Me gustaría escuchar tu opinión sobre este cuento. Debo indicar que fue escrito ya hace 20 años por lo que debes posicionarse en un contexto histórico, aunque reciente. Desde ya te agradezco si me dejas tu sincera opinión. Gracias Rabolón
DE COMO ADQUIRÍ PODERES ESPECIALES DE LA TARJETA ELECTRÓNICA
Rabolon
22 de Mayo de 1992
Siempre fui un escéptico. Nunca creí más de lo que mis ojos, o un aceitado razonamiento pudieran dar una lógica y acabada explicación. Cómo pude haber hecho algo así y los sucesos que de ello devinieron, enseguida les cuento, pero les prevengo que no fue para nada una experiencia agradable.
Corría un otoñal primero de Mayo. Mi esposa e hijos disfrutaban plácidamente de un video en el living de la pequeña casa que habitaba. El día feriado extra, dislocaba la rutina trabajo-domingo-trabajo. Sentado en mi escritorio mis ideas vagaban por el espacio sideral mientras mis inquietos dedos flexaban casi hasta la rotura una tarjeta electrónica del transporte urbano de la ciudad de Córdoba.
La inesperada rotura de la misma me regresó abruptamente a la tierra.
Con cuidado tomé entre mis dedos la chapita dorada que se había desprendido de su alojamiento en el plástico verde. La misma presentaba un reverso recubierto por una durísima capa negra. Mientras la observaba, elucubraba diversas hipótesis tratando de explicarme, debido a que ingenio o artificio humano, ella podía almacenar sin que se borrara, un determinado monto de dinero. Era realmente algo mágico, ya que aparentemente no tenía ni pila ni cables. La curiosidad impulsaba mi intrepidez. Con una pinza quebré la chapita. Los bordes de la rotura eran irregulares y no parecía ser nada especial.
Consciente de la irrecuperabilidad de la tarjeta, y perdida por perdida, con un martillo la reduje, tras algunos minutos de activo golpeteo, en un finísimo y homogéneo polvo negruzco.
Abandonando todos mis principios, probablemente influido subconscientemente por algún cuento de brujas o hechiceros leído en mi infancia lo disolví en medio vaso de agua hirviente, le agregué pasto seco y
algunos insectos resecos que rescaté de una vieja tela araña, y casi sin pensarlo, y de un solo trago, me bebí el amargo e insólito brebaje.
El hecho pasó al olvido tan rápido como el feo sabor se disipó en mi boca. Íntimamente lo califiqué como una nenería propia de algunos adultos, que como yo, quizás vivimos una niñez demasiado breve o demasiado responsable. Sin embargo no todo terminó ahí.
En general evito realizar mis necesidades fisiológicas, fundamentalmente la de mayor envergadura en el baño de la oficina. Una vida ordenada y adecuados hábitos alimenticios me han permitido confinar dicha actividad a un ajustado horario nocturno, con las apropiadas garantías que brinda una buena higiene hogareña. Pero esa mañana se produjo una excepción.
Una vez depositados lo naturales excrementos humanos en el blanco inodoro, oprimí el botón del depósito de agua para eliminar cualquier vestigio. Como una catarata el agua borbolló ruidosamente en el tazón durante algunos segundos.
Me sorprendió que mi innoble producto permaneciera incólume en el fondo. Decidí esperar algunos minutos para que se recargara el depósito. Repetí la operación con igual resultado. Realmente el excremento parecía como soldado en el fondo del inodoro.
De ninguna manera podía irme y dejar semejante regalito al futuro visitante. Con una escobita limpia-inodoro, único elemento mueble que envejecía en el recinto, intenté desplazarlo. Se desprendió una cubierta de naturaleza fecal dejando al descubierto el brillo inconfundible de un metal dorado. Separé con cautela todo el recubrimiento pero la turbidez del agua me impedía reconocer con exactitud él o los objetos. Por lo tanto, impaciente, esperé algunos minutos más y volví a oprimir el botón del depósito.
Lo que vi y me asombró fue lo siguiente. En el fondo del receptáculo dos impecables cilindritos amarillos se balanceaban ociosamente al ritmo cadencioso del oleaje remanente. Marcando un hito en mi vida, introduje lentamente la mano en esas aguas, psíquicamente prohibidas para las personas educadas profilácticamente. Brillantes, dorados, pesados, iguales y aun tibios palpitaban en mi mano. Rápidamente los lavé con agua limpia y me los guardé en el bolsillo del saco.
Las cinco o seis horas restantes en la oficina fueron un real martirio. Una insoportable ansiedad me devoraba. La certidumbre de estar ante algo que
podría cambiar radicalmente mi vida me abrasaba. Creo que en el interín envejecí un par de años, y todo inútilmente ya que la relación que mantenía con mi jefe era óptima y sin mayor inconveniente podría haberme retirado del lugar alegando cualquier trivial excusa.
Al llegar a mi casa, desenfrenado, realicé un crucial experimento que por lo sencillo e instructivo aquí describo. Até con un hilo de cocer uno de los cilindritos. Llené un vaso con agua hasta el límite. Introduje el cilindrito en el mismo y recogí en un recipiente el agua que rebalsó del vaso. Con suma prolijidad pesé esta agua, la balanza indicó 14 gramos. Luego pesé el mismo cilindrito y la balanza indicó 266 gramos. La división de ambos dio 19, que es lo que se conoce como peso específico. En un viejo libro de física había una tabla con las propiedades de cada metal, entre ellas el peso específico. Solo dos se aproximaban claramente, el Wolframio o Tungsteno y el Oro, ambos con 19,3.
Un sudor frío estremeció mi cuerpo. Tenía la codiciada gallina de los huevos de oro. Pero esa gallina era yo. Debía conservar la calma. Cualquier actitud apresurada podría arruinarme. Lo primero era corroborar si la experiencia era repetible. Eso no podía esperar ya que absolutamente todo dependía de ello.
Obsesionado y transfigurado, ignorando la recia lluvia que caía, con el paraguas en una mano y con el documento de identidad en la otra mano me fui a comprar otra tarjeta electrónica.
Desgraciadamente en un virulento ataque de limpieza, ese mismo día, mi señora había erradicado todas las telas de arañas de la casa. No fue sencillo hallar una excusa razonable para buscar alguna, en la pulcra casa de mi vecina. El esfuerzo no fue en vano. Conseguí una hermosa tela araña llena de insectos resecos, incluyendo la misma araña que la tejió, que probablemente se habría suicidado en algún momento de honda depresión.
A los diez minutos ya había preparado, e ingerido el potaje. Acostado con los brazos, piernas y ojos abiertos, mirando el blanco cielorraso, sudando febriles gotas de gloria, sentía formarse el vil metal a costa de mi bien proporcionado cuerpo. Totalmente sensibilizado casi podía apreciar los menores detalles de la transformación química.
Al cabo de un par de horas un breve pero sonoro eructo anunció el final. Conocidos estímulos en el recto anunciaban con bombos y platillos el esperado acontecimiento.
La codicia había hecho presa de mí. De ninguna manera estaba dispuesto a arriesgar ni un gramo de oro a expensas de un alocado torbellino de agua. Extendí en el piso del baño un diario viejo y sobre el consumé uno de los fenómenos fisiológicos, que aunque repetido cientos de millones de veces por día, no deja de ser uno de los más interesantes de los que disponemos los seres humanos.
Las dos semanas siguientes fue un desquicio. Las continuas diarreas negras ulceraron sin piedad mis maltrechos intestinos. La ansiedad me consumía. Mi cerebro a duras penas controlaba mis minados nervios. Mi boca y garganta se tornaron resecas y un hedor permanente contaminaba mi aliento. Mis manos y rodillas temblaban en forma permanente.
Debilitado, ojeroso, e insomne, repetía el experimento de día y de noche, tozudamente, una y otra vez, siempre con igual resultado negativo.
Debo agradecer fundamentalmente a mi esposa, a mis padres, y a mis compañeros de trabajo la paciencia, afecto y comprensión que tanto ayudaron a mi rehabilitación, emocional como psíquica. También debo hacer un reconocimiento a la rápida y eficaz tarea de los médicos de E.. que me efectuaron los primeros auxilios, así como al personal de la clínica S..., y en especial al médico gastroenterólogo Walter Domínguez, durante mi breve período de internación en ese nosocomio.
Una mención especial a mi psicólogo, y amigo, doctor Ricardo Vidal cuya apropiada terapia a podido reconstruir la necesaria confianza en mí mismo a tal punto que he vuelto a comprar una nueva y reluciente tarjeta electrónica, eso sí, únicamente para viajar.
Alguno quizá se pregunte por el oro. La venta del mismo permitió costear mi recuperación y aún queda como para dos meses más de psicoterapia.
FIN
Comentarios
Pregunto, ¿como haces para que al pie de tu comentario figure tu link?
Tengo muchos para publicar. No creo que tu saludo pueda ser más al sur que el mío, ya que soy de Córdoba pero de Argentina.
Saludos desde muy al norte
Acá en Córdoba Argentina me estoy cocinando con 30 a 35 grados de temperatura máxima todos los días, pero no te envidio ya que el invierno Escocés te debe congelar hasta el hipotálamo.
Saludos