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Las puertas del Cielo

Groucho MarxGroucho Marx Pedro Abad s.XII
editado octubre 2014 en Humorística
He comprado una caja de bombones en el supermercado. No tienen muy buena pinta, pero no había otros. Miro de nuevo la caja: “Chocopring. Bombones Surtidos, un estallido de chocolate en su boca y en sus manos.”

Mientras subo por la escalera, me entretengo en mirar los sabores incluidos en la caja: ‘Ladrillo de trufa con picatostes’. ‘Fondant de fresa ácida con almendra amarga’. ‘Suprema de coco y anchoas’. ‘Praliné de pistacho de Segovia’. ‘Bombita fetidita de almendrita’. Al pasar por el rellano del entresuelo, tiro la caja a una papelera. ¡Por fin un acto inteligente!

Abro la puerta del apartamento. Me extraña que el salón esté en penumbra. Huele a sándalo y a vino. Una vela arde en la mesita y Madeleine se encuentra sentada en el sofá con aspecto lánguido y una copa de vino blanco casi vacía en la mano. Me acerco a ella y a causa de la poca luz me atizo un golpe fenomenal en la espinilla con el borde de la mesita. Apreto el puro con los dientes para no gritar y los ojos se me empañan a causa del dolor.

Madeleine me mira y una sombra de preocupación cruza su rostro al ver las lágrimas en mis ojos. Pero al instante se desvanece.

-Siéntese, Julius, quiero hablar con usted.

Obedezco y me siento a su lado mientras me froto el golpe disimuladamente.

-Escuche, Madeleine, quiero pedirle perdón por mi comportamiento de ayer. No tengo derecho a juzgarla ni a entrometerme en su vida. Sólo he sido un estorbo para usted desde que llegué. –Ella me escucha con la mirada baja, apenas puedo ver su rostro.- Ahora que tengo trabajo en la hamburguesería, no es necesario que la siga molestando. Me mudaré mañana mismo, si usted quiere.
-¿Es eso lo que quiere usted, Julius?
-Claro que no, querida. Pero usted tiene derecho a recuperar su independencia, que este viejo carcamal le ha robado sin pedir siquiera permiso.
-¿Ha terminado de autocompadecerse?

Madeleine levanta la cabeza y me mira directamente a los ojos. No puedo evitar dar un respingo al ver el fuego salvaje que arde en los suyos.

-Ahora escúcheme usted, viejo carcamal. Es usted tan miope que no vería una señal aunque tuviera el tamaño de un camión. Es usted el hombre más torpe, estúpido, engreído, machista, sinvergüenza y adorable que he conocido en mi vida. –Mientras habla, se va inclinando sobre mí a la vez que yo retrocedo, asustado, hasta que pierdo el equilibrio y caigo a la alfombra, lo que no es óbice para que ella siga su progresión y caiga sobre mí, inmovilizándome, con sus rodillas aprisionando mis brazos contra el suelo. La blusa se le ha abierto un par de botones mostrando un delicado sujetador rosado, con puntillas. Su perfume me invade en oleadas y me siento como si viajara en una montaña rusa después de cascarme un plato de fabada. Su voz se vuelve ronca. – Como se le vuelva a ocurrir siquiera insinuar abandonarme, le extirpo lo que tiene de hombre con mis propias manos, ¿lo ha entendido?

-¡Ma… Ma… Madeleine! –tartamudeo, con cara de idiota.

Me arrebata el puro de la boca y lo apaga en la copa de vino, las gafas le siguen y vuelan al otro extremo de la habitación. Se tumba sobre mí y me besa en los labios con furia, un largo beso que me deja sin respiración. Mi corazón galopa como una estampida de rinocerontes. Justo cuando empezaba a ponerme morado, se separa unos centímetros y su mirada me atraviesa como a un pinchito moruno.

-Ca... caramba, Madeleine. Usted sí que sabe dar las buenas noches. Me parece que voy a salir al rellano y volver a entrar.

Madeleine se inclina sobre mi oído y musita en voz baja:

-Cállate, Julius. Por una vez en tu vida, cállate.

Esta noche vuelvo a cruzar las puertas del Cielo, por segunda vez. Pero en esta ocasión no he tenido que morir para ello.
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