¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

El guardaespaldas del guardaespaldas

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado 5:27 en Narrativa

El guardaespaldas del guardaespaldas

A veces, el verdadero peligro no viene de frente, viene por la espalda. Y no lo digo sólo en sentido literal. Lo supe el día que me contrataron para proteger no a una celebridad, a su guardaespaldas.

Me llamo Oliver Menacho, y durante quince años he trabajado como escolta privado en operaciones de alto riesgo. Pero ese día, cuando recibí la llamada de la agencia de guardaespaldas, supe que era para algo diferente

—Queremos que protejas a David Serena -me dijo el jefe de operaciones.

—¿David Serena el presidente del Senado?

—No, a su guardaespaldas.

No supe qué decir. ¿Quién contrata a un guardaespaldas para proteger a un guardaespaldas?

—David es bueno en su trabajo -continuó el jefe-. Exmilitar, condecorado, especialista en seguridad. Pero está en el punto de mira. No por el trabajo que hace, sino por lo que sabe.

Con esa explicación lo entendí. David no era sólo un escudo humano; era como un archivo viviente. Un testigo silencioso de los secretos del poder. Y ahora, alguien quería silenciarlo para siempre.

Conocí a David la misma noche que acepté el trabajo. Estaba instalado en una casa rústica a las afueras de Sevilla, tomando café negro sin azúcar y mirando el campo por la ventana. Su postura, recta como una estaca; su mirada, la de alguien que ha dormido con un ojo abierto durante su profesión.

—Así que tú eres mi sombra -me dijo sin mirarme.

—Digamos que soy tu sombra, si es que las sombras también disparan.

No sonrió, pero me percaté de que me aceptaba. En este mundo de guardaespaldas, la confianza no se gana con sonrisas, se gana con presencia. En las siguientes semanas, estuve pegado a él como una lapa. Lo seguí a reuniones, entrenamientos, y hasta cuando iba a ver a su pequeña hija al colegio. Nunca pregunté a quién temía. Y él nunca me confesó detalles.

Hasta que una noche, mientras revisábamos el perímetro de una mansión en la que se alojaba un millonario, me habló.

—El presidente del Senado no es la amenaza, la amenaza es quienes lo rodean.

—¿Los guardaespaldas?

—No todos. Algunos ya no protegen, sólo vigilan.

Había traidores entre los suyos. Gente infiltrada, vendida y corrupta. Y él lo sabía. Y eso lo volvía un objetivo.

Esa noche fue la primera vez que lo vi dudar. Cuando apagó la linterna y se detuvo en seco detrás de un muro, susurró:

—Creo que no están siguiendo.

Mi dedo ya estaba en el gatillo. No escuchaba nada, pero confiaba en él. Retrocedimos a través de una trayecto alterno, entre arbustos densos y caminos sin luz. Pasamos la noche en una cabaña abandonada. Al amanecer, vimos las huellas: dos pares de botas tácticas. Confirmado.

No éramos paranoicos, éramos cazados.

Comenzamos a movernos con más cautela. Cambios de ruta, teléfonos encriptados, comunicaciones mínimas. A veces, David ni siquiera hablaba, sólo asentía o negaba con la cabeza. Se convirtió en un fantasma entre fantasmas. Y yo, su sombra.

Pero incluso los fantasmas pueden ser atrapados.

Una tarde, al salir de una reunión con un asesor del Ministerio de Defensa, dos motos de gran cilindrada nos cerraron el paso en el puente de San Telmo. Cuatro hombres fornidos, fusiles cortos, formación en pinza. Me cubrí en la parte trasera del coche. David ya tenía el arma en la mano. No dijo palabra, sólo disparó.

Dos de aquellos tipos cayeron antes de que yo pudiera apuntar. Los otros dos huyeron a todo gas en sus motos, aunque uno de ellos iba herido. Quise seguirlos, pero David no lo permitió.

—No es este el momento de cazar. Es el momento de esconderse.

Nos escondimos tres días. Sin teléfonos móviles, sin radio, sin televisión, sin prensa, sin contactos. Sólo él, yo y el miedo silencioso que se pega al cuerpo como un sudor frío. Al cuarto día, apareció un sobre bajo la puerta del lugar donde dormíamos. Sin remitente, sin huellas. Dentro, una foto.

David y su hija en el colegio de la pequeña.

Evidentemente, eso era una amenaza.

David no dijo nada. No rompió la foto. No lloró. Sólo me miró.

—Tenemos que terminar esto cuanto antes -me dijo.

Yo no pregunté qué significaba “esto”. Lo sabía. Había un topo. Y David lo iba a encontrar.

Los siguientes días fueron diferentes. Ya no sólo evitábamos el peligro, lo buscábamos. David hizo llamadas. Se reunió con dos antiguos camaradas. Rastreó nombres. Y, finalmente, lo descubrió.

Era un viejo compañero suyo. Exmilitar también. Trabajaban en la misma escolta del político. Había vendido información por dinero. O, quizás, por miedo.

—No quiero matarlo -me dijo David.

—¡Pues no lo mates! -respondí.

—Pero tampoco puedo dejar que se siga vivo.

La justicia, en ese mundo de riesgo, no siempre es una opción. Pero David eligió otra vía. Reunió unas pruebas. Grabaciones, mensajes, movimientos bancarios. Todo lo necesario para forzar una confesión. Y después entregó ese dossier a alguien que aún confiaba en el sistema: una fiscal honesta. Una excepción.

Esa misma noche, el traidor fue arrestado.

Y nosotros, al fin, pudimos respirar.

No fue un final glorioso. No hubo medallas, ni noticias, ni agradecimientos. Sólo un mensaje, semana después, en mi buzón:

Gracias por cuidarme mientras cuidaba. David.

Nunca lo volví a ver. Más tarde, escuché que se había retirado de esta peligrosa profesión. Que se fue con su hija a un lugar del norte del país, donde no hay teléfonos, ni escoltas, ni puentes bloqueados. Donde no se necesitan los guardaespaldas.

Yo seguí con mi trabajo. Pero a veces, cuando camino por un pasillo silencioso o reviso un retrovisor, recuerdo algo:

“Hasta el hombre que protege a todos, necesita ser protegido”.

Y esa fue mi misión más importante.


A Chávez López
Sevilla dic 2025

 :)
 

Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com