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antonio chavez
Miguel de Cervantes s.XVII
Cuando tuve noticias de que Carla estaba gravemente enferma, no me sentía especialmente triste. Es probable que esto se pueda ver cruel por venir de un médico, pero es que no puedo pensar en ella como un paciente más. En realidad, cuando supe por mi enfermera que iba a venir a mi consulta, después de todo este tiempo, creía que se trataba de un acto de reconciliación.
Me pregunto qué ideas cruzan su mente. ¿Quizás cree que nuestro inminente encuentro es sólo una tentativa desesperada por salvar su vida? O, tal vez, antes que venga la parca por ella, ¿ansía verme una vez más como yo verla? ¿Y su esposo? A pesar de la remota posibilidad de que aún no esté informado de nuestra relación sentimental de seis años atrás, se enterará ahora. Pero, en un principio, sin importarme los sentimientos que él aliente, que ignoro y que ni siquiera me importan, no puede impedir que nos veamos. Después de todo, él es un hombre acostumbrado a tener lo mejor de lo mejor y, en ese terreno, sin modestia, soy yo el número uno.
Carla es dos años más joven que yo: tiene cuarenta, y a juzgar por unas fotos recientes en periódicos y revistas, sigue siendo un mujer bellísima, radiante. Demasiado llena de vida para estar tan gravemente enferma. Para mí, siempre ha representado ella la quinta esencia de la fuerza vital.
La actitud de su marido era cortés en nuestro primer contacto telefónico. Pero me iba dando cuenta de que no dejaba translucir sentimiento alguno mientras hablaba de su esposa. Y con respecto a mí, daba por sentado que me pondría a su disposición.
—Mi esposa padece de un tumor cerebral. ¿Nos recibe usted ahora?
Pero detrás de su evidente arrogancia, percibía el reconocimiento implícito de que tengo un poder que él no tiene. A pesar de ser un hombre millonario y un consumado de los negocios, no tiene la facultad de hacer un pacto con la muerte y, por el momento, vencerla. Y esto se vuelve en un motivo de satisfacción para mí.
Pero con un súbito cambio de tono de voz, apenas perceptible, añadió:
—Por favor.
Tenía que ayudarles. A los dos. Y a mí también.
Su expediente médico llegó a mis manos en menos de cinco minutos. Rasgaba el sobre, pensando en forma irracional que quizás habría dentro algo que me permitiese reconocer Carla. Pero, por supuesto, sólo contenía radiografías de su cerebro.
Pero la mente no es un órgano. En el cerebro no es donde mora el alma. Y el médico que había en mí se enfurecía e incluso hasta las radiografías mostraban una evidencia de neoplasia. ¿A qué clase de médicos habían acudido antes de a mí? Leí la nota y sólo encontré la habitual jerga aséptica que usamos los médicos:
La paciente, mujer de 40 años, acude en primera instancia al doctor Montesinos, aquejándose de fuertes dolores de cabeza, que los atribuimos a un estrés emocional y prescribimos tranquilizantes.
Era irrebatible que había alguna tensión indeterminada en su vida. Quizá movido por un interés egoísta pensé que tenía que ver con su matrimonio; porque, aunque aparecía con su marido en fotos de los periódicos como una especie de figura decorativa, se empeñaba en tener su vida propia, al margen de la matrimonial. Por contra, Filomeno Marcos era un hombre público. Su coloso internacional FIMA, además de ser el dueño y fabricante de coches más importante del país, abarca la construcción, la marina, la industria, la siderurgia, los seguros y el campo editorial.
Se habían publicado fotos en revistas del corazón que lo relacionaban con una mujer más joven que su esposa, pero esas fotos habían sido hechas en alguna fiesta de beneficencia, por lo que, tal vez, se trataba de especulaciones escabrosas.
Pero, sin importar la realidad de lo que fuera, esas insinuaciones eran como un fósforo que encendía la llama de mis emociones. Por lo que, finalmente, decidía atribuir la angustia diagnosticada por Montesinos a un desamor de su esposo.
Seguí leyendo el historial. Carla había languidecido en demasía antes de que Montesino la enviase a Madrid, a la consulta de un famoso neurólogo, cuyo nombre y apellidos estaban precedidos de un título nobiliario, y además disfrutaba de un gran prestigio internacional. Sin ninguna duda, había descubierto el tumor, pero lo había diagnosticado inoperable, y esto me convertía en su último recurso y me causaba una sensación desagradable.
Es cierto que en ocasiones la técnica genética, de la que soy el precursor, había logrado revertir el crecimiento tumoral al duplicar el ADN con el efecto corregido. Pero, ahora, por primera vez entendía por qué los médicos no quieren tratar profesionalmente a las personas queridas por ellos. De pronto, perdía la confianza en mi capacidad y cobraba conciencia de mi propia falibilidad. No quería que Carla fuese mi paciente.
Todavía no habían pasado cinco minutos desde que me entregaron el expediente, cuando el timbre del teléfono me sacó de mis pensamientos.
—Y bien, doctor Chalopez, ¿qué opina usted?
—Lo siento, señor Marcos, pero aún no he leído todo el historial.
—¿Acaso un simple vistazo a las radiografías no le dice lo que necesita saber?
Era indiscutible que tenía razón.
—Percibo que es usted un hombre muy perspicaz, pero siento comunicarle que mi diagnóstico coincide con el de mi compañero el doctor Montesinos. Esta clase de tumores son inoperables.
—Excepto por usted –objetó, perentorio.
Sin pecar de inmodesto, reconozco que esperaba que dijese eso.
—¿A qué hora puede recibirnos? –me preguntó de nuevo.
Miré mi agenda. Pero no sé por qué hice eso cuando sabía de antemano que acabaría por acceder a su petición.
—¿Le parece bien a las cuatro?
Debía de haber adivinado que iba a mejorar la propuesta.
—Nuestra casa está a poca distancia de su consulta. Podemos estar ahí en cinco minutos.
—En ese caso, les espero -me daba por vencido.
A los pocos minutos, mi secretaria me anunciaba por la línea interior al señor Marcos y a su esposa. Mi corazón comenzó a latir vertiginosamente. En pocos segundos, la puerta de mi consulta se abriría y con ella un aluvión de recuerdos.
Primero lo vi a él: alto, atractivo y de un porte imponente. El pelo comenzaba a ralear sobre las sienes. Me saludó, entre cortés y presuntuoso con un leve movimiento de cabeza. Después me presentó a su esposa, como si yo no la conociera.
Miré a Carla. A primera vista, no había cambiado. Sus ojos despedían el mismo fulgor de cuando estábamos juntos, pero eludían mirarme, por eso no podía descifrar sus emociones, aunque me percataba de que había algo disímil en ella. Daba la sensación de que traslucía una tristeza indefinida, que, por supuesto, no relacionaba con su enfermedad. Para mi forma de ver esto, reflejaba el gesto de una vida vivida en el extremo opuesto de la felicidad.
Esos pensamientos los hacía en menos de un minuto. Después, daba torpes pasos hacia ella, extendía la mano, y le decía:
—Me alegro de volver a verte.

A Chávez López
Sevilla nov 2025