Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!
Cupido estaba en aquella biblioteca
La Literatura tiene tanta fuerza que llega a unir a las personas, y no sólo intelectualmente, físicamente también, hasta incitar a un deseo sexual entre dos seres humanos que se refugien en ella y a través de una inicial amistad, forjada principalmente por la propia Literatura.
Mis piernas se abren con irremediable soltura sobre las suyas, enfundadas ambas en esos tan ajustados vaqueros que parecen parte de nuestra propia anatomía.
Nos habíamos conocido dos meses atrás. No era en un lugar muy común, al menos para entablar un coqueteo. Pero eso fue lo que ocurrió.
Me encontraba perdida por las estanterías llenas de libros. Como pueden imaginarse, me hallaba en una biblioteca. Para ser más exactos, en una de las bibliotecas públicas de la ciudad de Sevilla. Acariciaban mis dedos de la mano derecha los muchos libros de disímiles colores las portadas. Leía cada título, en busca de uno con la suficiente atracción para leer su pequeña reseña en la parte trasera.
Él me miraba sorprendido tratando de explicarse aquel tan extraño ritual mío. Yo, sin embargo, no sentía su mirada clavada en mí, hasta que, de improviso, cogía mi brazo, el que mantenía suspendido en el aire con el dedo índice guiándose por los títulos, y empezaba a cambiar de rumbo mi propia extremidad, hasta dejar mi dedo posado en un libro de aspecto anticuado. Las hojas estaban amarillentas, rozando el ocre, y al abrirlo se podía percibir un olor a rancio.
Me miraba y sonreía.
—Ese te va a gustar. Cógelo. A mí me encantó.
A partir de aquel entonces, a causa de mi búsqueda frenética de un libro, empezamos una relación que en ningún momento pasaba la barrera de la amistad, pero solíamos telefonearnos para comentarnos los libros que comúnmente leíamos.
Pasábamos buena parte de nuestras tardes sentados en una cafetería bohemia, de amplias vidrieras, removiendo y removiendo el café, casi aguado, que nos servían. Pero qué decir, aun la poca calidad del café, el tomármelo en compañía de aquel chico tan guapo con aquellos ojazos grises, hacía posible que su sabor mejorase en cada sorbo.
De ese modo, llegamos al momento en que ahora estamos viviendo.
Iba a ser una tarde de invierno como otra cualquiera: libro en mano, ojos puestos en los luceros grises de mi amigo, y una sonrisa en medio de una charla que me incitaba hasta lo más recóndito del alma. Mis dedos largos, ornados con anillos de bisutería fina y unas uñas de color pastel, movían repetidamente la cucharilla, haciéndola rechinar sobre las paredes de la taza a la vez que mis labios se veían atrapados entre mis dentinas, y mis miradas encadenadas en parrafadas de letras. Enfrente de mí, él me imitaba; sólo que sus ojos, de vez en cuando se posaban en mis pechos, originándose en su guapo rostro una bella sonrisa que quitaría la cordura a cualquier mujer.
Una de las muchas cosas por las que me había enamorado de él era su sonrisa. Solo con verla, causaba en mí la misma reacción, pero triplicada.
Cogía la taza, y sin levantar la mirada del libro, que tenía en la otra mano, llevaba la loza a mis labios y bebía un pequeño sorbo tibio, por no decir de fuego. Un suspiro, procedente de mi compañero, me hacía levantar la mirada porque pensaba que el libro le había causado un ligero espasmo. Pero lejos de la realidad; el espasmo se lo había causado yo. Cerraba el libro con intrépida saña y lo apartaba a una esquina de la mesa. Y yo, sin poder salir de mi asombro, torcía el cuello y la mirada, dejando reposar el libro en mi regazo.
—¿Estás bien? -sus manos cogían las mías-: y añadía:
—Dime que me amas, necesito escucharlo salir de tus labios, porque hasta que ellos no lo hagan, los míos no confesarán.
Desde ese sublime momento sabía que nuestra relación había tomado un nuevo rumbo. Estaba confusa; no sabía si levantarme e irme bajo la lluvia espesa, o quedarme frente a él y al fin confesarle mi Amor.
-sigue y termina en página siguiente-
Comentarios
Obviamente, si repasamos el prólogo de este relato, queda clara mi posición. Y me quedaba. Pero sin estar preparada, expresaba con palabras románticas lo que sentía en ese momento. En medio de mi discurso, con los grises de él radiantes de admiración y sus manos sujetas a las mías con fuerza, alzaba uno de sus brazos y echaba la mirada hacia atrás.
—La cuenta, por favor.
Cuando se volvía hacía mí, de nuevo me cautivaba con su sonrisa.
—No hables más. No vas a necesitar más palabras por hoy.
Se levantaba, y yo, casi sin respiración, hacía lo mismo. Me ajustaba el gorro, los guantes y la bufanda; me abrochaba el abrigo y salía antes que él del local.
—No sé para qué te abrigas tanto; total, vivo a dos manzanas de aquí y sabes de sobra que pienso desnudarte.
Ese último comentario me hacía detenerme en seco, con mis mejillas llenas de rojeces. Reacción, supongo, que por el cambio brusco de temperatura que mi cuerpo estaba experimentado: un frío gélido, anormal en Sevilla, y también un ardor insoportable en todo mi cuerpo. Volvía pícaro y cogía mi mano, para tirar literalmente de mí.
—¡Venga, no seas tonta, sólo era una broma!
Suspiraba fuertemente, porque yo, siempre ingenua e inocente, me había creído sus aseveración, cuando en realidad era una mentira, mentira demasiado obvia como para no ser vista. Pero yo le sonreía y él volvía a regalarme su sonrisa.
Estábamos ante su portal, cuando desplumaba su guante de una de sus manos. Algo normal, porque debía tener más movilidad para manipular la cerradura y la llave. Nada más abrir la puerta, me hacía un gesto de que entrase. Caminaba como mi cuerpo me dejaba, porque el agua fría de lluvia me había congelado los pies, y mi corazón parecía salirse del pecho. Un estruendo, que salía de la puerta de metal de la entrada, me sobrecogía. Pegué un salto, a pesar de haber intentado reprimirlo. De pronto, sentía cómo unos brazos me rodeaban por detrás, y una sonrisa adornaba el silencioso pasillo con el ascensor al final. Unas susurrantes y varoniles palabras a mi oído me llevaban a estremecerme:
—Mira, te amo por lo que eras la primera vez en que te vi en la biblioteca, te amo por lo que has sido todas estas últimas tardes de amenas conversaciones, y te amo por lo que quiero que seas dentro de cinco minutos en mi cama.
Volvía a dar un brinco, y pronto todo empezaba a tornarse más ardiente. Sus brazos oprimían mi cuerpo y sus pies guiaban los míos para acceder al ascensor. Una vez dentro, pulsaba la planta de su piso, se volvía y me besaba apasionadamente.
Y llegamos al punto inicial:
Mis piernas se abren con irremediable soltura sobre las suyas, enfundadas ambas en esos tan ajustados vaqueros que parecen parte de nuestra propia anatomía.
Sus manos comienzan a viajar por mi cuerpo, en busca de exploraciones, de saber cómo es cada milímetro de mi cuerpo. Me abre el pantalón y, sin preámbulos, mete la mano. Mis suspiros acelerados lo llevan a juguetear con mi clítoris. Le pido, le suplico, le ruego que pare, pero continúa moviendo sus dedos, mientras mi sexo se humedece y se calienta cada vez más. Empiezan mis piernas a moverse hacia adelante y atrás, algo que me permite ver cómo los botones de su bragueta van a estallar. Mis gemidos aumentan de intensidad hasta llegar a aullidos, dando la bienvenida a una nueva faceta de él.
Coge mi cuello con firmeza y me clava suave los dientes en él, mientras hace un amago de meterme dos dedos en mi cueva, sin llegar a hacerlo, sé que esto me va a desesperar, que me hará suplicarle que lo haga. Mis manos, que hasta entonces no habían participado, empiezan a manosear su bulto, que está lo suficiente endurecido. Al hacer eso, se ensaya para bajar por mi torso. Me echa en el sofá y me arranca los pantalones. Me besa con pasión, dulzura y Amor; una mezcla de tres sentimientos en un solo beso. Sus manos aún continúan por ahí abajo, hasta que entre largos gemidos se lo pido; le pido que nos hagamos por fin uno. Empero, él, en su vena juguetona, me pregunta jocosamente:
—¿Qué es lo que quieres que te haga?
No puedo hablar, no me sale el aliento, y antes de que pueda llegar al orgasmo, deja de tocarme. Mis pulsaciones se aceleran.
—Hazme… el… amor..
—Repítemelo o así te quedas.
Me dice con el pelo mojado y pegado a su frente.
—¡No, por favor, no me hagas repetir, que me pondré roja!
Acaricia mis hombros y pone un puchero de lo más tierno.
—¡Pero si eso es lo que quiero, verte con los carrillos al rojo vivo...!
Cerrando los ojos fuertemente, pero con una excitación incontrolada se lo digo de nuevo, incluso con énfasis y más explícito, y hasta repetido:
—¡Hazme tuya, hazme tuya…!
Entonces vuelve a él esa expresión pícara que tanto me excita. Baja sus pantalones y sus calzoncillos y empieza a penetrarme. El sofá cruje al son de nuestros gemidos. Mis manos intentan por todos los medios agarrarse a los cojines, pero mis uñas empiezan a resquebrajarse. Y todo ello en una mezcla de ambos.
Veo mis ojos del color del castaño en los suyos grises, o al menos los veía antes de aquel polvo tan imponente y lleno de Amor y pasión que me ha dejado marcada para los restos.
Sevilla julio 2024