¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

El placer del mal ajeno

jeremiaswaynejeremiaswayne Anónimo s.XI
editado diciembre 2013 en Terror
Pocas partes quedan en mi cuerpo que sean ya susceptibles de ser mutiladas: la semana pasada me amputé las dos piernas; cuatro días atrás, el brazo izquierdo por debajo del codo, y cuando acabe este escrito me pienso rajar la garganta. Pero antes de seguir tengo que pediros algo; tomadlo, si queréis, como la última voluntad de un sibarita incomprendido: no volváis a juntar lo que está separado ni a coser lo que yo un día corté con tanto mimo, porque se perdería la estética. Me refiero a los trozos de mi cadáver.

Me volví adicto al dolor precisamente después de ver un cadáver, el del perro atropellado de mi prima Elenita. Yo tenía seis años recién cumplidos y nunca antes había visto un muerto (salvo los insectos que morían torturados en mis letales manitas, pero eso no cuenta). Sin embargo, debo decir que no sentí miedo ni repulsión, sino gozo; gozo de ver a aquel pobre animal sanguinolento tendido en una cuneta mientras su dueña lloraba a lágrima viva por él.


Desde entonces, me dediqué a recorrer las calles de mi barrio a la caza de cualquier muestra de padecimiento animal, y todo por volver a sentir el morboso júbilo que me invadió aquel día. Vi morir a decenas de perros, gatos y ratas, e incluso llegué a ir con mi padre a ver los toros; pero en ningún momento experimenté lo mismo que con mi prima Elenita. Cambié a cuadrúpedos por pequeños llorones, y todo fue a mejor.

Seis años más tarde, el destino me sirvió un plato de amargura tan suculento que me hizo olvidar el llanto insulso de cualquier cagón por su mascota: nada menos que el duelo tras la muerte de un ser amado. Fue en el velatorio y posterior entierro de mi tío Ernesto (el padre de la pobre Elenita), que murió de repente con tan solo cuarenta años. Disfruté lo indecible ese día, inmerso en aquel fúnebre ecosistema que me nutría con un exquisito dolor teñido de luto, y cuya culminación la trajo un último adiós cargado de lágrimas frente a la tumba recién sellada: apoteósico.

Huelga decir que durante aquellos años viví expectante de cada nuevo fallecimiento o preludio de él que se diera en el seno de mi familia. Cuando murieron todos los ancianos y enfermos, no tuve más remedio que recurrir a las esquelas de los periódicos. Era fácil colarse en los velatorios ajenos: sólo había que ir vestido de negro y mostrarse tan compungido como los demás. Pocos me preguntaban si conocía al difunto, y si alguien lo hacía, yo simplemente le contestaba que sí y lamentaba tan terrible pérdida. Nunca me pidieron más detalles que me incomodaran ni levanté la menor sospecha; es más, algunos incluso me ofrecían su hombro para llorar... ¡Incautos!

El repentino accidente que sufrió mi prima Elenita con una moto me hizo subir un peldaño más en el escarpado ascenso a la cima del dolor. A los pies de su cama de hospital, y entre lágrimas fingidas, deseaba con todas mi fuerzas que exhalara su último aliento. Tanto la visité que, sin quererlo ni buscarlo, terminé por encariñarme de aquel monigote con el pulso mantenido y, más que nada, del silencioso infortunio que manaba de sus poros.

La pobre Elenita sobrevivía año tras año contra todo pronóstico, y las visitas de nuestros parientes, cansados de esperar una fatalidad que nunca llegaba, se fueron espaciando más y más en el tiempo. Hasta que por fin pude estar a solas con ella cuando a mí se me antojara, sin tener que rendir cuentas con nadie. Cada pocas horas me distraía paseando por las demás plantas del hospital, sobre todo por oncología y cuidados intensivos, y también por maternidad cuando había algún parto complicado. Luego, atiborrado de sabroso mal ajeno, volvía a la habitación de Elenita a por el comatoso postre. He de reconocer que fue la época más feliz de mi vida.

Pero los tipos como yo no estamos diseñados para ser felices durante mucho tiempo. Los restos mortales de mi prima Elenita, junto con su tierno dolor, tuvieron sepultura un tormentoso 26 de noviembre, poco después de mi vigésimo cumpleaños. Aquel velatorio fue el primero en mi vida en el que no disfruté, y no por tristeza ni porque me hubiera recuperado súbitamente de mi adicción, sino todo lo contrario: estaba tan sobredosificado de los males diarios del hospital que, por mucho que me esforzaba, era incapaz de excitarme ante el cuerpo amortajado de Elenita, ya sin los tubos hincados en la tráquea y sin escuchar el ruido del respirador; sin su alegre desdicha.

Mi presencia en el hospital ya no tenía razón de ser sin el pretexto de visitarla. Conforme pasaban las semanas y yo seguía por allí, las miradas suspicaces y los cuchicheos se fueron haciendo cada vez más evidentes entre el personal sanitario. Hasta que un buen día me cogieron unos encapuchados con bata y me llevaron al pasillo más solitario del hospital, donde me propinaron una salvaje paliza que casi me mata. Poco antes de perder el conocimiento, me hincaron un bisturí en la frente.

Ahora se puede leer la palabra “sádico” subrayada por mis cejas y el tabique partido de mi nariz; los demás cortes me los he realizado yo, por puro placer. Y es que, si bien aquella somanta de palos no me llegó a matar, sí que firmó mi sentencia de muerte al embucharme con el ágape más suculento: mi propio dolor. Como era de esperar, a partir de entonces ya sólo he vivido por y para mortificar mi cuerpo, procurando mantenerme vivo con la única excusa de prolongar este dulce calvario.

Sin embargo, desde que la sangre de mis muñones se secara tres días atrás me he vuelto inmune al dolor, por lo que deduzco que todo cuanto me queda por gozar en este mundo es el deleite de mi postrer agonía. Muero con la esperanza de que arderé en los infiernos, y de que allí me nutriré del lamento de los condenados, y del mío propio. Si tuviera ambas manos os contaría con detalle qué siente uno cuando se rebana la nuez, mientras se le escapa a borbotones la vida entre pompas translúcidas de color carmesí; pero no es el caso, porque la única mano que tengo la necesito para sujetar el cuchillo que me aguarda. Deseadme una muerte lenta y dolorosa.


Podéis leer más relatos en: http://cuentosdesdelasombra.blogspot.com.es/

Comentarios

Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com