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noquedanmasnicknoquedanmasnick Anónimo s.XI
editado enero 2010 en Proyectos
Buenas,
he decidido subir el arranque de una historia que he hecho para recibir críticas lo más exhaustivas posible -siempre con criterio-, porque no necesito felicitaciones sino críticas constructivas. Si le dedicas un minuto te estaré eternamente agradecido. :)





Ruido.
Cientos de voces hablaban y gritaban al unísono alrededor de Reximus provocándole un intenso dolor de cabeza. La sala en cuyo centro se encontraba, con paredes cubiertas de estrados de madera, parecía un lujoso gallinero ocupado por toda la nobleza y los empresarios más adinerados de la península. No había duda: todos le miraban, pues él era el Rey de Nimrod.
Sentado sobre su trono de marfil, Reximus pensó en su Reino, pero no lo hizo en términos de importación de vinos, tratados marítimos y otras cosas aburridas. Lo hizo de forma ambiciosa, buscando una grandeza que muchos dudaban existiera en una península de nombre tan feo y extraño —¿acaso algún poeta había sido capaz de rimar Nimrod con algo hermoso en los últimos siglos?—. Reximus, poseedor de la corona en todas sus consecuencias, era el único capaz de ver más allá: en su mente discernía un futuro de gloria para su territorio y, con ello, para sí mismo. Nimrod sería algún día una nación grande, pensaba, y lo sería le gustara o no la idea al resto del mundo.
Más ruido.
Además de la nobleza y los empresarios sentados en los estrados a su alrededor, fuera de la sala, en los pasillos de todo el castillo y puede que también en los patios y los jardines, la plebe aguardaba. Sólo unos pocos podían estar allí sentados, pero los asuntos a tratar aquel día concernían a todo el pueblo: por eso una multitud aguardaba en el exterior a que alguna palabra se filtrase.
Reximus, alto pero de complexión delgada, con una barba y cabellos grises perfectamente recortados, ojos oscuros y actitud soberbia, intentó mantener la compostura sobre su trono, lo cual le resultó difícil tras tantos minutos de espera. A fin de concentrarse en otra cosa diferente a su creciente jaqueca hizo girar uno de sus anillos pasándolo metódicamente de un dedo a otro. En medio de aquel pasatiempo, con el anillo atascándose irremediablemente en sendos índices, anulares y pulgares, algo audible por encima del murmullo en los estrados llegó a sus oídos. ¿Acaso era posible —pensó sin querer hacerse demasiadas ilusiones— que el clamor que captaba desde el exterior indicara el fin de su espera?
Trompetas sonaron y soldados portando estandartes y lanzas abrieron las puertas de la estancia dejando ver a la muchedumbre desde el umbral. Una enrollada alfombra de terciopelo rojo recorrió entonces la sala desde la misma entrada hasta casi tocar su trono, y los soldados, que con tanto estruendo y parafernalia habían entrado, se colocaron en formación a ambos lados de la superficie cubierta por el terciopelo tras saludar ceremoniosamente a su Rey.
Sí, comprobó Reximus poniéndose en pié; su espera había concluido por fin.
Desde la puerta, seguido por varios emisarios y caminando entre las filas de soldados en formación, Reximus reconoció al hombre cuyo regreso justamente había aguardado: el coronel Marek, ahora tuerto de un ojo y cojeando del pié izquierdo, volvía vivo y de una pieza.
—¡Majestad! —vociferó el coronel a medida que se acercaba— La guerra en el Sur ha concluido ¡y vuestro Reino ha vencido!
Se oyeron vítores por toda la poblada sala, las trompetas sonaron de nuevo con fuerza y un clamor intenso se dejó oír en el exterior, donde seguramente todos los siervos estarían celebrando la victoria. Su victoria. El boca a boca, igual que las llamas se propagan por la pólvora, estaría expandiendo las noticias por las calles a toda velocidad.
—Bravo, bravo por mis valientes soldados —expresó Reximus acompañando sus palabras con unas palmadas muy lentas y apenas audibles.
Como Rey sabía el resultado de la guerra desde hacía días: aquella era sólo una celebración protocolaria, casi propagandística. Pero por vez primera en meses podía hablar cara a cara con su más alto mandatario militar sobre los detalles exactos del triunfo.
—Mérito de su Majestad por otorgarnos el honor de servirle —añadió el coronel, ahora cerca del Rey y haciendo una reverencia que casi le hizo tocar el suelo con la frente—. Hemos perdido dos mil aguerridos hombres en combate, pero ¡hemos aniquilado a veinte mil!
De nuevo los vítores y los aplausos, las trompetas y los gritos tanto en los estrados como desde el exterior. Reximus pidió calma enseñando las palmas de sus manos y, sólo cuando los nobles y la plebe —ambos grupos igual de histéricos— se hubieron calmado totalmente, él continuó:
—A buen seguro todas las bajas fueron muertes en honor a su Rey. Y ahora diga, mi coronel, ¿qué bienes ha logrado obtener Nimrod tras esta guerra? ¿Qué tesoros enriquecerán al Reino?
El coronel se incorporó, dolorido por su pierna herida, y con el único ojo que le quedaba miró a su alrededor, donde el silencio y la expectación fue adueñándose de la muchedumbre.
—Bienes... a decir verdad —musitó casi con timidez—, Majestad, bienes materiales han sobrevivido pocos. En la guerra se quemaron y derribaron templos, se destruyeron granjas y campos, y los salvajes del Sur comerciaban sólo con mísera sal y especias, por lo que... ¡El Reino ha obtenido muchos bienes morales tras este enfrentamiento bélico, mi señor, como el orgullo de la victoria y el placer de la justicia!
El murmullo volvió a ser imperante entre la nobleza y la plebe, aunque esta vez con unos tintes sumamente negativos. El Rey incluso creyó oír abucheos, por lo que de nuevo exigió silencio.
—¡Me niego a creerlo! —exclamó el monarca alzando los brazos— Todos estos años de batallas continuas han resultado muy costosos, ¡no me dirá que esos salvajes no poseían joyas! ¿Nada de oro, ninguna piedra preciosa por un casual?
Aun con la escasa visión desde su único ojo intacto, el coronel sintió el peso de centenares de miradas puestas en él. Apenas con un hilo de voz logró responder:
—No, mi señor; ninguno de los pueblos salvajes poseía elementos valiosos.
Gritos solicitando que aquel hombre fuera encerrado en las mazmorras por mentiroso dieron paso a otros que directamente pidieron que fuera ejecutado.
A modo de defensa, el coronel murmuró:
—Aunque sí encontramos algo que casi podría considerarse excepcional, Majestad...
Reximus pidió calma otra vez, pero no hizo falta: la muchedumbre se silenció por sí sola ante tan enigmática frase. El Rey, curioso, se acercó al militar esperando algo sobrecogedor surgiendo desde sus bolsillos, pero el tuerto continuó hablando con actitud teatral:
—Oculto en el rincón más lejano, dentro de la cueva más profunda y tras los muros más sólidos, los mejores y más equipados soldados entre los incivilizados aguardaban protegiendo algo que ellos consideraban sumamente importante. Cuando llegamos por sorpresa, de alguna forma parecían conocer nuestros planes como si supieran dónde íbamos a cometer la ofensiva y cuándo, igual a si vieran nuestros movimientos en el futuro. Pero aún así los vencimos; con muchas bajas eso sí.
Llevándose las manos a un bolsillo el coronel extrajo al fin algo envuelto en un pañuelo de seda. Con movimientos temblorosos se lo entregó al Rey.
—¿Qué me ofrece, coronel? –preguntó Reximus tras recogerlo con sumo cuidado.
Ante los ojos del boquiabierto público, lentamente, el pañuelo fue desenvuelto. Desde su interior se dejó ver lo que parecía un trozo de vidrio roto del tamaño de un plato pequeño.
—¿Qué es esta basura? —espetó el Rey con irritación.
—Aparenta ser un cristal normal —declaró el coronel— y así pensamos trás descubrirlo. Pero si lo mira con atención... a veces se ven cosas a través de él: unas extrañas líneas.
Reximus observó con incredulidad al coronel, luego a la muchedumbre, y finalmente al pedazo de cristal en su mano. Tiró el pañuelo a un lado y acercó el trozo de vidrio a su rostro colocándolo a la altura de sus ojos. Durante unos segundos miró en silencio sin que nadie en la sala produjera un sonido; todos parecían contener la respiración.
—¿Me toma el pelo? —dijo con austeridad al cabo de unos instantes— No percibo nada especial, aparte de que está sucio.
—Aguarde, Majestad. Y preste atención.
Justo cuando estaba decidido a romper aquel cristal contra la cabeza del coronel por su insensatez, Reximus creyó ver algo a un lado, flotando en el aire entre los soldados con estandartes sobre la alfombra. Parecía un sutil rastro de ¿humo coloreado?
—¿Qué ve, Majestad?
—Es… —murmuró Reximus con extrañeza sin separar el vidrio de sus ojos— Veo una línea muy tenue. Una línea amarilla, muy suave, casi etérea, que va desde la plebe hasta donde yo me encuentro.
El Rey bajó el cristal y miró ante sí, con ojos desnudos. Desde el umbral de la puerta seguía contemplando a la misma muchedumbre, sin nada especial viajando en el aire, pero si se colocaba el pedazo de vidrio de nuevo frente a sus pupilas la línea amarilla que había mencionado volvía a surgir, ahora algo más nítida, de entre el atento gentío.
—Majestad —solicitó el coronel—, pruebe a moverse y verá cómo la línea sigue en la misma posición.

Comentarios

  • noquedanmasnicknoquedanmasnick Anónimo s.XI
    editado enero 2010
    Reximus así hizo; se desplazó, y en efecto aquella extraña línea amarilla que viajaba desde el populacho hasta llegar a su cuerpo se mantenía en la misma porción de aire sin verse alterada por sus movimientos: la línea no estaba dentro del vidrio, sino que el cristal permitía verla pues resultaba invisible al ojo humano.
    Sin dejar de observar desde el peculiar trozo de mineral el Rey dio un paso lateral de forma que el coronel se interpusiera en su visión. Con ello descubrió que la línea se detenía, obstruida por el cuerpo del otro hombre. Si no usaba al coronel como escudo la línea volvía a dirigirse implacablemente hacia él desde la plebe; en concreto, directa a su real cabeza.
    —Interesante –afirmó el Rey—, pero ¿cuál es la utilidad de esto?
    El coronel se rascó la cabeza y admitió:
    —No lo sé, Majestad. Aún así es sin duda algo único y exclusivo que ahora le pertenece.
    Reximus dejó de observar desde el vidrio y con irritación exclamó, señalándole con la mano que usaba para sujetar el cristal:
    —¡¿Pretendes que tras tantos años en guerra me conforme con esta inmundicia?!
    Estuvo tentado a dar la sencilla orden de ejecución: un mero gesto y aquel hombre y el resto de soldados supervivientes no volverían a insultarle jamás. Pero con el rabillo del ojo Reximus vio que algo se encendía en la lente mientras la usaba para señalar al coronel. Tras colocarla de nuevo ante sus ojos pudo ver que la línea amarilla que antes había vislumbrado ahora estaba creciendo en intensidad, transformándose en un brillante cordón de luz no más ancho que un par de centímetros, viajando hasta su posición y volviéndose más denso conforme transcurrían los segundos.
    —Esta línea está empezando a resplandecer –afirmó el Rey—; haz que deje de señalarme. ¡No quiero que se dirija hacia a mí de esta forma, detenla!
    Reximus advirtió que el color del cordón se hacía más y más opaco y, justo cuando creyó que casi se mostraba sólido y material visto a través del vidrio, como una delgada estaca de luz que fuera a atravesarle, el Rey agarró al coronel y lo interpuso de nuevo ante su visión. Una fracción de segundo más tarde algo silbó en el aire, el coronel soltó un quejido, y varios soldados de la corte se abalanzaron de inmediato hacia la muchedumbre tras la puerta.
    Para cuando Reximus comprendió lo sucedido media docena de guardias ya estaban inmovilizando a un hombre en concreto sacándolo de entre la plebe. El atacante, que por su vestimenta parecía un monje, fue colocado bocabajo en el suelo y atado de pies y manos. Una vez su rostro fue descubierto Reximus comprendió su verdadera naturaleza: el hábito de monje no era más que un disfraz, pues quien había intentado asesinarle con una cerbatana era un indígena salvaje, despeinado y de tez morena. A buen seguro, pensó el Rey, se trataba de un superviviente de la guerra del Sur, ansioso por vengar a su pueblo exterminado por orden suya meses atrás.
    —¡Ejecutad al atacante! —exclamó sin piedad antes de mirar al suelo.
    El coronel, ahora tirado ante sus pies, echaba espuma por la boca entre convulsiones cada vez menos enérgicas. Como pudo comprobar estaba muriendo a causa de un largo y afilado dardo venenoso de color amarillo intenso, clavado en su cuello. Reximus lo retiró con cuidado provocando un débil brote de sangre en la piel del militar. El dardo, muy ligero, lucía una punta extraordinariamente afilada e impregnada de alguna toxina mortal.
    Reximus guardó el dardo con cuidado en uno de sus bolsillos, se apartó para que los médicos de la corte asistieran al ya difunto coronel, y se incorporó alzando el vidrio de nuevo a la altura de sus pupilas. El cristal acababa de salvarle la vida, pero la línea, que había predicho la trayectoria del dardo avisándole del peligro, había desaparecido totalmente.
  • sgrojillosgrojillo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2010
    Así por encima tiene buena pinta, pero haré caso y le haré una crítica literaria como se merece

    Me lo apunto para cuando tenga un ratin ;)
  • noquedanmasnicknoquedanmasnick Anónimo s.XI
    editado enero 2010
    sgrojillo escribió : »
    Así por encima tiene buena pinta, pero haré caso y le haré una crítica literaria como se merece

    Me lo apunto para cuando tenga un ratin ;)

    Todo comentario será bienvenido :p. Y qué mala suerte que el foro no aceptara mis tabulaciones... así queda bastante feo.
  • carriecarrie Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado enero 2010
    hola, qué tal?
    Me ha gustado, entretenido e intrigado hasta el final.
    Hay dos cosillas personalmente cambiaría. Un punto y una coma.
    1ª: Cuando dice: ¡No quiero que se dirija a mí de esta forma, detenla!
    yo lo haría así: No quiero que se dirija a mí de esta forma. ¡Detenla!
    o : ¡No quiero que se dirija a mí de esta forma! ¡Detenla!
    2ª: Cuando dice: ...ya estaban inmovilizando a un hombre en concreto sacándolo...
    ahí pondría una coma, después de concreto.
    es decir: ...ya estaban inmovilizando a un hombre en concreto, sacándolo...
    Bueno es solo un consejillo. Es que al leerlo me ha liado, sobre todo lo segundo.
  • noquedanmasnicknoquedanmasnick Anónimo s.XI
    editado enero 2010
    carrie escribió : »
    hola, qué tal?
    Me ha gustado, entretenido e intrigado hasta el final.
    Hay dos cosillas personalmente cambiaría. Un punto y una coma.
    1ª: Cuando dice: ¡No quiero que se dirija a mí de esta forma, detenla!
    yo lo haría así: No quiero que se dirija a mí de esta forma. ¡Detenla!
    o : ¡No quiero que se dirija a mí de esta forma! ¡Detenla!
    2ª: Cuando dice: ...ya estaban inmovilizando a un hombre en concreto sacándolo...
    ahí pondría una coma, después de concreto.
    es decir: ...ya estaban inmovilizando a un hombre en concreto, sacándolo...
    Bueno es solo un consejillo. Es que al leerlo me ha liado, sobre todo lo segundo.

    Pues muchas gracias, no sólo por comentar, sino por tener razón; ahora mismo lo arreglo :)
  • isabel veigaisabel veiga Garcilaso de la Vega XVI
    editado enero 2010
    Yo, al igual que Sgrojillo, me lo apunto para leerlo con calma y poder dar una opinión con criterio.
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