La testa de Armando quiere divorciarse del horizonte, no volver a mirarlo jamás, olvidarse de sus promesas de encuentros y caminos nuevos. Por ello, acaso, encuentro siempre su cabeza arqueada hacia abajo, como una saeta flácida o un acueducto “escombroso” acostumbrado a la fatiga de su insalubre postura.
Está abducido, pienso, mientras le observo taciturno, raptado ha sido por los fulgores artificiales de su teléfono móvil, que emite estridentes polifonías e infunde colorido a su rostro ceniciento con sonrientes caritas que lanzan besos, guiños e incluso abrazos imaginarios.
Veo cómo se mueven sus falanges y pienso que son lenguas de fuego que avanzaran hacia un desierto.
Está solo, aislado del mundo, como una isla “naufragada” en medio del océano. Su texto en la pantalla se me antoja un galimatías abstruso que aparea sin orden ni concierto un desfile de yerros injustificables, gazapos supinos, apócopes, abreviaturas y vocablos asacados en el veleidoso léxico de la calle y las redes sociales. Tiene Armando más de 37000 amigos, se jacta mi adolescente baladrón, y casi el doble, presume y se engola, en otra plataforma digital destinada a estirar hasta el abismo del infinito una cadena de amistades virtuales.
En un mundo nuevo, pienso yo aterrado, no entiendo nada, me he extraviado en mi camino de regreso a casa. He sido desterrado del mundo de los juegos colectivos, las tertulias gregarias y las pandillas heterogéneas. Por mucho que grite nadie me oye, nadie habla ya mi lengua. Soy sin duda un residuo del pleistoceno confinado en el planeta de los recuerdos.
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