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Alegato

Groucho MarxGroucho Marx Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2014 en Humorística
El juicio está a punto de acabar. La acusación acaba de hacer su alegato, y el fiscal pasa junto a mí camino de su asiento con una sonrisilla sardónica. Deportivamente, le doy una palmada en el hombro y aprovecho para deshacerme del chicle que estaba masticando. He basado mi defensa en los argumentos que me dijo Madeleine, a la cual he traído al juicio en calidad de ayudante. Es mi turno. Aquí se va a decidir todo. A grandes zancadas me dirijo hacia el jurado.

-Damas y caballeros, honorables miembros del jurado, acabamos de oir las sandeces del fiscal acerca del derecho a la propiedad intelectual, a los beneficios de la empresa discográfica y bla, bla, bla. Yo diría que es un cretino. Más aún, un esbirro al servicio del poderoso. En cambio, yo no lo he sido y nunca lo seré, porque considero insuficiente la cantidad que me ofrecieron.

El fiscal enrojece como un tomate mientras la sala se llena de murmullos y el juez golpea la mesa con su martillo.

-¡Orden, orden! Señor Flywheel, no toleraré ataques personales al representante del ministerio fiscal.
-Disculpe su Señoría, pero más que un ataque ha sido una descripción de ese caballerete engominado. Por suerte no he dicho que fuera un asno petulante, un zamburrio desinformado o un marsupial itinerante, con lo cual su Señoría hubiera tenido razón en reprenderme.
-Haga el favor de proseguir con su alegato.

-Con la vaina, Señoría. Señores del jurado, este pobre memo está aquí ante ustedes acusado de robar canciones. ¡Robar canciones! ¿Cómo se puede robar lo intangible? ¿Las cazó con un cazamariposas? ¿Quién dice que lo que descargó este cenutrio eran canciones? Abran ustedes esos ficheros con un procesador de textos y verán un galimatías sin sentido. ¿Qué nos demuestra eso? Nada, es cierto. Pero aunque fueran canciones, ¿cuál es el límite de la libertad del ser humano mismamente en sí mismo? Se empieza por prohibir compartir canciones, y se acaba prohibiendo cantar en la ducha. ¡Sería desastroso! La gente se negaría a ducharse y entonces sí que iban a cantar, pero de otra manera. ¿Acaso quieren ustedes eso? ¿Dónde quedaría la tradición de libertad de nuestro gran país? ¡Piensen en ello! Desde que el primer colono desembarcó del Mayflower y mató al primer indio, hasta que no quedó ni uno, la base de nuestra sociedad, la esencia de nuestra filosofía, ha sido imponer la libertad a todos los pueblos que han tenido la suerte de cruzarse con nosotros. Mírenle, ahí, encogido en el banquillo de los acusados, sudando como un cerdo, a punto de orinarse encima. Mirándole a él están mirando a millones de americanos. ¿Quieren ustedes que nuestros ciudadanos se meen encima? ¿Cuántos de ustedes podrían verse en la misma situación por descargar unas cancioncillas de nada, excepto si son del Fary, lo cual sí merece la máxima pena? ¡El que esté libre de pecado, que tire el primer DVD!

Algunos miembros del jurado agachan la cabeza con expresión avergonzada. He dado en el clavo, esto va bien. Los murmullos en la sala aumentan de tono.

-¡Orden en la sala! Señor Flywheel, vaya terminando, por favor.

-¡Damas y caballeros! ¡Honorables miembros del jurado! ¡Niños y niñas! Yo les digo: ¿Hemos sufrido, luchado y ganado dos guerras mundiales, y perdido todas las demás, para llegar a esto? ¿Vamos a permitir que todos los que se jugaron la vida, o incluso se rompieron una uña, por la libertad, piensen que su esfuerzo ha sido en vano? ¿Acaso quieren que la Estatua de la Libertad se vuelva a Francia porque le dé vergüenza seguir iluminando las pateras de mejicanos, que llegan a nuestros puertos en busca de ser explotados para tener lavadora? Yo les afirmo: ¡Jamás! ¡Eso no sucederá mientras el whisky corra por mis venas!

De un salto, me encaramo al estrado y empiezo a cantar el himno nacional a grandes voces, llevando el compás con el tacón sobre el entarimado de madera. El juez me mira con los ojos desorbitados. De pronto, una señora se levanta de entre el público con su caniche en brazos y empieza a cantar conmigo. Otro le sigue. Y otro más. Pronto todo el público está en pie cantando el himno a coro. Los miembros del jurado se levantan con la mano derecha sobre el corazón y se unen también. Los policías se cuadran y también cantan. Hasta sus perros aúllan. La gente del pasillo se asoma a ver qué pasa y se ponen a cantar también. El juez no para de dar martillazos pidiendo orden, al borde de un ataque de apoplejía. Tan fuerte martillea que, de pronto, el mazo se desprende del mango y, tras describir una bella parábola, aterriza en la cabeza del fiscal, que pone los ojos en blanco y se desploma en su silla. En la última estrofa, bajo del estrado, hinco la rodilla derecha en tierra, brazos en cruz, cabeza hacia atrás, el puro apuntando al cielo y berreo como no he hecho en mi vida.

Al terminar, toda la sala prorrumpe en aplausos excepto el juez que sigue pidiendo orden, ahora con el puño, y el fiscal que sigue KO. Me levanto, y me dirijo a mi asiento balanceándome, con las manos en los bolsillos. ¡Chupaos esa!

Cuando la calma se restablece y se reanima al fiscal, el juez anuncia:

-Está bien, ahora el jurado se retirará a deliberar.

El portavoz del jurado se pone en pie, con una amplia sonrisa en su cara, y dice:

-No es necesario, Señoría, existe total unanimidad en el jurado.
-En ese caso, le ruego que hagan público su veredicto.
-Este jurado considera al acusado... ¡inocente de todos los cargos que se le imputan!

Estalla una atronadora ovación en la sala. Las personas del público se besan y se abrazan entre ellas, los miembros del jurado se estrechan las manos sonriendo, los policías lanzan sus gorras hacia el techo, los perros, excitados, se mean en la pierna del que tienen más cerca, y el ladronzuelo que esperaba turno para el siguiente juicio aprovecha para escabullirse, no sin antes sustraer disimuladamente la cartera del fiscal. El juez, con la toga arrugada y la peluca torcida, se retira discretamente con la sensación de haber envejecido diez años. Todos me felicitan, me apretujan, me estrechan la mano, mientras mi mirada recorre las cabezas buscando los adorables rizos de Madeleine. De pronto la veo, junto a la pared, mirándome. Ríe y palmotea como una niña, con las mejillas encendidas de entusiasmo. Le tiro un beso y ella me lo devuelve, pero no puedo llegar hasta ella. De pronto, alguien me sube en hombros y rodeado de toda la muchedumbre me lleva hacia la salida, con tan mala fortuna que me arrea un descomunal porrazo contra el marco de la puerta. Pero no me duele, en este momento no puedo ser más feliz.

Después de cincuenta años, he ganado mi primer caso.

Comentarios

  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado septiembre 2014
    Muy divertido, espero que gane los que siguen:)
  • pessoapessoa Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado septiembre 2014
    Muy bueno. Una situación desternillante desde el principio hasta el final, propio de ciudadanos libres
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