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A veces se hacen cosas que no se deben hacer, y otras veces no se hacen cosas que se deben hacer
Algo la obligaba a hacer lo que iba a hacer
Era una noche calurosa, pero una suave brisa mecía a su antojo las hojas de los árboles.
Aquel encuentro era un encuentro peligroso, pero también un encuentro deseado. A pesar de saber lo importante que era discutir el asunto en privado, de algún modo sabía los riesgos que suponían estar a solas con él, siendo de noche y de todo alejado. Sin ser una mala idea, al menos por complacer al desesperado deseo de nuevamente sentirse amada y deseada por macho, utilizaba sus encantos de mujer, los cuales maltrataban las fibras de él, sin compasión. Y él, como un niño que se entrega por cometer una travesura de la que sabía que iba a ser castigado, unió sus labios a los de ella, pero no sin antes decirle que estaban perdiendo los papeles. Y era verdad; los estaban perdiendo.
Lo más hermoso de los sentimientos y las pasiones humanas es que cuando los deseos son intensos e irrefrenables, capaces son también de tumbar a la razón. Precisamente por eso, llovían los besos más cálidos que podían recordar.
Iban abandonando las formas, y sus manos empezaban a dedicarse, con total entrega, a una tarea más seria. Sus cuerpos se exigían contacto, como los pulmones el oxígeno. Y, pegados como dos siameses, por toda la superficie del suelo rodando iban arrojando la ropa que les estorbaba.
Se cubrían de besos pasionales. Se trazaban senderos con las lenguas por toda la geografía de sus cuerpos. Se abrazaban y se abandonaban a la locura de la calentura sexual, mezclada con un Amor puro, que hacían de aquel acto un auténtico suicidio de corazones.
Allí, medio a oscuras, entre caricias, abrazos, besos y miradas febriles, no había lugar para la falacia. Cada milímetro de la piel, cada brillo de los ojos, repetían palabras de Amor. Ya podrían después mentirse el uno al otro, quitarle importancia al asunto, fingir una fortaleza y caminar en opuestas direcciones, y hasta no volver a verse.
Pero la piel no tiene murallas; las miradas las atraviesan.
Esta manera de profesarse un Amor salvaje era como agotar el último cartucho, la última caja de petardos encendida que iba a explotar en todas las direcciones.
Cuando la masculinidad de él, por fin, entraba en la intimidad de ella, a ella no le parecía brusco ni doloroso el dolor que ocasionaba su invasión. Sabía que después de estar mucho tiempo sin sexo con varón, retomarlo era confuso, pero la invadía la sensación de que estaba subiendo, a pasos agigantados, el placer que ya estaba sintiendo.
Como no sabía dónde aferrar sus manos, le cogía con una de ellas la cabeza y se enredaba con una mata de pelo entre sus dedos, y con su otra mano, las uñas de sus dedos le estriaban la espalda. Él, cada vez se iba volviendo más frenético en sus acciones, y no sólo la golpeaba con sus embestidas, sino que sentía un fortísimo latido dentro de su pecho desbocado, siempre que sus cuerpos se fundían.
La sensación era intensísima. Una euforia incontenible la recorría de pies a pelo. El ritmo de su amante se aceleraba, hasta que caía en que algo tenía que estallar de un momento a otro. Lo sentía en sus adentros, a la vez que se desplomaba encima de su pecho. Acomodada su cabeza en sus erectos pechos, lo abrazaba contra ella acariciándolo y apretando con fuerza. Lo sentía cual niño con el corazón taladrándole el pecho y diciéndole: "mira lo que me has provocado".
El sabor agridulce del final, la hacía sonreír de la misma manera. Mientras cerraba los ojos y lo retenía más entre sus brazos, él quería contribuir a su propio final, pero su fiebre se había apagado súbitamente al paladear la realidad, y le pedía que lo dejase ir. El sentimiento por la pérdida tan descomunal que estaba sufriendo en ese momento, la descentraba. El momento de locura había acabado. Y ella, a pesar de la derrota, con una sonrisa agridulce en los labios, estaba dispuesta a dejarle ir, sin rencores.
Se producían miradas tiernas y abrazos silenciosos, e inmediatamente después autoconcienciación, excusas, mentiras necesarias. Se vestían en silencio y, tras un último beso de despedida, el raciocinio había vuelto a marcar la pauta.
Quizá en algún lugar del globo alguien lamenta que los humanos siempre lo hacen todo complicado.
Tal vez ella, después de haber convivido muchos años con hembra, no pensaba que acabaría compartiendo lecho con macho; y menos aún con uno al que había amado tanto.
Nunca hacía lo que pensaba. La única verdad que le había dejado, acababa de terminar.
Se daban la espalda, y ella, apresurándose en vestirse y después atravesando los campos en plena madrugada, corría hasta llegar a su casa. No solía dar explicaciones a su compañera, pero sigilosamente se colaba por la ventana y, tras desnudarse por segunda vez esa noche, le daba un beso en la mejilla a su amiga y se hacía ovillo en la cama.
Decidía aprovechar esa noche, que era la única en la que podía coger el sueño en mucho tiempo.
Mientras iba cerrando los ojos, recordando estaba el olor embriagador de su reciente encuentro, aún en su piel. Y poco después, caía rendida en el regazo de Morfeo. Profundamente dormida, pero con la faz sonriente.
A Chávez López
Sevilla julio 2025