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Cocomordán (1ª parte)

AlbatrossAlbatross Gonzalo de Berceo s.XIII
editado febrero 2013 en Narrativa
Me consta que no ostenta usted título alguno de terapeuta; que no ha estudiado psicología y que no acostumbra a pedir a sus clientes que se apoltronen en un diván. Usted no es más que un simple camarero con sus limitaciones intelectuales inherentes. No obstante, y tras haberlo ponderado, le obsequio con esta historia porque sé que sabrá apreciarla en su justo valor que yo calculo, con bastante exactitud, equivalente al coste del almuerzo que me acabo de terminar, incluidos bebida, postre y café, y de cuyo contravalor en efectivo carezco en estos momentos.

Reconozco que aprendí una valiosa lección el día que, tras rubricar una trágica misiva de despedida a mi hasta entonces prometida Dyanne, intenté quitarme la vida con la ingesta de cincuenta o sesenta comprimidos de sulfamida benzóica, un compuesto obtenido del alquitrán de hulla y comercializado con el nombre de sacarina, con el convencimiento de que eran Trankimazines.

Tras confirmar, durante toda la tarde, que el ardor de vientre no confluía en un desenlace fatal, me serví un chocolate caliente y unas magdalenas para asentar el estómago, tiré la nota al inodoro y prendí el televisor para ver La ruleta de la fortuna. Intenté encontrar consuelo en la reflexión de que al menos la sacarina no me haría engordar aun más. Usted habrá constatado, sin duda, que soy de hueso ancho.

Entrada la noche, consideré salir a la cornisa y arrojarme al vacío, pero me aterró la idea de que los parroquianos del bar de enfrente, ya un poco achispados por la hora y visto que era el primer día de las vacaciones de verano, se confabulasen, cubata en mano, en animarme a saltar. No sería la primera vez: mucha mala leche y mucho cachondeo se gastan en mi barrio, pero desconocen el significado de la palabra empatía ―amén de otros vocablos de uso cotidiano como «alzaprima», «refocilo» o «ambigú»―. Además, vivo en una entreplanta y el piso es de tierra arcillosa con rosales plantados. Hubiese sido trágico que, debido a la insuficiente solidez del solado, pudiese haber salido del lance con una rodilla desconchada o un tobillo torcido, lleno de arañazos que se podrían infectar y con la obligación adquirida de reponer las plantas a la comunidad. Por otra parte, ese método de suicidio conlleva un inherente riesgo de dañar mis anteojos: un hombre ha de morir como ha vivido, y mi vida ha transcurrido por la senda del método; no contemplaba un salto a lo loco o a ciegas que implicara una renuncia a la precisión y me aterraba sobrevivir al intento con las gafas rotas.

Aun recuerdo con irritación cuando, con mi mejor intención y en arrebato altruista, escribí una carta para donar post mortem mis ojos y mis gafas de quince dioptrías y, en lugar de encontrar agradecimiento, recibí, de la secretaría del Banco de Ojos, una respuesta tan amable como declinatoria. Pero ya sabe usted que el funcionariado en este país constituye una raza aparte.

Finalmente pospuse el suicidio y opté por descolgar el teléfono para pedir una pizza, unas patatas bravas, un pack de seis cervezas y un tiramisú doble. Descontando el materno, el número de la pizzería es el único que guardo en la memoria de mi teléfono móvil de primera generación.

Conocí a Dyanne en la academia de baile, en la primera y única clase de bachata a la que asistí, con la creencia ingenua de que podría perder peso. Es una mulata originaria de la localidad de La Ciénaga, provincia de Barahona, en la República Dominicana. Su verdadero nombre es Estermina Osuma, pero optó por un sobrenombre más artístico y que no sugiriese de forma tan implícita un dilema o una disyuntiva tan adusta como su nombre primigenio. El acercamiento entre nosotros comenzó cuando, a los pocos minutos de comenzar las clases, las señoras se alejaban de mí para protegerse de las salpicaduras. Aquellas embrutecidas ignoraban que el sudor, en más de un noventa y cinco por ciento, no es más que agua y toxinas. Yo, lo reconozco, poseo un sistema de glándulas sudoríparas de una actividad frenética, lo cual denota salud, aunque algunos derrotistas insistan en llamarlo hiperdrosis crónica.

Dyanne me acompañaba en el baile sonriente y dicharachera, aunque no me pasó desapercibido que con los otros caballeros su actitud arrastraba un componente frívolo, me quedo corto: casi obsceno; parecía que disfrutase de que aquellos gañanes frotasen sus infames cuerpos contra ella con alocada fruición y fingido desinterés; una actitud que no reconocía cuando yo le hacía de pareja. Por esa razón, me extrañó muchísimo cuando aceptó mi invitación a un paseo con horchata por el centro comercial, seguido de una velada en mi apartamento de soltero para escuchar la discografía completa de Abba, remasterizada.

Más tarde comprendí que la distancia que guardaba conmigo en el baile era un reflejo del respeto que sentía hacia mi persona, tal vez motivado por mi innata destreza para la danza caribeña, y denostaba un interés evidente en entablar una relación conmigo a un nivel mucho más profundo. Aquello, cómo negarlo, me llenó de orgullo.

Tras la audición de la tercera versión ―en sonido estereofónico― de Waterloo, la ingesta de media botella de Anís del Mono y la breve pero cordial visita de dos agentes de la Policía Municipal pertrechados de medidores de decibelios, Dyanne mentó, por primera vez, la palabra «cocomordán.»

El cocomordan ―ella pronunciaba «cocomoldán»― es una técnica sexual extendida por toda la isla de La Española, pero de clara predominancia entre las negras haitianas, con un oscuro origen que proviene de tiempos atávicos en el África original. Consiste en desarrollar y entrenar los músculos de la vagina para crear, sin movimientos de pelvis o de otras partes del cuerpo, un efecto extremo de succión sobre los genitales masculinos ―en el coito, se sobreentiende―. Sostenía que es todo un fenómeno en su país que hace que los maridos abandonen a sus familias cuando conocen a una negra iniciada en tales artes y que ha llevado a muchos hombres al crimen y a la locura. La instrucción en estas prácticas es algo que las madres haitianas, a falta de riquezas materiales, ofrecen como dote a sus hijas casaderas, es decir, a partir de los once o doce años.

Sostenía que ella, a pesar de no ser haitiana ni negra, era tan versada en las delicias del cocomordán como en los bailes merengue o bachata. No en vano, tuvo la ocasión de aprender la teoría de una haitiana colega de trabajo (Dyanne fue algo así como azafata de congresos en La Ciénaga). Afirma que más tarde pudo perfeccionar la práctica ―hasta la saciedad― por su propia cuenta. ¡Cuántas veces la he visualizado con todo detalle afinando la técnica en la soledad de su cuarto con el auxilio de un plátano o, en su defecto, cualquier hortaliza autóctona con la configuración adecuada!

Mientras me hablaba de tan sofisticada destreza y, sin ser consciente de ello, mencionaba de pasada la marca de su perfume favorito, la del bolso que le gustaría tener o su talla de zapatos. Yo soy una persona sagaz, taimada y de inteligencia rápida, en claro contraste con la inocente candidez de Dyanne. Aproveché mi superioridad intelectual y mi natural savoir vivre para tomar nota mental de todos aquellos datos soltados al descuido para, más adelante, proveerme de aquellas bagatelas con el fin de poder obsequiarle con objetos harto acertados y así aparentar un alto nivel de compenetración o afinidad cercano a la perfección. No me llame ladino, llámeme astuto.

No soy, lo admito con todo pundonor, ningún potentado. Soy un humanista que nunca ha valorado en exceso lo pecuniario. Alérgico al trabajo físico, padezco el infortunio de vivir en un país donde no se aprecia en su justa medida el esfuerzo intelectual. Por esa razón, para financiar mi estrategia de acercamiento a Dyanne, tuve que comenzar a visitar a mi madre con más frecuencia ―premeditadamente a la hora del almuerzo― y aprovechar la siesta de la sobremesa para, de forma subrepticia, apropiarme de algunos segmentos de la herencia que me corresponde, en forma de joyas, de objetos susceptibles de ser empeñados o, en su defecto, de moneda de curso legal.

A mi madre le alegraba la asiduidad con la que la visitaba últimamente y lo demostraba de una manera harto original que me resultó conmovedora: al final de aquel periodo me recibía con honores militares: con la escopeta de mi difunto padre al hombro, cargada y lista para soltar salvas de honor a mi llegada.

De esa forma pude sumar puntos sorprendiendo a mi admirada Dyanne con obsequios que ella nunca se hubiese esperado. Jamás, empero, exageró su gratitud: una actitud muy de loar, motivada por su voluntad de que en ningún momento me sintiese incómodo en aquella situación. Ella continuaba hablándome del cocomordán; insinuaba que, tal vez un día, practicásemos aquella habilidad juntos y, acto seguido, me recordaba de forma inocente que no tenía qué ponerse para estar guapa para mí en nuestra próxima cita. ¡La refinada me decía con indirectas que quería volver a verme! Yo respondía a su invitación comprándole un vestido o un conjunto de ropa interior. Mi deseo se encendía más y más.


Continúa en "Cocomordán 2ª parte"

Comentarios

  • AlbatrossAlbatross Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2012
    Continuación de "Cocomordán 1ª parte"


    Comencé un periodo de investigación en profundidad en Internet que me tuvo diez días pegado a la pantalla del ordenador y alimentándome de lasaña precocinada. Al cabo de un tiempo y por pura casualidad tuve la fortuna de dar con una página de un valor incalculable dedicada a recopilar información: Wikipedia se llama, y no sé muy bien cómo pude burlar los códigos de acceso, ya que sospecho que, por su naturaleza, es de uso exclusivo de la C.I.A., los masones o tal vez El Vaticano. Pero no me sorprendió, dado que mi nivel de destrezas con la informática se podría considerar como algo superior a avanzado. El hecho es que encontré bastantes datos sobre el cocomordán.

    La información obtenida en la Wikipedia fue concluyente: la palabra cocomordán tiene un origen etimológico patois o créole: «cocó mordent» o «vagina que muerde.»

    La página describe el “cocomordán” como la capacidad de ejercer una considerable presión voluntaria sobre el miembro masculino durante el coito, a través del músculo pubococcígeo o el constrictor de la vagina y de otros ubicados a su alrededor. El cocomordán, concluía, es una técnica que se puede desarrollar a través de los ejercicios de Kegel. Primero hay que identificar los músculos y reconocerlos; ello es fácil porque son los mismos que se utilizan para detener el flujo urinario. Una vez identificados, hay que contraer la vagina fuertemente, contar hasta diez y luego relajar los músculos para volver a comenzar. Los ejercicios de Kegel tienen la ventaja de poderse practicar en cualquier momento o situación, dada su discreción: en la oficina, en el autobús, en misa, en la cola de la pescadería…

    Concluí que el cocomordán, por la inmovilidad del sujeto pasivo, era una técnica sexual perfecta para una personalidad como la mía, poco dada al deporte y a la actividad física en general. No obstante, me importunaba la sombra de un pero: yo disfruto de una genética extraordinariamente evolucionada; se podría decir que constituyo un prototipo del hombre del futuro: el descomunal tamaño de mi cerebro contrasta con mi limitada fuerza muscular y con el exiguo tamaño de mis genitales. Por esa razón me preocupaba que al prestarme a una sesión de cocomordán y, en el momento de la succión suprema, mi órgano reproductivo, obedeciendo las leyes más elementales de la física, comenzase a bailar como loco en el interior de Dyanne, asemejando el movimiento caótico de un globo que se suelta para que se desinfle o una manguera de agua con presión que se mueve en todas las direcciones cuando nadie la sujeta. No obstante, en mor de la ciencia, admito que estaba deseando comprobarlo.

    Pasaban los meses y yo notaba la tensión creciente. Había gastado todos mis ahorros y, en la casa de mi madre ―amén de la escopeta―, solo quedaba la cama con un juego de sábanas, una silla y una mesa en la cocina. Encontré insultante la fútil cantidad de dinero que me dieron a cambio de mi colección de vinilos de Abba, pero sabía que mi inmersión sensorial en el espíritu atávico-animal del África primitiva estaba por comenzar. ¡Qué gran forma de perder la virginidad!

    Fue entonces cuando me sugirió que, para vencer su timidez y hacerme partícipe con generosidad de sus habilidades, sería conveniente someterse de inmediato a un implante de prótesis mamarias: una solución categórica para sus complejos ―de los que hasta entonces, bendita humildad, nunca me había hablado―. Curiosamente, ya tenía el nombre de un cirujano así como un presupuesto detallado y una cita para esa misma tarde: se conoce que después de tantos meses junto a mí, se contagió de mi espíritu práctico y cartesiano. La acompañé a la consulta y me impresionó constatar que, en efecto, se trataba de un gran profesional: durante más de tres cuartos de hora estuvo palpando los senos de mi prometida, con la palma y el dorso de la mano, agarrando ambos pechos con los ojos cerrados para poder aprehender bien la forma, la textura, la densidad, la temperatura, el tono…, apretándolos, e incluso despertando repetidas veces con la yema de sus dedos la sensibilidad de sus pezones. Para ilustrar hasta qué punto estaban abstraídos, yo, que veía los pechos de mi adorada por vez primera, quise dejar constancia de que no encontraba objeción alguna en la forma y tamaño de que Natura los dotara, y así lo manifesté repetidas veces, sin que ninguno diese señales de haberme oído. Y eso fue solo la parte que yo pude atestiguar: más tarde me hicieron salir, así como a la enfermera ―para no cohibir a Dyanne― y estuvieron otros cuarenta y cinco minutos encerrados en la consulta, sometiendo a exámenes a mi amada que, a juzgar por los ruidos que salían del interior, debieron ser muy avanzados.

    Mientras esperaba fuera, el cirujano me prestó una prótesis semejante a las que iban a serle implantadas para que me fuese acostumbrando al tacto. ¡Qué hombre tan atento! Debo reconocer, no sin cierto embarazo, que el efecto que produjo en mi psique la voluptuosidad de palpar aquella divina bolsa de silicona me obligó, al cabo de un rato, a ir a los aseos a limpiarme. ¡Mágica conjunción entre Eros y la moderna tecnología! Cuando vi la cara de satisfacción de mi Dyanne al salir de la consulta, no dudé en firmar los plazos de la domiciliación bancaria para sufragar la intervención, valorada en treinta y seis mensualidades de cuatrocientos euros cada una. Al despedirnos, me dieron un bonito almanaque, todo un detalle.

    El primer día después de la intervención, en la habitación de la clínica, tuve ocasión de comprobar, una vez más, el grado de profesionalidad del cirujano así como la humanidad del trato con sus pacientes. Cuando vino a interesarse por ella la cogía de la mano para reconfortarla, le acariciaba el pelo y las mejillas, le susurraba palabras al oído, e incluso llegó a recostarse a su lado para comprobar que la cama fuese lo suficientemente cómoda. ¡Chapeau!

    Tras la operación, me deshice en cuidados con ella. La velaba, la visitaba a diario, le hacía la comida y ella mostraba su gratitud con una circunspección silente e irritada al principio y con vehementes insultos al final: quería ahorrarme fatigas y pensaba que así me alejaría de ella. ¡Ingenua! ¡Alma inocente! ¡Una santa! Por eso no me extrañó tanto cuando dejó de cogerme las llamadas. Había desaparecido de su casa y en la academia de baile no sabían de ella; acudí a la Policía y a detectives; esos grandes profesionales, ¡Qué entereza! ¡Qué forma positiva de ver la vida! A pesar de que han visto de todo, recibían mis dramáticos testimonios con una amplia sonrisa, a veces incluso a carcajadas; la mente humana es fascinante: es un mecanismo de defensa que han desarrollado a lo largo de los años. Acabé por resignarme a un rapto o algo peor.

    Recientemente, un año más tarde, un rayo de luz iluminó mi entendimiento: tal vez, tras su operación, acudió alguna vez a la consulta del cirujano para las revisiones post-operatorias y él sabría darme noticias, puede que una pista que me permitiese seguir su rastro. El buen hombre no dudaría en ayudarme: después de todo, yo seguía cumpliendo mi compromiso y pagaba las mensualidades religiosamente.

    Entré en la sala de espera de la consulta y, mientras esperaba que me recibiese, tuve varias horas para hojear las revistas y observar las imágenes que colgaban de las paredes. Había un gran número de fotografías enmarcadas que no estaban en mi visita anterior y que pude deducir ―por incluir la figura del cirujano en todas ellas― que retrataban una embarcación de su propiedad.

    Se trataba de un impresionante velero de madera de corte clásico, palos mayor y trinquete, treinta o treinta y cinco metros de eslora. Mi ojo informado estimó con rapidez que debía costar varios miles de euros.

    Miré con detenimiento las fotografías: había tomas del barco navegando, desde lejos, del interior. Me detuve en una en particular, era una imagen del espejo de popa donde estaba rotulado, con letras de oro, el nombre de la embarcación. ¡Cómo el mundo es pequeño, amigo mío! Al leer el nombre se me saltaron las lágrimas y el dolor me indujo a contemplar la posibilidad de quitarme la vida.

    Tal vez no sabré nunca qué designios divinos llevaron al azar a guiñarme con crueldad aquel ojo burlón. Salí de la consulta sin hablar con aquel buen cirujano; nunca sabré si volvió a ver a Dyanne en algunas de sus revisiones ni por qué irónica conjunción de astros el nombre de aquel barco era «Cocomordán.»

    Sé que es indigno de una persona como yo y que el cirujano no merecía un trato así, pero fue más fuerte que mi voluntad: antes de salir de la consulta, sustraje furtivamente la prótesis de silicona que me fue una vez prestada y que hoy constituye mi único consuelo, mi compañía en las largas noches solitarias y mi tabla de salvación.









    NOTA DEL AUTOR: Si has llegado hasta aquí habrás sabido perdonar la extensión del cuento, mayor de lo habitual. Si además eres seguidor, notarás que he invertido la receta: normalmente añado un poco de humor a un drama, como el contrapunto salado que un repostero pone en una masa dulce para realzarla. En este texto, por ser el último que escribo este año, he decidido cargar el componente humorístico. Un género harto difícil por lo resbaladizo, por lo fácil que resulta caer en lo zafio o, lo que es peor, pretender ser gracioso sin serlo. En cualquier caso, me he divertido mucho escribiéndolo y espero que tú también leyendo.
  • AlbatrossAlbatross Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado febrero 2013
    Este relato ha sido galardonado en el foro de literatura "Letras y algo más" como "Cuento destacado del mes de febrero de 2013".

    A pesar de que ha suscitado poco interés por aquí, realmente es un cuento especial para mí porque recuerdo haberme divertido muchísimo mientras lo escribía.

    Desde aquí quiero agradecerles la distinción y enviarles un abrazo.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado febrero 2013
    A eso se le dice por aqui: hombres lecheros, que dan todo esperando recibir algo a cambio, que divertido, ni siquiera probó el cocomordan, ah, que lentejo, pero asi los hay:):p
  • IgnoriaIgnoria Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2013
    Hola.
    Hacía que no me pasaba por Narrativa; hoy lo he hecho y te he buscado.
    Tú te has divertido escribiéndolo y yo leyéndolo. Y mucho.
    Sencillamente me parece genial, muy irónico y muy bien enlazado.
    Felicidades por tu manera de decir.
  • ArroyoArroyo Juan Boscán s.XVI
    editado febrero 2013
    Todo lo que has publicado aquí me ha gustado, excepto ese golpe de vanidad del que haces gala, haciéndonos saber que este relato fue premiado. ¿Y qué? ¿Tenemos que arrodillarnos ante los premios?.
    Es una pena. Tus cuentos no necesitan pregonar su bondad.Más bien la entorpecen.
    Vuela alto, como el albatros, pero no nos digas a cuánta altura.
    Saludos.
  • AlbatrossAlbatross Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado febrero 2013
    Arroyo escribió : »
    Todo lo que has publicado aquí me ha gustado, excepto ese golpe de vanidad del que haces gala, haciéndonos saber que este relato fue premiado. ¿Y qué? ¿Tenemos que arrodillarnos ante los premios?.
    Es una pena. Tus cuentos no necesitan pregonar su bondad.Más bien la entorpecen.
    Vuela alto, como el albatros, pero no nos digas a cuánta altura.
    Saludos.


    Gracias Amparo, Ignoria, Arroyo.

    Arroyo: Mi intención era más bien agradecer públicamente en este foro las atenciones dispensadas en otro y de paso darlo a conocer por si a alguien interesa.
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