Isabel compró feliz, con sus escasos ahorros, aquella cortísima minifalda de color rojo que tanto la ilusionaba, sabiendo perfectamente por qué lo hacía.
Para usarla.
Para mostrar sus esbeltas piernas.
Para gustarle a los chicos.
Para que alguno se enamorase de ella.
Para tener novio.
Para casarse.
Para tener hijos.
Para tener nietos y besarlos mucho.
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Tuvo para escoger. Había guapos y feos; tontos e inteligentes; vividos y aprendices; ricos y pobres.
Pero todo lo que Isabel tenía en mente era abrazar y besuquear a sus futuros nietos, así que decidió probar en serio a los mejores candidatos en la intimidad.
Sacó lo último que le quedaba en la alcancía, y compró un negligé muy elegante y seductor.
A todos ellos les brindó su pasión, pero a ninguno perdonó la obligada entrevista.
Finalmente se decidió por uno, que no era el más guapo ni el más rico ni el más inteligente ni el más fogoso, sino el que con toda seguridad le brindaría los nietos más sanos y cariñosos.
El negligé cumplió con su objetivo. Isabel iba tras de lo suyo.