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Hablan sobre la muerte
La tarde caía como un susurro sobre aquella antigua cafetería de la esquina. Era un lugar que parecía desafiar al tiempo, con sus muebles desgastados y la tenue luz ámbar que se filtraba por las ventanas. En una mesa, junto al ventanal, dos personas amigas y compañeras de trabajo, hablaban con la seriedad de quienes llevan el peso de una pregunta universal.
—Después de lo que hemos hablado, ¿qué piensas tú entonces qué es la muerte? —preguntó Adolfo, de cuarenta y cinco años, médico-psicólogo, con un rostro marcado por las arrugas del pensamiento constante. Sus manos jugaban con la taza de café, trazando círculos invisibles sobre la madera semi lisa de la mesita redonda.
Frente a él, Isabel, una mujer de cuarenta y dos años, de mirada intensa y pelo encanecido prematuramente, alzó una ceja. Era colega de Adolfo, médica-psicóloga, y estaba habituada a estar cerca de los límites entre la vida y la muerte.
—Depende de a quién le preguntes —respondió, llevando su taza a los labios con una parsimonia anormal—. Para algunos es un final; para otros, una transición. Pero en mi experiencia, es…
—Un misterio, ¿no? —la interrumpió Adolfo, esbozando una sonrisa irónica. —Al menos, eso es lo que dicen todos.
—Es un espejo —dijo Isabel, con tal convicción que hizo detenerse a Adolfo. Isabel dejó la taza sobre la mesa y siguió hablando—: refleja lo que somos, lo que creemos y tememos. La muerte no tiene forma propia; la moldeamos con nuestras ideas.
Adolfo frunció el ceño. Estaba acostumbrado a diseccionar conceptos abstractos, pero aquella afirmación lo desarmó.
—¿Me estás diciendo que la muerte es subjetiva?
Isabel asintió lentamente con la cabeza y dijo con palabras:
—En cierto modo, sí. He atendido a varios pacientes aferrarse a la vida porque creían que había algo más allá; y otros soltarla con tranquilidad porque pensaban que el vacío era el descanso eterno. En definitiva, la muerte para ellos era tan real como lo que esperaban encontrar.
—Pero eso suena a… ¿relativo? —Adolfo tamborileaba con los dedos la mesa—. Hay algo profundamente inquietante en esa idea. Si la muerte es un reflejo, ¿entonces qué ocurre si no creemos en nada?
Isabel miró fijamente a Adolfo, como si evaluara cómo responder a una pregunta tan, digamos cargada.
—En ese caso, la muerte no sea más que un estado de olvido. Pero eso no la hace menos real. Recuerda que la percepción es poderosa. Es lo que define nuestra realidad.
Adolfo se reclinó en su silla, como si buscase distancia para procesar sus palabras. Los café seguían llenándose de murmullos y de los ruidos suaves de las cucharillas chocando contra las paredes interiores de las tazas. Esa conversación parecía aislada, como si el tema la apartara del resto del mundo.
—Hay algo que nunca he entendido —dijo él tras un silencio—. Si la muerte es inexorable, ¿por qué nos obsesionamos tanto con evitarla o por comprenderla?
Isabel sonrió, pero ahora con un cierto barniz de tristeza.
—Porque somos conscientes de nuestra mortalidad. Ese es nuestro mayor regalo y nuestra mayor carga. Sabemos que el tiempo es limitado, y eso nos impulsa a buscar un sentido.
Adolfo ladeó la cabeza.
—Entonces…, ¿la muerte da sentido a la vida?
—Tal vez no la muerte en sí, sino nuestra conciencia de ella —replicó Isabel—. Imagina una vida infinita. Sin fin, ¿qué valor tendría el Amor, el arte y las cosas bellas, incluso esta conversación? Es la fragilidad lo que nos obliga a valorar lo que tenemos.
Adolfo observaba el humo que se elevaba de su taza, como si en esas curvas difusas pudiera encontrar una respuesta. No estaba convencido del todo, pero había algo en las palabras de Isabel que resonaba.
—Con mis pacientes siempre he planteado la muerte como una paradoja. Es lo más universal y, al mismo tiempo, lo más personal. Nadie puede experimentarla por otro, y aun así, nos conecta a todos -dijo finalmente.
Isabel asintió.
—Sí, querido colega, así es. La muerte es la única certeza que compartimos, pero también es el mayor enigma. Y, quizás, eso es lo que la hace tan fascinante y aterradora.
Un fuerte crujir de una puerta al abrirse distrajo a Adolfo. Era un hombre mayor que había entrado a la cafetería, apoyándose en un bastón. Sus movimientos eran lentos, pero había paz en su expresión. Isabel siguió su mirada y sonrió.
—¿Ves a ese señor? —dijo en voz baja—. Lo he visto antes en esta cafetería. Siempre viene solo, pide un café y lee el periódico del día. Tal vez se haya peleado con la muerte alguna vez, pero ahora parece haber hecho las paces con ella.
Adolfo observó con curiosidad al anciano.
—¿Y cómo se consigue eso?
Isabel suspiró.
—Aceptando la muerte como parte de la vida. Dejar de luchar contra ella y empezar a vivir plenamente. Al final, la muerte no es el enemigo, sólo es un recordatorio de que seguimos vivos.
La conversación continuó varios minutos más, derivando en anécdotas psicológicas y algunas preguntas sin respuesta. Cuando finalmente se despidieron, la noche había caído completamente. Adolfo salió de la cafetería y caminó hacia su casa, con la mente revuelta y una sensación extraña en el pecho: una mezcla de inquietud y paz.
¿Qué era la muerte? Quizás nunca lo sabría con certeza plena, pero esa noche comprendió que el verdadero misterio no era el final, sino cómo elegimos vivir antes de llegar a él.
Comentarios
La muerte es una condición de la vida, es parte de ella y es sólo un momento en el ciclo continuo de la existencia natural y humana; la muerte no es definitiva, ni un final desastroso para los seres humanos, sino que es parte de un proceso de transformación que garantiza la existencia perenne de la naturaleza. Esas son algunas de las ideas que podemos extraer del estudio histórico del pensamiento indígena prehispánico acerca de la muerte.
En los códices —esos maravillosos testimonios indígenas que utilizan formas de comunicación visual y escrita—, suele aparecer representado el dios de la muerte como un señor que gobierna el inframundo, un espacio subterráneo, húmedo y poblado de semillas. En realidad, el dios de la muerte, es considerado un fecundo, y es por ello que se le representa eyaculando mientras sostiene una nube cargada de lluvia o se le muestra en posición de parto, de tal suerte que la muerte es masculina y femenina, un andrógino que tiene el poder de dar la vida. Siguiendo los patrones de género del mundo indígena, la muerte vestida de mujer se sienta a tejer o se cubre con el paño de cadera de los varones para realizar las actividades propias de la milpa: talar, quemar el monte, roturar la tierra. La muerte, por tanto, puebla la vida cotidiana: está en la lluvia, en el monte, en la casa, en la milpa.
Así define la muerte el Dr. Don Manuel Alberto Morales Damián, profesor investigador en el área académica de Historia y Antropología.
El cambio visual es común cuando se aproxima a la muerte. El moribundo nota que no ve bien, pero puede oír sonidos que nadie más oye, o ver cosas que nadie más ve.
La vida, siendo lo único conocido, es el estado más seguro porque vamos aprendiendo qué es lo que podemos esperar de ella y cómo manejar, verbigracia, los dolores y los placeres. Difícilmente podremos no sentirnos azorados por la evidencia de la muerte, de cuya nada sabemos, y cuya ignorancia no puede dejar de ser una angustia.
La muerte, decididamente nos impulsa a vivir una vida más verdadera, es decir, aceptar nuestra finitud, apreciar permanentemente nuestra condición itinerante, relativizar la acumulación corta o larga de bienes y las funciones sociales, descalificar los egoísmos y el afán de lucro, a no desperdiciar el tiempo, sino disfrutar la seriedad del momento y la tarea presente.
La vida y la muerte, la muerte y la vida: complejidad.
Me apunto a ese espejo, a esa relatividad en la cual para cada uno y en distintos momentos de su vida, la muerte se muestra diferente.
Un placer leerte.
Gracias, Ana. No creas que no me estremezco cada vez que hablo, pienso o escribo sobre la muerte, que no por inexorable deja de ser terrible. Según la Santa Biblia, Eva, la caprichosa Evita tuvo la culpa de que moriríamos todos los humanos. Si no le hubiese hecho caso a la tentación del cabrón Diablo y no le hubiera pegado un mordisquito a la puta manzanita... otro gallo nos cantaría
Soy católico, pero cero practicante, y mi fe no llega tan lejos. Porque eso de... "Lázaro, levántate y anda", o curar en el acto a leprosos, o con media jarra de vino, dos o tres panes y unos cuantos peces dar de comer y beber hasta saciar a una multitud, que finalmente sobró vino, panes y peces, o que el Cristo anduviese sobre el agua, fe a sacos hay que tener para creer eso. En mi condición de cristiano, simplemente admito el buen hacer del hijo de Dios en su largo y próspero peregrinaje.
Besos mil
No tengo prisa, jefa. Por mí, la guadaña se puede retrasar todo el tiempo que quiera, tomando cañas o charlando con quien sea, que yo no lo voy a llamar
La dualidad vida-muerte es una llave que permite abrir muchas razones, las cuales dan paso a una inagotable forma del pensamiento que ha estado presente durante miles de años y que, con el paso del tiempo, ha ido formándose hasta convertirse en una concepción del universo con todo su contenido.
La condición de posibilidad para la vida vivida existencialmente es la muerte.
Pienso que hay que temerle a algo que crea la incertidumbre de que pueda o no suceder, pero todos los seres humanos sabemos que morirnos es inexorable, con lo cual debería desparecer el temor.
Saludos
En cierta forma, la muerte se puede comparar con el dinero, al que todos odiamos, pero no podemos vivir sin él. Sabemos que vamos a morir, pero no lo aceptamos. Sin recurrir al sagrado mito de la manzana de Eva (según, la Biblia la causante de que muramos), por otro lado se puede ver como normal que así sea, porque si no muere nadie, el mundo que en la actualidad lo puebla casi ocho mil millones de habitantes, y es un caos, imagínense como sería con un millón de millones de habitantes.
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¿Y eso porqué?
Muy simple, pues ellos se hubieran comido la víbora y no la manzana.
O Chinos ¿no?