EL MONSTRUO
El muchacho barbilampiño que se sienta junto a ella en la sala de interrogatorios se llama Jaime. Es un monstruo, le conoce bien, es sangre de su sangre, es su hijo, y por mucho que le observa y le observa Adriana no reconoce en sus rasgos inmaduros al retoño feliz y díscolo que fuera rayo de luz y fuente perpetua de dicha en su vida.
Ha creado un monstruo, se atormenta Adriana, a duras penas conteniendo las lágrimas, preguntándose qué hizo mal, en qué momento su angelito querubín cruzó al otro lado del abismo para urdir asechanzas horripilantes coadyuvado por el demonio que lleva dentro.
Tiene todo el rostro desfigurado y el vientre sajado el desdichado emigrante colombiano que se cruzó en su camino. Alega Jaime que el forastero le provocó con una mirada furtiva, que vino de allende los mares para arrebatarle el trabajo a compatriotas españoles.
Lo han grabado todo con sus teléfonos móviles. Se ríen, se burlan, humillan, vejan y agreden sin compasión al colombiano malherido porque su vestimenta es ridícula y parece de la época de Carlomagno.
Habla pastoso y se mueve como un caracol reumático, agrede verbalmente Jaime. Es un ladrón de trabajos, insiste, un haragán polizón que cruzó el charco como una rata hedionda y rastrera.
He creado un monstruo, se horroriza la madre desconsolada. Su hijo es un azote bíblico, una escoria ponzoñosa, una cicatriz grabada a fuego en el alma, una sombra de bellaquería y una blasfemia contra la compasión.
Jaime se divorcia de la responsabilidad y la culpa como si debiera agradecerle Adriana que velara por intereses nacionales que ni entiendo ni comparto. Siempre cabizbajo y huraño, reaccionario y soliviantado; una mirada torva en sus ojos azules y un ademán de desprecio en su semblante beligerante, Adriana observa al monstruo que se sienta a su lado, buscando un ápice de humanidad y sensibilidad. No hay nada detrás de su mirada azul, salvo la mofa, la inverecundia y una sed no saciada de tropelías, maldad gratuita y desobediencia.
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