Solía tomar el sol lo más desnuda posible en la parte ciega del jardín. Coca se tumbaba a mi lado, a pesar de que el calor la hacía jadear sin parar, posando dulcemente una de sus grandes pezuñas sobre mi mano. Así enlazadas sesteábamos.
El pequeño, a veces, trasteaba jugando en el fresco sótano mientras yo intentaba que mi piel se adiestrara un poco antes de que la temporada surfera comenzara.
En una de esas tardes en las que Coca y yo dormitábamos al sol, sentí en la nalga una picadura que identifiqué como el aguijonazo de una avispa golosa. Sobresaltadas, la perra y yo nos incorparamos. El niño reía con su lupa en la mano; había proyectado un rayo de sol apuntando al que a él le pareció un gracioso lugar. La perfecta redondez roja de aquella travesura se marcaba en la piel de mi trasero. Reímos entonces los dos y Coca entendió que todo estaba bien.
Creo que Coca murió poco después, dos añós contaba, en manos del hombre que pensó que su muerte me lastimaría tanto como así fue.
La llevaba en su coche, atrás. Me alcanzó hacia la mitad de la larga y solitaria calle. Se detuvo y, a través de la ventanilla, me dijo ( no sé si hablaba su boca o la vena tumefacta de su cuello):
_ Mírala bien, porque es la última vez que la ves viva.
Ese mismo día cumplió sus infames palabras o eso me hizo creer para siempre; no volví a verla, ciertamente, ni víctima ni con vida.
Si se alzaba en pie sobre sus patas traseras, cuando pretendía abrazarme para lengüetearme la cara, me rebasaba en un par de cabezas. Más de una vez me derramó por suelo con la fuerza de sus zalamerías, habida cuenta de su gran tamaño. A mí me daba la risa porque todo intento de zafarme de ella era inútil y, rendida, me divertía la situación.
Muchas mañanas, cuando desenredaba la habitación de los niños cuya ventana atinaba a la parcela del jardín destinada a la perra, la observaba. Desde los árboles cercanos un gorrioncillo acudía a su hocico a picotear los restos de comida que allí quedaban cuando la tragona devoraba arroz hervido. Coca inmóvil, mirando con esos ojos de bobalicona, dejándose pellizcar por el pajarillo que parecía besarla; me recordaban a los protagonistas de una historia de amor imposible.
Así es como siempre la recuerdo.
Gris con manchas negras . En la frente, el borrón más grande y oscuro se partía en dos gracias a una marcada línea blanca. Alguien dijo que parecía una raya de coca.
Uno de estos días intentaré dibujarla de y en memoria, aunque sé que no podré captar la nobleza de sus ojos como lo haría Artgus.
Comentarios
Nunca tuve una perra llamada Coca.
Nunca me quemaron el trasero, ni vi a un gorrión por la ventana de mi octavo piso en un hocico.
Pero sí que he tomado el sol algunas veces, jaja.
Un abrazo, Amparo !
Gracias por leer, Sandra.
Me va a suceder como a Pedro el del lobo...un día contaré algo vivido y a nadie le parecerá real!
Un saludo!