El destino evitó las atadurasUn
viernes de septiembre a las siete y veinte de la tarde llegó el final de ella.
Él no se lo podía creer.
Estaban en una habitación de un hospital, sosteniendo él la mano fría de ella
entre las suyas. No paraba de preguntarse los porqué de aquello:
“¿Por
qué de esta forma?”.
“¿Por
qué me habrá llamado en su último aliento?”.’
“¿Por
qué se ha refugiado en mí si soy uno de sus amigos que no he tenido muchos
contacto con ella?”.
No
podía dejar de mirarla. Si no fuese por la palidez de su piel, se podría decir
que dormía. En su rostro se veía tranquilidad, paz, felicidad. Parecía que de un
momento a otro iba a abrir los ojos y obsequiarle con una de sus preciosas
sonrisas. Pero sabía que eso no iba a ocurrir. Caprichoso era el destino que
después de tanto tiempo los había vuelto a unir, y ahora se la arrebataba de
esta forma tan cruel y despiadada.
Pensaba en el día en el que la había conocido, nueve años atrás. Era casi una
niña, con sólo 16 años. Como muchas otras chicas de las que había allí, nada
había que la hiciese diferente a las demás, o al menos eso era lo que parecía a
simple vista. La química empezaba a funcionar en el laboratorio de cada uno
desde el primer segundo en el que se conocieron.
Al
principio, él no pensaba que pudiese llegar a tener con ella algo más que
amistad, pero fruto del tiempo que pasaban juntos, o por el alcohol ingerido en
una fiesta, aquella noche la besaba. Y la besaba en la boca, con las lenguas
como reinas invitadas. Y las dos lenguas se saludaban, se gustaban y se
explayaban.
Recordó
que yendo él vestido de una animadora había hecho lo imposible por acercarse a
ella, e incluso se lo contó a una amiga en común para que la advirtiese, pero no
se fijaba en él; ella estaba entregada a la fiesta, hablando y bailando con
unos y otros, sin detenerse en quien fuese, pero siempre varón. Aunque en sus
adentros había una atracción por alguien, y él se erigía como el alguien.
Con
más frecuencia de lo normal en desconocidos, cruzaban miradas insinuantes, y
ella siempre sonreía al mirarlo. Era entonces que ella se percataba de que él sonreía
también mientras la miraba. Hacía tiempo que no experimentaba esta sensación y
por eso se lanzaba. Los amigos los dejaban solos, pero él temía que ella se
fuese sin haber tenido la ocasión de hablarle; pero, se armaba de valor y se
iba hasta donde se encontraba. La música estaba muy alta para hablar en voz
normal, por lo que decidían irse hacia una ventana, alejada del jolgorio.
Ya
en la ventana, la brisa hacía que su olor inundase sus sentidos. Conversaban
sobre cosas intrascendentes, pero continuaban cruzando miradas, y cada vez la
atracción era mayor entre ellos.
Por
un momento pensaba que la iba a besar allí mismo, pero no la besaba. Uno de los
amigos se acercaba para intentar ligar con una chica que había en la ventana,
pero al percatarse de que era un chico, se iba avergonzado. Entonces, él caía
en la cuenta de que seguía vestido de animadora, de ahí la confusión del otro.
Le
pedía a ella que le esperase un minuto mientras subía a cambiarse en su cuarto.
Aunque la fiesta estaba acabando, buscarían otro lugar donde seguir
divirtiéndose. Era para ella el minuto más largo de su vida.
Subía
él y seleccionaba de su armario una ropa adecuada para la ocasión. No quería
vestirse con cualquier trapo, quería que ella sólo tuviese ojos para él; así
que se decidía por un jersey verde y un pantalón y un abrigo negros. Recordó
que cuando se vieron por primera vez en una parada de autobús, ella le había
comentado que le gustaba muchísimo la combinación del verde con el negro en la
ropa.
Cuando
volvía a recepción, donde ella lo esperaba, se encontraba con que había otros
dos amigos que, durante su ausencia, al verla sola le proponían seguir la
fiesta en otro lugar, y ella no pudo negarse; y,, aunque lo que en realidad le
hubiese gustado era estar con ella a solas, accedía a ir en grupo a algún otro
coto y así continuar la fiesta.
Por una experiencia anterior, él sabía que eso no iba a ser posible. Eran casi
las tres de la mañana y por aquel sector de la ciudad sólo había garitos
nocturnos, a los que no quería que ella entrase. Así que andaban en la búsqueda
de una discoteca. Durante el trayecto conversaban, y él se cercioraba de que el
color de los ojos de ella conseguía hechizarlo.
Luego
de caminar dos horas, se daban por vencidos. Aunque por ser sábado tenían
permiso de la dirección, debían regresar a la residencia porque era tarde. En
el camino de vuelta, el grupo se dispersaba, quedando ellos dos y un chico rezagado.
Pero él sólo quería estar con ella; besarla y perderse en sus ojos del color
del castaño, pero no se atrevía a dar ese paso porque pensaba que ella podía
incomodarse, así que se resignaba y seguía caminando a su lado, y hechizado
seguía con sus ojos.
Antes
de lo que les hubiese gustado, llegaban a la residencia de ella. Era el momento
del despido. El amigo no estaba dispuesto a dejarlos ni un instante a solas,
así que él se lanzaba, la cogía del mentón, lo desviaba a su boca y la besaba
de la forma más tierna que se pueda besar.
Veía
cómo le brillaban los ojos, pero no le sorprendía. Al contrario. Le corroboraba
que también ella estaba loca por besarlo de la misma forma que la había besado
él. Se despedían. Él miraba, contrariado, cómo ella se iba alejando hacia la
residencia femenina de estudiantes, a tres manzanas de la suya, la masculina.
Mientras iba subiendo a su cuarto, rulaba en su cabeza una extraña sensación de
no haber hecho lo correcto. Ella le atraía, pero sus padres le encarecían que
no buscase novia hasta no terminar sus estudios. Pero, por otro lado, su
corazón le empujaba a salir con ella, para conocerse mejor, para seguir descubriendo
lo que se podían ofrecer.
Por
el momento, desechaba darle vueltas al asunto. Pensaba que lo mejor era que la
sabiduría del tiempo decidiese. Convencido estaba de no perderla de pista, pero
sin ataduras, sin ponerle nombre a su relación, que no fuese el de amistad.
Pero
la amistad se rompía con la ida de ella que, en su lecho de muerte, acudía a la
última oportunidad que da la vida de hablar antes de morir y ella la
aprovechaba para decirle, en un tono débil pero audible, que desde que se
habían visto por primera vez, sabía que era el Amor de su vida.
Estas
dos fotos de ahí abajo (montaje por separado), fueron hechas a las siete y
media de la tarde de un viernes. Ella estaba en la sección de libros románticos
de una biblioteca pública de la ciudad, y él en la puerta de salida de esa
misma biblioteca, hasta que ambos coincidían más tarde en la parada 47 del
autobús, empezando entonces todo lo narrado anteriormente.
¿A
qué podrían haber formado una bonita pareja?

