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Animalandia

ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2009 en Narrativa
[FONT=&quot]ANIMALANDIA[/FONT]

[FONT=&quot]En casa siempre hubo animales de los llamados irracionales, incluso más de uno con dos piernas y algún que otro máster o doctorado en su haber.[/FONT]

[FONT=&quot]Es obligado que mi primera mención sea para el burro de mi abuelo, (quiero decir, que mi abuelo tenían un burro) llamado Manolete y su perro, llamado Moro. Ambos fueron mis corceles particulares, aunque el pollino siempre mostrara mejor disposición que el chucho para dejarse montar; tal vez porque intuía lo que le tocaba cuando la niña de las narices, andaba por medio: invariablemente alguien terminaba aupándome sobre él. De cualquier modo, creo que llevarme a la grupa potenciaba su autoestima, pues yo y sólo yo, era quien le hacía sentir como un pura sangre jaleándole cosas como: ¡arre, rayo! ¡galopa centella! a él, un puro zopenco.
Con Moro la cosa era distinta, para empezar nadie tenía que ayudarme a subir a su lomo ya que en alzada andábamos parejos; así que, siempre que lo tenía a tiro pues arriba que te va. Ahora reconozco que era lógico que el animal llevara mal lo de mi presencia: de pasar los rigores del verano tumbado a la bartola y a la sombra, a tener que trotar a pleno sol y con carga incluida, pues…[/FONT]


[FONT=&quot]También tenía mi abuelo una oca y un marranito. La palmípeda, que atendía por Rafaela, sufría un serio problema de identidad: ¡se creía un feroz perro guardián! y actuaba como tal. Pobre del desconocido despistado que irrumpiera en su territorio: sería de inmediato perseguido con temibles cuacs, cuacs, cuacs, que eran tanto a más disuasorios que cualquier gruñido canino; y si el desgraciado, finalmente era atrapado, morder lo que se dice morder, la Rafaela no lo hacía, pero sus picotazos eran terribles.[/FONT]

[FONT=&quot]Al cerdito el nombre se lo puse yo: Chino: pero no Chino a secas; se tenía que pronunciar chinochinochino seguido y muy deprisa, si querías que te hiciera caso. Era una bolita muy graciosa y con un bucle por rabo. Una bolita que crecía y engordaba minuto a minuto. Los abuelos le cuidaban muy bien y siempre estaban dándole comida. La última vez que lo vi era ya un cerdo de padre y muy señor mío. Después desapareció misteriosamente y nadie volvió a mentarle, hasta que un día descubrí que, los chorizos y las morcillas con que la abuela obsequiaba a las visitas, eran Chino[/FONT]

[FONT=&quot]Nunca he comprendido ni nunca comprenderé, cómo puede alguien llegarse a comer a quien se ha criado amorosamente y al que, incluso, se le ha puesto nombre[/FONT]

[FONT=&quot]Continuará[/FONT][FONT=&quot]…[/FONT]

Comentarios

  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2009
    El vivir en un tercer piso de una escalera de vecinos, no representaba óbice alguno para que los animales continuaran desfilando por casa: un loro; pájaros; perros y gatos que se sucedían, eso sí, de uno en uno y nunca mezclando una especie con la otra: si había gato no había perro y al revés.

    El loro, dueño de un ego inmenso, era más bien parco en palabras; todos presumíamos en mayor o menor medida, de haberle enseñado a decir algo, pero la realidad pura y dura es, que lo único que pronunciaba alto y claro era: lorito bonito.

    Los pájaros eran exclusivamente de dos razas: canarios y jilgueros que, según decían, tenían buen cruzar. Yo eso de cruzar, pues como que no lo entendía: ¿cómo iban a cruzarse si en medio tenían barrotes?

    Y jilguero era -ya mereció relato exclusivo en su momento- quien a mi requerimiento de: ¡canta, pajarito canta, para que te oiga la mama! se desgañitaba en trinos para complacerme; el mismo al que tras su muerte enterré con sumo cuidado, en una caja de cartón repleta de geranios arrancados de las macetas del balcón y, el causante del susto morrocotudo que se llevó mi madre cuando, con el tiempo, lo descubrió momificado en la caja olvidada en un escondrijo.

    Hubo asimismo otro pájaro que, por mérito propio, ha pasado al anecdotario familiar; resulta que en un descuido se salió de su jaula y voló hasta la cocina donde mi madre, andaba preparando un asado: entre los ingredientes había un vaso con coñac; cuentan, que el tío amorrado al vaso, se metió entre pecho y alas sus buenos tragos del licor; luego -se sigue contando- comenzó a dar tumbos sobre sus patitas para, finalmente y trompa perdido, caer fulminado sin decir -nunca mejor dicho- ni pío.
    Eso sí que debió de ser palmarla con alegría.

    Cada pájaro habitaba en una pequeña jaula, excepto cuando juntaban una pareja para que criaran: ¡y por fin descubrí lo del cruce!.
    Gracias a sus camadas –¿o se dice huevadas? viví algunos momentos de gloria a la hora de jugar a las comiditas: lo que molaba aparecer con huevos de verdad y no de mentirijillas.
    Pero no todas las parejas tenían huevos, había una que al parecer no se llevaba bien y cada vez que el macho requería de amores a la hembra, ésta lo acogotaba contra los barrotes y lo acribillaba a picotazos, hasta el punto de dejar al pobre animal con media cabeza trepanada; y es que, se sea de la especie que se sea, hay comportamientos que no varían y, cuando una fémina dice ¡no! es que quiere decir ¡no!

    Continuará…
  • MaxmaxMaxmax Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado agosto 2009
    Me gusta!!! Entre otras cosas porque está muy bien tratado, pero además porque transmites muy bien esos buenos recuerdos.

    Espero leer pronto la entrega singuiente...

    Saludos!!
    ;)
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2009
    Gracias, Maxmax

    Saludos
    Consuelo
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2009
    A mi hermano mayor, de gustos exóticos en lo que a animales se refiere, su madrina le regaló para su cumpleaños una ratita blanca. Mi madre torció el morro al verla, pero bueno, tampoco era cuestión de hacerle un feo al regalo de su cuñada.
    En cambio a mí, sí que me gustaba y no tenía reparos en acariciarla y besar su diminuta cabeza. Me reconozco atípica: nunca he tenido miedo a los roedores. El merito es, sin duda, todo de Walt Disney

    Aunque la rata disponía de jaula propia con columpio incluido, campaba a sus anchas por el piso sin ser un incordio para nadie: sólo había que tener cuidado en no pisarla.

    Un descuido de alguien en cerrar la puerta de casa, le sirvió al animalito para irse de excursión por la escalera. Oí decir que no había por qué preocuparse: seguro que quien la encontrara, la devolvería. Pasó una semana sin que nadie viniera a traerla. Se dijo entonces que, al ser tan bonita, lista y simpática, lo más seguro era, que alguien se hubiera encaprichado de ella.
    Finalmente un día a la hora de cenar, se oyó un gran alboroto entre el vecindario y en medio del barullo, la voz inconfundible por su dulce acento extremeño, de la señora Catalina del quinto: “La he dado de lleno,-gritaba- ésta ya no se rebulle para los restos”
    Y supimos que la ratita no volvería.

    Mis dos hermanos medianos, criaban gusanos. Cada cual tenía su propio regimiento de bichejos en caja diferente y con su nombre escrito en la tapa. Los alimentaban con hojas de morera que había dos formas de conseguir: comprándolas en la herboristería o, yendo al parque a asaltar las moreras: lo último era, lo que los “gusaneros” del barrio incluidos mis hermanos hacían.

    Estas larvas de insecto no me atraían lo más mínimo; los encontraba bichos repelentes y feos que, ni conocían a quien les alimentaba, ni sabían hacer gracia alguna. Y en cuanto al asunto de la metamorfosis, me la traía al fresco: total, sólo salía una especie de polilla sin colorines ni nada.
    Lo de los capullos era diferente: eso que de allí se sacara la seda, para hacer los vestidos de las princesas de las pelis, pues… ¡Igual mis hermanos terminaban siendo unos poderosos mercaderes!

    Mi mascota por esos días era un gatito. No recuerdo cómo le llamábamos: seguramente duró tan poco en casa que, ni tiempo dio de ponerle nombre.
    Cuando yo decidía que era hora de hacer dormir a las muñecas, él no era una excepción: le estiraba a lo largo y de lado como si fuera un bebé, y le tapaba con un trozo de tela que hacía de sábana. El animal, no tardaba en buscar su posición más cómoda en forma de rosca; pero, como la que mandaba era yo, pues un par de azotes y vuelta a empezar. Al principio el minino plantaba cara y uñas, pero era inútil: no sé si por cansancio, aburrimiento o, para que dejara de zurrarle, siempre acababa durmiéndose estirado, echado de lado y tapado con el trapo.
    Era como un muñeco más, respondón pero muñeco al fin.


    Continuará…
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2009
    ...

    Hubo otro Moro más en casa, aunque sólo en calidad de invitado: nos ocupamos de él mientras sus amos andaban de viaje.
    Era un chucho petaner que no tenía nada que envidiar en cuanto a presencia y comportamiento, a ningún perro con pedigrí.
    Enseguida postulé para ser su paseadora oficial, me hacía sentir importante y presumir entre la chiquillería del barrio, aquel animal que me obedecía en todo: “que si dame la pata, que si échate, que si menea el rabo, que si hazte el muerto, que si…”
    Mi mérito, naturalmente, era nulo: se trataba sólo de que el animal no era bilingüe y, únicamente, entendía las órdenes si éstas eran dadas en catalán.
    Para cuando el truco fue descubierto, volvieron sus amos y vinieron a llevárselo.

    Llegó entonces un lindo gatito pelirrojo, de tal presencia que el único nombre posible para él era -y así fue-: Capricho; en verdad era un capricho de minino, que pronto se convirtió en un señor gato muy guapo y de porte aristocrático. Fue el único animal de los que transitaron por casa, al que nunca se le dio de comer de sobras: Capricho, siempre fue alimentado con comida especial para gatos puturrú de puturrú.
    Estuvo mucho tiempo con nosotros antes de ser regalado a unos parientes, con problemas de ratones en su almacén.
    Pobre Capricho, cruel destino el suyo y también tremenda moraleja: de gato sibarita, mimado y gourmet reconocido, a cazador de ratas. Nunca supe qué fue finalmente de él: si se acostumbró o… terminó como pasto de los roedores.

    Tras la marcha de Capricho, mi padre apareció un día cesto en ristre, convocándonos con un: “venid a ver lo que traigo”
    Del cesto y muerto de miedo, apareció una cosa a medio camino entre Bambi recién nacido y una jirafa sin pescuezo: era un cachorro de pastor alemán, súper flaco y todo patas.
    ¡Había llegado El Terry!
    Se puede decir que fue nuestro primer perro de raza y, como alguien nos había informado que para comprobar si un perro era de pura raza había que mirarle el cielo del paladar, -que debía ser negro-; pues ¡hala! a inspeccionarle la boca, cada vez que alguien dudaba de su casta.

    Todavía cachorro se puso malito. El veterinario, amigo de la familia, sentenció: ¡es moquillo! Le recetó unas pastillas y dijo que, si en 48 horas no experimentaba mejora, habría que sacrificarlo; que en llegado el caso, no nos preocupáramos pues él se encargaría de todo.
    Fueron unos días muy malos en los que, -al menos yo- ni nos atrevíamos a mirar a Terry. Todos creíamos que se iba a morir o peor aún, que lo iban a matar.
    Y se cumplió el plazo dado por el veterinario y llegó el día fatídico y…
    No sé si existen los milagros, pero de haberlos, aquél fue uno: el cachorro empezó a comer, a menear el rabo y a querer jugar.
    ¡El Terry, se había puesto bueno!

    Continuará...
  • BohrBohr Fernando de Rojas s.XV
    editado agosto 2009
    Este relato es muy durrelliano y creo que ha cobrado vida propia, Consuelo. Ten cuidado, podría convertirse en una novela.
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2009
    Bohr escribió : »
    Este relato es muy durrelliano y creo que ha cobrado vida propia, Consuelo. Ten cuidado, podría convertirse en una novela.


    Si entrará en detalles y pusiera todos los animales que he dejado en el camino, sí que daría para una novela, sí; pero que no hay cuidado: me aburre escribir algo que vaya más allá de las diez páginas.


    Saludos
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2009
    ...

    El Terry, pasó a ser uno más de la familia.
    Compartió con nosotros el cambio definitivo de residencia: del piso pasamos a vivir a una casa con jardín en la parte delantera y mucho terreno en la de atrás. El tío estaba encantado de la vida: allí tuvo caseta propia y espacio para correr a sus anchas.
    Conmigo, además, compartió una etapa importante de la vida: el paso de la niñez a la adolescencia; él, enseguida se convirtió en un perrazo muy guapo; yo, tardé un poco más en convertirme en cisne.

    Ya en la nueva casa, el desfile de animales continuó siendo imparable.
    Mi hermano, el de los gustos exóticos, no se conformaba -como suele hacer todo el mundo- con traer de sus viajes los clásicos “pongos” y siempre aparecía con algún bicho nuevo: una iguana; una pareja de anguilas; un mono…

    La iguana duró poco: no gustaba a nadie. Mi madre dijo que en casa no la quería; El Terry, después de meterle unos cuantos revolcones, dejó bien claro que en su territorio no había sitio para ella. Así que, con más gozo que pena, desapareció de nuestras vidas.

    Las anguilas, de unos 75 centímetros cada una, tampoco eran como para lanzar cohetes.
    Fueron metidas en un gran recipiente de vidrio y colocadas, tal que si de un florero se tratara, en un rincón del salón. Eran bichejos de tacto viscoso y totalmente desangelados que, un día sí y otro también, escapaban del recipiente y reptaban hasta el suelo. A todos nos tocó alguna vez recogerlas y volverlas a su sitio.
    La pecera apareció un día sin agua y sin anguilas; mi madre, compungida, dijo que esta vez habían llegado hasta el terreno y que allí… ¡las halló muertas!… que cabía la posibilidad de que El Terry…
    (¡Ay, si los inodoros hablaran!)

    El mono era feo con ganas. En su minúscula cabeza a duras penas cabían unos ojos enormes, como de ido, unas orejas de soplillo y una boca descomunal con un par de colmillos, que para sí hubiera querido el señor Drácula. Colmillos en permanente exhibición, tanto si estaba contento o irritado. Y el rabo, qué decir del rabo: largo, largo, largo y… largo
    Al principio le dejaron circular a sus anchas por el terreno pero, eso sí, alejado de El Terry, que algo debió de olerse cuando le mudaron la caseta al jardín.

    La cosa fue más o menos bien e, incluso, de vez en cuando se le ocurría alguna monada -pocas-que nos hacía reír.
    Hasta el día en que el poder de los genes se hizo sentir: le dio por trepar entre las dos higueras que había en el terreno y ponerse a hacer el saltimbanqui. Total: con su emular a la mona Chita, organizó un cacao de mil pares de narices que hizo movilizar, menos a los bomberos, a todo aquel que quisiera participar en su captura.
    Se decidió entonces, tenerlo en una jaula bastante holgada, aunque el rabo siempre le quedaba fuera, lo que terminó por volverle más hostil y antipático todavía; pero, bueno, había que apechugar con el animal, tampoco era cuestión de ponerle pegas a todo bicho viviente que trajera mi hermano.

    Y así las cosas, va el mono que además de feo, también debía ser algo bobo y perpetra la que sería su última fechoría: mordió a mi padre cuando el hombre, sólo le estaba ofreciendo la mitad del plátano que se disponía a comer. Le clavó sus temibles colmillos en una mano: la herida se infecto y la mano se le puso como un botijo. Esta vez sí que el mico había begut oli.
    Fue llevado al zoo para que se hicieran cargo de él y del mono nunca más se puso.

    Continuará…
  • FridaFrida Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado agosto 2009
    Pues sí que te dan juego los animalitos. Está entretenido. Espero el siguiente.
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado septiembre 2009
    Saludos, Frida

    Consuelo
  • ConsueloConsuelo Pedro Abad s.XII
    editado septiembre 2009
    ...

    Con el tiempo, la casa nueva pasó a ser de segunda residencia para los que nos fuimos incorporando al mundo laboral; y mis padres, no tardaron en montar en el terreno una especie de arca de Noé.
    Además de los pájaros tenían: gallinas, patos, conejos, palomas, una gata callejera que se asentó allí a parir sus cachorros y ¡un cerdo! Sí, otro marrano al que ya ni miré: total, iba a acabar en el puchero; aunque todo hay que decirlo, mi madre -al menos conmigo- mostraba mucho tacto en lo que a la comida se refiere y procuraba siempre que yo aparecía, no poner carne de corral; algo que era de agradecer.

    De anécdotas hay a punta de pala: desde operar -sin anestesia y sin tener ni pastelera idea de cirugía- a una gallina, que se estaba asfixiando con un hueso de albaricoque que había tragado, (la que necesito luego reanimación fue la ayudante de quirófano: o sea, yo); hasta la recuperación mediante masajes y flexiones de patas y alas, de un patito huérfano que mi madre criaba, junto a sus dos hermanos en un barreño, donde apareció flotando panza y pico bajo el agua, con síntomas de ahogamiento. ¡Qué gozada, verle escupir poco a poco el agua que se había tragado! Y cómo aceptaba los mimos que se le prodigaban para, en cuanto estuvo recuperado, si te he visto no me acuerdo

    Desde donde nos dejaba el bus hasta casa, andando había como un kilómetro de carretera.
    El Terry, era el encargado de ir a buscar a quien fuera aterrizando. Normalmente, él llegaba primero y esperaba sentado en la parada; de todas las veces que te lo encontrabas a medio camino, tenía la culpa la chucha buscona de un vecino, con quien se habría -seguro- cruzado.
    Nunca supimos cómo adivinaba cuándo llegábamos exactamente. Mis padres, juraban y perjuraban que no le decían nada.

    Y sucedió entonces que, una normativa municipal, obligó a poner bozal a todos los perros que anduvieran sueltos por la calle, aunque llevaran collar y chapa. Y él, que nunca conoció correas ni puertas cerradas, se vio de la noche a la mañana castigado sin saber por qué, a tener que soportar aquella mordaza: lo llevaba muy mal, y se pasaba todo el tiempo que lo tenía colocado intentando, rabioso, quitárselo con las patas.

    Fue a mi regreso de unas vacaciones, cuando por primera vez no vino a buscarme. No me extrañó, pues un mes de ausencia, da para que hasta un perro cambie también sus costumbres.
    La razón, sin embargo, era otra: El Terry había muerto.
    Se lo encontró mi padre, agonizando, en la cuneta de la carretera.
    Un testigo presencial explicó que, mientras trataba obcecadamente de quitarse el bozal de la mierda, un camión lo atropelló sin ni tan siquiera pararse a ver, contra qué había chocado.

    Y así fue como una ley, creada más con fines electorales que otra cosa, contribuyó a la muerte de la criatura más buena, cariñosa, fiel y noble que imaginarse pueda.

    La muerte de El Terry, me dejó tocada durante mucho tiempo.
    Hasta que un día apareció Thor
    Pero, como ésta ya es otra historia, pues…FIN
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