerle edificante al alcalde, pues no tomaba ninguna medida por evitarlo.

    Fue por ello que Lola dejó el pueblo, sin poder liberarse de la red de añagazas que el avieso trencilla le había tendido. Se fue sin proferir queja alguna, pero mirando a los lugareños por encima del hombro. Sólo Ruiz y López se atrevieron a ir a despedirla. Los otros ‘amigos’ quedaban en la oscura mezquindad de sus casas, masturbando, complacidos y angustiados, su pobreza espiritual. Espiritualidad de la que tanto alardeaban…

    Destacaba Ruiz que López dio muestra en todo momento de un arrojo que no se esperaba de él. En realidad, López era el único campeón para Lola, pues gracias a su constancia y su entrega, a sus amplios conocimientos de la ley y a sus influencias, evitó que el calvario de Lola se prolongase más allá de quince días; deshaciendo, una tras otra, todas las manipulaciones enconadas que le había tendido el cabecilla del pueblo ¡el hijoputa y cabrón señor alcalde!’, enfatizaba la frase, recordándome que me debía un taco. 'Y te regalo uno, de propina Alejandro', jajajajaja

    El supuesto ‘pez gordo’, que decían que protegía a Lola, no dio señales de vida, al menos en el pueblo. Lola se fue a Madrid, su ciudad natal, y subsistía dando clases en academias. Al mes, sin sustituto, al igual que Juan, aunque, obviamente, por diferentes motivos, lo hacía López, en pos de Lola, naturalmente. Una vez viviendo en Madrid, tomó parte en un concurso del Ministerio de Justicia y obtuvo la notaría del Colegio de Abogados de la capital de España. 

    Ruiz ignoraba en qué estado de salud me hallaba y estoy seguro que era por eso su despreocupación en informarme de todo lo que sabía que podía interesarme, aunque herirme. En el último párrafo de su extensa carta, no quería olvidar decirme que a los dos ‘tortolitos’ se les veía pasear con frecuencia por el centro de Madrid, y que terminarían por casarse. En una postdata añadía que en sus próximas vacaciones iba a venir a visitarme. Pero lo que no sabía era que sólo vería mi tumba.

    De todas formas, no esperaba menos de ti, amigo’, pensé, a la vez que luché contra una lágrima que pugnaba por salir.

    Empero mi interés en este asunto, no quería mantener cruce de correspondencia. Además de que no debía hacer eso. Era mejor no saber nada más. El avestruz tenía su justificación. Me daba miedo sólo pensar que Ruiz pudiese contarme que Lola se había casado. Sin que fuese determinante para mi salud, que no para mis sentimientos, que lo hiciese con López o con otro. Pero si se casaba, prefería que fuera con otro.

    Acabando ya estas mis memorias, impera en mí un inútil pero ‘consolador’ deseo de que Lola no se haya casado con López. 


    Lola, que tú nunca tengas el dinero de López, y que López nunca vea realizado su sueño de amor

    Ha pasado una semana desde que escribí las últimas líneas. El cáncer ha progresado. Esto se acaba. Mis dedos apenas pueden sostener la pluma. Felix ha entrado en mi habitación, dispuesto a quitármela. No se lo he permitido, e incluso he estado a punto de pedirle que acabase por mí, pero no he querido torturarle con mis amarguras. Felix tiene miedo y está triste. Sus ojos se hallan húmedos. Mi buen Felix. También yo estoy triste, pero aún no sé si tengo miedo. Felix ha puesto su mano sobre mi cabeza, como un consuelo. He retirado la mano pero le he dado las gracias. Por raro que parezca por única vez he dado las gracias a alguien con agradecimiento. Y quien mejor que Felix para ser el primero.



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    La vida se emplea con una procacidad y una crueldad infalibles. Hoy me acuerdo de nuevo del avestruz. Inútil. Hasta debajo de las alas nos busca. Y nos encuentra. 

    Hace una hora que me han dado otra carta de Ruiz. Las heces en mi copa desolada. Yo la apuro. Yo no me lamento. Que la vida vierta en mí su penúltima crueldad. Yo la bebo... ‘López no se ha casado con Lola’. ¡Lo sabía! ¡López era incapaz de perdonarla, de dignificarla!. ‘Le ha puesto un piso en la Gran Vía’. ¡Lo sabía! ¡Retirarla, sí! ¡Amancebarla bajamente, con su careta de hombre bueno, sí! ¡Echarle encima la mierda de su dinero, sí! ¡Pisarla con sus circunspectas pata de burgués, sí! Salvarla y redimirla como yo, no. Y casarse… ¡casarse él! ¡El circunspecto!

    ¡Me muero! He dejado de escribir para tomar un poco de aliento. Sñolo unas líneas más porque quiero que Lola sepa algo y luego entregaré la pluma. 


    Lola, tengo miedo. El lobo tiene miedo ahora. Me encuentro triste, solo, desamparado y atormentado cuando voy a morir. Pero no me importa porque me voy amándote .Te deseo lo mejor, aun sin mí


    Y esto no es súplica para salvarme. ¿Quién me quita lo bailado? Voy a morir solo. Adiós a mis toros de sangre, mis ardores de la juventud. Nada queda ya. ¿Para qué entonces llorar? La función ha acabado. 'La Roja' era yo, no Lola. Negros caballos me llevan. Un arrastre triunfal. Que saluden los amantes desde los medios a la hora de la sangre.


    Yo muero en ti. ¿Dónde te apoyarás ahora? ¿Dónde buscarás más allá de mi muerte? 


    Súbitamente, a pesar de mi agonía y de todos mis sentidos en vertiginosa decadencia, oigo una voz desde mi interior que da a entender que no es bueno morir odiando. Es por eso que... 


    ...deseo que encuentres la felicidad aunque con López. Pero que sepas que me voy de este mundo sin saber si en algún momento de tu vida vas a llegar a comprender cuánto amor podía haberte dado

    Hoy, 28 de junio, en el reloj de mi capea mortal son las cuatro y diez de la tarde. El mejor día y la mejor hora para morir. Ahí, afuera, hablan en voz baja. No quieren que se les escuche, pero sé que son Felix y mi médico y que están hablando sobre mí. Van a entrar en mi habitación de un momento a otro, y yo les entregaré mi pluma, dócilmente…


    Ya en la eternidad, Lola y yo. A nuestro lado, mis padres, Pepi, Luz, Ruiz y Felix. A poca distancia, muy poca, toda la gente de bien. Y lejos, muy lejos, todos los demás. El Todopoderoso nos ha ubicado ya...



    F I N
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     :)

     
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