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Stephen King sobre el miedo en la literatura de terror

GerchuGerchu Fernando de Rojas s.XV
editado abril 2015 en Literatura
Es un artículo viejo, pero me pareció interesante.

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El escritor estadounidense Setephen King declaró ayer al periodista Ian
Caddell: “El miedo es un programa de supervivencia. Tal vez te asusten algunas cosas, como avanzar por la línea divisoria de una autopista de noche, o salir en la temporada de caza de Maine. Se está celebrando ahora, y si no llevas puesto nada rojo o naranja, puedes temer que te disparen. Por tanto, creo que es un programa de supervivencia. En las historias que escribo, intento proveer a la gente de pesadillas, que son lugares realmente seguros para poner esos miedos durante un rato porque puedes decirte que, después de todo, es tan sólo ficción. Lo único que haces es sacar tus emociones a pasear. Si se trata de una emoción negativa, es como si esta fuera una especie de Pit Bull. Aún necesitas cuidarlo y sacarlo a pasear, pero, por lo menos, ahora tienes un sitio al que llevarlo. Eso es lo que estas historias intentan hacer”.

Esa imagen del Pit Bull al que hay que sacar a pasear resulta fascinante. Expresa de una manera genial el carácter ambivalente de la relación de cualquier persona con el miedo. Unas veces te avisa con su ladrido de que algo anda mal, otras veces, se rebela y escapa a tu control, y te muerde, hasta que puedes dominarlo. Si puedes. Es tuyo, porque tus miedos y traumas forman parte de ti, pero no puedes fiarte de él, porque se trata de un animal fiero y no siempre te obedece. Y, sin embargo, estas obligado a cuidarlo, sacarlo a pasear, alimentarlo, aplacarlo… Desde luego, esa definición del miedo es todo un hallazgo del hombre de Maine, se parece a algunas metáforas inquietantes con las que a veces nos acuchilla en sus narraciones.

No obstante, hay algo que no me convence del todo en su exposición referente a la literatura de terror, y es que parece relacionarla únicamente con miedos de carácter físico. Las historias de terror pueden entenderse como un lugar donde exorcizar miedos atávicos, de acuerdo, pero ¿no están presentes en ella otro tipo de temores? Se podría ampliar esa concepción teniendo en cuenta los planteamientos del teórico David Roas acerca del miedo en la literatura fantástica, a la cual pertenece casi toda la literatura de terror.

Roas distingue dos tipos de miedo: el físico y el metafísico. El físico coincidiría con ese al que se refiere Stephen King al hablar de “programa de supervivencia”, es decir, el relacionado con una amenaza física. El metafísico se produciría cuando aparece un elemento sobrenatural y, por tanto, las ideas preconcebidas del sujeto acerca la realidad se ven amenazadas. Ambos tipos están presentes en la mayor parte de las narraciones de terror, incluidas las del maestro King, aunque él no lo sepa (o en esta ocasión lo haya obviado).

Fuente:http://www.actualidadliteratura.com

Comentarios

  • ZanbarZanbar San juan de la Cruz XVI
    editado junio 2008
    Oigo una musiquilla que me llama... ¡Oh, Stephen King!

    Gracias por tu post, Gerchu.

    Pero yo creo que se refería al miedo en su más amplio abanico, lo que ocurre es que en un programa de radio no se va a poner a ejemplificar con arañas gigantes, Taks ni nieblas extrañas. El miedo a lo desconocido, lo sobrenatural, también es aplicable cuando una sale solo de noche con su coche (esto rima como una canción del Fary).

    Excelente metáfora, sí.
  • Marcelo_ChorenMarcelo_Choren Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2008
    Don Esteban tiene un prólogo muy interesante sobre el tema en su antología El umbral de la noche. Se los pego aquí.

    Hablemos, usted y yo. Hablemos del miedo. La casa está vacía mientras escribo. Fuera, cae una fría lluvia de febrero. Es de noche. A veces, cuando el viento sopla como hoy, se corta la electricidad. Pero por ahora tenemos corriente, así que hablemos muy sincera*mente del miedo. Hablemos de forma muy racional de la aproximación al filo de la locura... y quizá del salto al otro lado de ese filo.
    Me llamo Stephen King. Soy un hombre adulto, con esposa y tres hijos. Los amo y creo que este sentimiento es correspondido. Soy escritor y mi oficio me gusta mu*cho. Mis ficciones —Carrie, La hora del vampiro y El res*plandor— han tenido tanto éxito que me permiten dedi*carme exclusivamente a escribir, de lo cual estoy muy complacido. A esta altura de la vida parezco estar bas*tante sano. Durante el último año he podido cambiar los cigarrillos sin filtro que fumaba desde los dieciocho años por otra marca con un bajo contenido de nicotina y al*quitrán, y todavía alimento la esperanza de poder librar*me por completo de este hábito. Mi familia y yo vivimos en una linda casa a orillas de un lago de Maine relativa*mente libre de contaminación. El otoño pasado me desperté una mañana y vi un ciervo en el jardín que se abre detrás de la casa, junto a la mesa para picnics. Es una buena vida.
    Pero..., hablemos del miedo. No levantaremos la voz ni gritaremos. Conversaremos racionalmente, usted y yo. Hablaremos de la forma en que a veces la sólida trama de las cosas se deshace con alarmante brusquedad.
    Por la noche, cuando me acuesto, todavía tengo cui*dado en asegurarme que mis piernas están debajo de las sábanas después de que se apagan las luces. Ya no soy un niño pero..., no me gusta dormir con una pierna fue*ra. Porque si alguna vez saliera de debajo de la cama una mano helada y me cogiera el tobillo, podría lanzar un alarido. Sí, un alarido que despertaría a los muertos. Cla*ro que estas cosas no suceden, y todos lo sabemos. En los cuentos que siguen usted encontrará toda clase de cria*turas nocturnas: vampiros, amantes demoníacos, algo que habita en un armario, otros múltiples terrores. Nin*guno de ellos existe. Lo que espera debajo de mi cama para pillarme el tobillo no existe. Lo sé. Y también sé que si tengo la precaución de conservar el pie bajo las sába*nas nunca podrá pillarme el tobillo.
    A veces hablo ante grupos de personas interesadas en el oficio de escribir o en la literatura, y antes de que ter*mine el tiempo reservado para las preguntas y respuestas siempre se levanta alguien e inquiere: ¿Por qué ha elegi*do usted escribir sobre temas tan macabros?
    Casi siempre contesto con otra pregunta: ¿Qué le hace suponer que puedo elegir?
    Escribir es una ocupación en la que cada cual manotea lo que puede. Parece que todos nacemos equipados con un filtro en la base del cerebro, y todos los filtros son de dis*tintas dimensiones y calibres. Es posible que lo que se atasca en mi filtro pase de largo por el suyo. Y no se preo*cupe, es posible que lo que se atasca en el suyo pase de lar*go por el mío. Aparentemente todos tenemos la obligación innata de tamizar el sedimento que se atasca en nuestros respectivos filtros mentales, y por lo general lo que encon*tramos se transforma en algún tipo de actividad subsidia*ria. Es posible que el contable también sea fotógrafo. Que el astrónomo coleccione monedas. Que el maestro copie lápidas mediante frotes con carbonilla. A menudo el sedi*mento depositado en el filtro mental, el material que se resiste a pasar de largo, se convierte en la obsesión particu*lar de cada uno. Por acuerdo tácito, en la sociedad civili*zada llamamos «hobbies» a nuestras obsesiones.
    A veces el hobby se transforma en una ocupación per*manente. El contable puede descubrir que con las fotos ganará lo suficiente para mantener a su familia; el maes*tro puede adquirir tanta experiencia en los frotes de lápi*das como para dedicarse a pronunciar conferencias so*bre el tema. Y hay algunas profesiones que empiezan como hobbies y que continúan siendo hobbies aun des*pués de que quienes los practican consiguen ganarse la vida con ellos. Como «hobby» es una palabreja muy ma*nida y vulgar, también hemos adoptado el acuerdo tácito de llamar «artes» a nuestros hobbies profesionales.
    Pintura. Escultura. Composición musical. Canto. Ac*tuación dramática. Interpretación musical. Literatura. Sobre estos siete temas se han escrito suficientes libros como para hundir con su peso una flota de transatlánti*cos de lujo. Y en lo único en lo que, al parecer, nos pone*mos de acuerdo respecto de ellos es en lo siguiente: quie*nes se dedican sinceramente a estas artes seguirían consagrándose a ellas aunque no les pagaran por sus es*fuerzos, aunque sus esfuerzos fueran criticados o incluso denigrados, aunque los castigaran con la cárcel o la muerte. A mi juicio, ésta es una definición bastante bue*na de la conducta obsesiva. Se aplica tanto a los hobbies simples como a los más refinados que denominamos «ar*tes». Los coleccionistas de armas ostentan en sus automóviles adhesivos con la leyenda SÓLO ME QUITARÁ MI ARMA CUANDO ME LA ARRANQUE DE MIS FRÍOS DEDOS CADAVÉRICOS; y en los suburbios de Boston, las amas de casa que descubrieron la militancia política durante el conflicto del transporte de escolares fuera de sus distritos, exhibían a menudo en los parachoques tra*seros de sus automóviles adhesivos análogos con la ins*cripción IRÉ A LA CÁRCEL ANTES DE PERMITIR QUE SAQUEN A MIS HIJOS DEL BARRIO. De igual modo, si mañana prohibieran la numismática, sospecho que el astrónomo no entregaría sus viejas monedas de acero y níquel: las envolvería cuidadosamente en plástico, las sumergería en el depósito del retrete y disfrutaría contem*plándolas por la noche.
    Puede parecer que nos hemos apartado del tema del miedo, pero en realidad no nos hemos alejado demasia*do. El sedimento que se atasca en la rejilla de mi sumide*ro es a menudo el del miedo. Me obsesiona lo macabro. Ninguno de los cuentos que figuran a continuación fué escrito por dinero, aunque algunos los vendí a revistas antes de reunirlos aquí y nunca devolví un cheque sin co*brarlo. Quizá soy obsesivo, pero no loco. Repito, sin em*bargo, que no los escribí por dinero. Los escribí por que se me antojó. Tengo una obsesión con la que se puede co*merciar. En celdas acolchadas de todo el mundo hay ma*niáticos y maniáticas que no han tenido tanta suerte.
    No soy un gran artista, pero siempre me he sentido impulsado a escribir. De modo que cada día vuelvo a ta*mizar el sedimento, revisando los detritos de observa*ción, de recuerdos, de especulación, tratando de sacar algo en limpio del material que no pasó por el filtro y no se perdió por el sumidero del inconsciente.
    Es posible que Louis L'Amour, el autor de novelas del Oeste, y yo, nos detengamos a orillas de una laguna de Co*lorado, y que ambos concibamos una idea en el mismo ins*tante. Es posible, también, que los dos sintamos la necesi*dad apremiante de sentamos a verterla en palabras. Tal vez el tema de su relato serán los derechos de riego en época de sequía, y es más probable que el mío se ocupe de algo es*pantoso y desorbitado que emerge de las aguas mansas para llevarse ovejas... y caballos... y finalmente seres huma*nos. La «obsesión» de Louis L'Amour gira alrededor de la historia del Oeste americano. Yo prefiero lo que se arrastra a la luz de las estrellas. Él escribe novelas del Oeste; yo es*cribo relatos de terror. Los dos estamos un poco chalados.
    Las artes son obsesivas y la obsesión es peligrosa. Se parece a un cuchillo hincado en el cerebro. En algunos casos —pienso en Dylan Thomas, en Ross Lockridge, en Hart Crane y en Sylvia Plath— el cuchillo puede volverse ferozmente contra quien lo empuña. El arte es una enfer*medad localizada, por lo general benigna —los creadores tienden a vivir mucho tiempo— y a veces atrozmente ma*ligna. Hay que manejar el cuchillo con cuidado, porque se sabe que corta sin mirar a quién. Y las personas pru*dentes tamizan el sedimento con cautela..., porque es muy posible que no toda esa sustancia esté muerta.
    Y una vez aclarado por qué uno escribe esas cosas, surge la pregunta complementaria: ¿Por qué la gente lee esas cosas? ¿Por qué se venden? Esta pregunta lleva im*plícita una hipótesis, a saber, que el relato de miedo, de horror, refleja un gusto malsano. La gente que me escri*be empieza diciendo, a menudo: «Supongo que le pare*ceré raro, pero realmente me gustó La hora del vampiro», o «Probablemente soy morboso, pero disfruté Insólito es*plendor de principio a fin...»
    Creo que la clave de esto podemos encontrarla en un fragmento de una crítica de cine de la revista Newsweek. Se trataba de un comentario sobre una película de terror, no muy buena, y decía más o menos lo siguiente: «...una película estupenda para las personas a las que les gusta aminorar la marcha y contemplar los accidentes de ca*rretera». Es un buen juicio cáustico, pero cuando uno se detiene a analizarlo comprende que se puede aplicar a to*das las películas y relatos de terror. Ciertamente La noche de los muertos vivientes, con sus truculentas escenas de canibalismo y matricidio, era una película para personas a las que les gusta aminorar la marcha y contemplar los accidentes de carretera. ¿Y qué decir de la chica que vo*mitaba sopa de guisantes sobre el sacerdote en El exorcista? Drácula, de Stoker, que a menudo sirve como punto de referencia para los relatos modernos de horror (y así debe ser, porque se trata del primero con matices franca*mente psicofreudianos), describe a un maníaco llamado Renfield que engulle moscas, arañas y finalmente un pá*jaro. Regurgita el pájaro, después de haberlo comido con plumas y todo. La novela también narra el empalamiento —la penetración ritual, se podría decir— de una joven y bella vampira, y el asesinato de un bebé y su madre.
    La gran literatura de lo sobrenatural contiene a me*nudo el mismo síndrome del «aminoremos la marcha y contemplemos el accidente»: Beowulf que mata a la ma*dre de Grendel; el narrador de El corazón delator que des*cuartiza a su benefactor enfermo de cataratas y esconde los trozos bajo las tablas del piso; la tétrica batalla del Hobbit Sam con la araña Shelob en el último libro de la trilogía de los Anillos, de Tolkien.
    Algunos lectores rechazarán vehementemente esta ar*gumentación y dirán que Henry James no nos muestra un accidente de carretera en Otra vuelta de tuerca; afirma*rán que las historias macabras de Nathaniel Hawthorne, como El joven Goodman Brown y El velo negro del clérigo, también son de mejor gusto que Drácula. Es una idea ab*surda. También nos muestran el accidente de carretera: han retirado los cuerpos pero todavía vemos la chatarra retorcida y la sangre que mancha la tapicería. En cierto sentido la delicadeza, la ausencia de melodrama, el tono apagado y estudiado de racionalidad que impregna un cuento como El velo negro del clérigo son aún más sobrecogedores que las monstruosidades batracias de Lovecraft o el auto de fe de El pozo y el péndulo, de Poe.
    Lo cierto es —y la mayoría de nosotros lo sabemos, en el fondo— que muy pocos podemos dejar de echar una mirada nerviosa, por la noche, a los restos que jalonan la autopista, rodeados por coches patrulla y balizas. Los ciudadanos maduros cogen el periódico, por la mañana, y buscan inmediatamente las notas necrológicas, para saber a quiénes han sobrevivido. Todos experimentamos una breve fascinación nerviosa cuando nos enteramos de que ha muerto un Dan Blocker, o un Freddy Prinze, o una Janis Joplin. Nos embarga el terror mezclado con una extraña forma de gozo cuando Paul Harvey nos cuenta por la radio que una mujer embistió el filo de una hélice en un pequeño aeropuerto de campaña, durante una borrasca, o que un hombre metido en una gigantes*ca mezcladora industrial se evaporó instantáneamente cuando un compañero de trabajo tropezó con los contro*les. No hace falta explayarse sobre lo que es obvio: la vida está poblada de horrores pequeños y grandes, pero como los pequeños son los que entendemos, son también los que nos sacuden con toda la fuerza de la mortalidad.
    Nuestro interés por estos horrores de bolsillo es inne*gable, pero también lo es nuestra repulsa. El uno y la otra se combinan de manera inquietante, y el producto de esta combinación parece ser la culpa..., una culpa quizá no muy distinta de la que acompañaba habitualmente al despertar sexual.
    No tengo por qué decirle que no se sienta culpable, así como tampoco tengo por qué justificar mis novelas ni los cuentos que encontrará a continuación. Pero se puede observar una analogía interesante entre el sexo y el mie*do. A medida que adquirimos la capacidad de enlabiar relaciones sexuales, se aviva nuestro interés por dichas relaciones. Ese interés, si no se pervierte, se encauza na*turalmente hacia la copulación y la perpetuación de la especie. A medida que tomamos conciencia de nuestra muerte inevitable, descubrimos la emoción llamada mie*do. Y pienso que, así como la copulación tiende a la autoconservación, todo temor tiende a la comprensión del desenlace final.
    Existe una vieja fábula acerca de siete ciegos que to*caron siete partes distintas de un elefante. Uno de ellos pensó que había cogido una serpiente, otro que se trata*ba de una hoja gigantesca de palmera, otro que estaba palpando una columna de piedra. Cuando intercambia*ron impresiones, llegaron a la conclusión de que lo que tenían entre manos era un elefante.
    El miedo es la emoción que nos ciega. ¿A cuántas co*sas tememos? Tenemos miedo de apagar la luz con las manos húmedas. Tenemos miedo de meter un cuchillo en la tostadora para desatascar un bollo sin desenchufar*la antes. Tenemos miedo de lo que nos dirá el médico cuando haya terminado de examinarnos. Nos asustamos cuando el avión se convulsiona bruscamente en pleno vuelo. Tenemos miedo de que se agoten el petróleo, el aire puro, el agua potable, la buena vida. Cuando nuestra hija ha prometido llegar a casa a las once y ya son las doce y cuarto y la nieve azota la ventana como arena seca, nos sentamos y fingimos contemplar el programa de Johnny Carson y miramos de vez en cuando el teléfo*no silencioso y experimentamos la emoción que nos cie*ga, la emoción que reduce el proceso intelectual a una piltrafa.
    El lactante es una criatura impávida hasta la primera oportunidad en que la madre no está cerca para introdu*cirle el pezón en la boca cuando llora. El bebé no tarda en descubrir las duras y dolorosas verdades de la puerta que se cierra violentamente, de la estufa caliente, de la fiebre que sube con el crup o el sarampión. El niño aprende en*seguida lo que es el miedo: lo descubre en el rostro de la madre o el padre cuando uno de éstos entra en el baño y lo ve con el frasco de pildoras o la cuchilla de afeitar en la mano.
    El miedo nos ciega y palpamos cada temor con la ávi*da curiosidad que emana de nuestro instinto de conser*vación, procurando compaginar un todo con cien ele*mentos distintos, como en la fábula de los ciegos y el elefante.
    Intuimos la forma. Los niños la captan rápidamente, la olvidan y vuelven a aprenderla en la etapa adulta. La forma está allí, y tarde o temprano la mayoría entiende de qué se trata: es la silueta de un cuerpo bajo una sábana. Todos nuestros temores se condensan en un gran temor: un brazo, una pierna, un dedo, una oreja. Le tenemos miedo al cuerpo que está bajo la sábana. Es nuestro cuer*po. Y el gran atractivo de la ficción de horror, a través de los tiempos, consiste en que sirve de ensayo para nues*tras propias muertes.
    El género nunca ha sido muy respetado. Durante mu*cho tiempo los únicos amigos de Poe y Lovecraft fueron los franceses, que de alguna manera han podido llegar a un entendimiento con el sexo y la muerte, entendimiento que ciertamente los compatriotas norteamericanos de Poe y Lovecraft no pudieron alcanzar por falta de pa*ciencia. Los norteamericanos estaban ocupados constru*yendo ferrocarriles, y Poe y Lovecraft murieron pobres. La fantasía de la Tierra Intermedia de Tolkien anduvo dando vueltas durante veinte años antes de convertirse en un éxito fuera del underground, y Kurt Vonnegut, cuyos libros abordan tan a menudo la idea de la prepara*ción para la muerte, ha recibido críticas constantes, mu*chas de las cuales alcanzaron una estridencia histérica.
    Quizá la explicación consiste en que el autor de na*rraciones de terror siempre trae malas noticias: usted va a morir, dice. Olvídese del predicador evangélico Oral Roberts y de su «algo bueno le va a suceder a usted», dice, porque algo malo le va a suceder a usted, y quizá sea un cáncer, o un infarto, o un accidente de coche, pero lo cierto es que le sucederá. Y le coge por la mano y le guía a la habitación y le hace palpar la forma que yace bajo la sábana... y le dice que toque aquí... aquí... y aquí...
    Por supuesto, el autor de narraciones de terror no tie*ne el patrimonio exclusivo de los temas vinculados con la muerte y el miedo. Muchos escritores considerados «de primera línea» los han abordado con diversos matices que van desde Crimen y castigo de Fedor Dostoievski has*ta ¿Quién le teme a Virginia Woolf? de Edward Albee, pa*sando por las novelas de Ross MacDonaId que tienen por protagonista a Lew Archer. El miedo siempre ha sido es*pectacular. La muerte siempre ha sido espectacular. Son dos de las constantes humanas. Pero sólo el autor de re*latos de horror y sobrenaturales le abre al lector las com*puertas de la identificación y la catarsis. Quienes abor*dan el género con una pequeña noción de lo que hacen, saben que todo el campo del horror y lo sobrenatural es una especie de pantalla de filtración tendida entre el consciente y el inconsciente: la ficción de horror se pare*ce a una estación central de Metro implantada en la psi*que humana entre la raya azul de lo que podemos inter*nalizar sin peligro y la raya roja de aquello que debemos expulsar de una manera u otra.
    Cuando usted lee una obra de horror, no cree real*mente lo que lee. No cree en vampiros, hombres lobos, camiones que arrancan repentinamente y que se condu*cen solos. Los horrores en los que todos creemos son aquéllos sobre los que escriben Dostoievski y Albee y MacDonaId: el odio, la alienación, el envejecimiento a es*paldas del amor, el ingreso tambaleante en un mundo hostil sobre las piernas inseguras de la adolescencia. En nuestro auténtico mundo cotidiano somos a menudo como las máscaras de la Comedia y la Tragedia, sonrien*do por fuera, haciendo muecas por dentro. En algún re*coveco interior hay un interruptor central, tal vez un transformador, donde se conectan los cables que condu*cen a esas dos máscaras. Y es en ese lugar donde el rela*to de horror da tan a menudo en el blanco.
    El autor de narraciones de terror no es muy distinto del devorador de pecados galés, que presuntamente car*gaba sobre sí las trasgresiones de los queridos difuntos al compartir sus alimentos. El relato de abyecciones y te*rror es una cesta llena de fobias. Cuando el autor pasa de largo, usted saca de la cesta uno de los horrores imagina*rios y coloca dentro uno de los suyos propios, auténti*co..., por lo menos durante un tiempo.
    En la década del 50 hubo una extraordinaria proliferación de películas de insectos gigantes: Them!, The Be-ginning of the End, The Deadly Mantis, y así sucesivamen*te. Casi siempre, a medida que avanzaba la película, des*cubríamos que estos mulantes espantosos y descomuna*les eran producto de las pruebas atómicas realizadas en Nuevo México o en atolones desiertos del Pacífico (y en la más reciente Horror of Party Beach, que podría haber*se subtitulado Armagedón sobre la manta de playa, los cul*pables eran los residuos de los reactores nucleares). En conjunto, las películas de grandes insectos forman una configuración innegable, una nerviosa gestalt del terror de todo un país frente a la nueva era que había inaugura*do el Proyecto Manhattan. En una etapa posterior de la misma década hubo un ciclo de películas de terror con adolescentes, que se inició con I Was a Teen-Age Werewolf, historia de un hombre lobo adolescente, y que cul*minó con epopeyas como Teen-Agers from Outer Space y The Blob, donde un Steve McQueen imberbe, ayudado por sus amigos adolescentes, se batía contra una especie de mutante de gelatina. En una época en que cada revis*ta semanal contenía por lo menos un artículo sobre la ola creciente de delincuencia juvenil, las películas de terror con adolescentes expresaban la incertidumbre de todo un país respecto de la revolución juvenil que ya entonces estaba fermentando. Cuando usted veía cómo Michael Landon se transformaba en un hombre lobo con la cha*queta adornada por las iniciales de una escuela secunda*ria, aparecía un nexo entre la fantasía de la pantalla y sus propias ansiedades latentes respecto del golfo motoriza*do con el que salía su hija. A los mismos adolescentes (yo era uno de ellos y hablo por experiencia propia), los monstruos que nacían en los estudios arrendados de American-International les daban una oportunidad de ver a alguien aún más feo de lo que ellos mismos creían ser. ¿Qué eran unos pocos granos de acné comparados con esa cosa bamboleante que había sido un estudiante de la escuela secundaria en I Was a Teen-Age Frankenstein? Este ciclo también expresaba otro sentimiento que alimentaban los jóvenes, a saber, que sus mayores les oprimían y menospreciaban injustamente, que sus pa*dres sencillamente «no les entendían». Las películas se ceñían a fórmulas (como tantas obras de ficción terrorífica, escritas o filmadas), y lo que la fórmula reflejaba con más nitidez era la paranoia de toda una generación, una paranoia que era producto, en parte, de todos los ar*tículos que leían sus padres. En las películas, un espan*toso monstruo cubierto de verrugas amenaza Elmville. Los chicos lo saben, porque el platillo volante aterrizó cerca del rincón de los enamorados. En la primera parte, el monstruo verrugoso mata a un anciano que viaja en una camioneta (el papel del anciano era interpretado in*faliblemente por Elisha Cook, Jr.). En las tres escenas si*guientes, los chicos tratan de convencer a sus mayores de que el monstruo verrugoso anda realmente por allí. «¡Largaos de aquí antes de que os encierre a todos por sa*lir tan tarde de vuestras casas!», gruñe el jefe de Policía de Elmville un momento antes de que el monstruo se des*lice por la calle Mayor, sembrando la desolación a diestra y siniestra. Al fin son los chicos espabilados los que ter*minan con el monstruo verrugoso, y después se van a la cafetería a sorber malteados de chocolate y a menearse al son de una melodía inolvidable mientras los títulos de crédito desfilan por la pantalla.
    He aquí tres posibilidades distintas de catarsis en un solo ciclo de películas, lo cual no está mal si se piensa que aquéllas eran epopeyas baratas que generalmente se fil*maban en menos de diez días. Y no era que los guionis*tas, productores y directores de aquellas películas quisie*ran lograr ese objetivo. Ocurre, sencillamente, que el relato de horror se desarrolla con la mayor naturalidad en ese punto de contacto entre el consciente y el incons*ciente, en el lugar donde la imagen y la alegoría prospe*ran espontáneamente y con los efectos más devastadores. Existe una línea directa de evolución entre I Was a Teen-Age Werewolf, por un lado, y La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, por otro, y entre Teen-Age Monster, por un lado, y la película Carne de Brian De Palma, por otro.
    La gran ficción de horror es casi siempre alegórica. A veces la alegoría es premeditada, como en Rebelión en la granja y 1984, y en otras ocasiones es casual: J. R. R. Tol-kien juró vehementemente que el Oscuro Amo de Mor-dor no era Hitler disfrazado, pero las tesis y los ensayos que sostienen precisamente eso se suceden sin parar..., quizá porque, como dice Bob Dylan, cuando uno tiene muchos cuchillos y tenedores es inevitable que corte algo.
    Las obras de Edward Albee, de Steinbeck, de Camus, de Faulkner, giran alrededor del miedo y la muerte, y a veces del horror, pero generalmente estos escritores de primera línea los abordan en términos más normales y realistas. Sus obras están encuadradas en el marco de un mundo racional: son historias que «podrían suce*der». Viajan por la línea de Metro que atraviesa el mun*do exterior. Hay otros autores —James Joyce, nueva*mente Faulkner, poetas como T. S. Eliot, Sylvia Plath y Anne Sexton— cuya obra se sitúa en el territorio del in*consciente simbólico. Viajan en la línea de Metro que se introduce en el panorama interior. Pero el autor de na*rraciones de terror está casi siempre en la terminal que une estas dos líneas, por lo menos cuando da en el blan*co. En sus mejores momentos nos produce a menudo la extraña sensación de que no estamos totalmente dormi*dos ni despiertos, de que el tiempo se estira y se ladea, de que oímos voces pero no captamos las palabras ni la in*tención, de que el ensueño parece real y la realidad onírica.
    Se trata de una terminal extraña y maravillosa. La Casa de la Colina se levanta allí, en ese lugar donde los trenes corren en ambas direcciones, con sus puertas que se cierran prudentemente; allí está la mujer de la habitación con el empapelado amarillo, arrastrándose por el piso con la cabeza apoyada contra esa tenue man*cha de grasa; allí están los vendedores ambulantes que amenazaron a Frodo y Sam; y el modelo de Pickman; el wendigo; Norman Bates y su madre terrible. En esta ter*minal no hay vigilia ni sueños, sino sólo la voz del es*critor, baja y racional, disertando sobre la forma en que a veces la sólida trama de las cosas se deshace con alar*mante brusquedad. Le dice que usted quiere contem*plar el accidente de carretera, y sí, tiene razón, eso es lo que usted quiere. Hay una voz muerta en el teléfono..., algo detrás de los muros de la vieja casona que suena como si fuera más grande que una rata..., movimientos al pie de la escalera del sótano. El escritor quiere que usted contemple todas estas cosas y muchas más. Quie*re que apove las manos sobre la forma que se oculta de*bajo de la sábana. Y usted quiere apoyar las manos allí. Sí.
    Éstos son, a mi juicio, algunos de los efectos del rela*to de horror. Pero estoy firmemente convencido de que debe surtir otro efecto, y éste sobre todos los otros: Debe narrar un argumento capaz de mantener hechizado al lector o al escucha durante un rato, perdido en un mun*do que nunca ha existido, que nunca ha podido existir. Debe ser como el invitado a la boda que detiene a uno de cada tres. Durante toda mi vida de escritor me he mante*nido fiel a la idea de que, en la ficción, el mérito del ar*gumento tiene prioridad sobre todas las otras facetas del oficio de escritor: ni la descripción de los personajes, ni el tema, ni la atmósfera valen nada si el argumento es aburrido. Y si el argumento se apodera del lector o el es*cucha, todo lo demás se puede perdonar. Mi cita preferi*da, en este contexto, proviene de la pluma de Earl Rice Burroughs, a quien nadie postularía como Gran Escritor Mundial, pero que conocía a fondo los méritos de un buen argumento. En la primera página de The Land That Time Forgot, el narrador encuentra un manuscrito en una botella. El resto de la novela es la transcripción de ese manuscrito. El narrador dice: «Leed una página, y os olvidaréis de mí.» Es un compromiso que Burroughs hace valer. Muchos autores de mayor talento que él no lo han conseguido.
    En resumen, amable lector, he aquí una verdad que hace rechinar los dientes al escritor más fuerte: nadie lee el prefacio del autor, excepto tres grupos de personas. Las excepciones son: primero, los parientes próximos del escritor (generalmente su esposa y su madre); segundo, el representante acreditado del escritor (y los diversos co*rrectores y supervisores), cuyo interés principal consiste en verificar si alguien ha sido difamado en el curso de las divagaciones del autor; y tercero, aquellas personas que han ayudado al autor a salirse con la suya. Éstas son las personas que desean comprobar si la egolatría del autor se ha inflado hasta el extremo de permitirle olvidar que no lo ha hecho todo por sí solo.
    Otros lectores suelen pensar justificadamente, que el prefacio del autor es una imposición grosera, un anuncio de varias páginas de extensión destinado al autobombo, aún más agraviante que la publicidad de cigarrillos que ha proliferado en las páginas centrales de los libros de bolsillo. La mayoría de los lectores vienen a ver el espec*táculo, no a mirar cómo el director de escena saluda de*lante de las candilejas. Una vez más, justificadamente.
    Ahora me retiro. El espectáculo no tardará en empe*zar. Entraremos en esa habitación y tocaremos la forma oculta bajo la sábana. Pero antes de irme, quiero distraer sólo dos o tres minutos más de su tiempo para dar las gracias a algunas de las personas de los tres grupos arri*ba citados... y de un cuarto. Tengan paciencia mientras doy algunos testimonios de gratitud:
    A mi esposa, Tabitha, mi mejor crítica y la más im*placable. Cuando mi obra le parece buena, lo dice; cuan*do piensa que he metido la pata, me sienta de culo con la mayor amabilidad v ternura posibles. A mis hijos, Nao-mi, Joe y Owen, que han sido muy tolerantes con las ex*trañas actividades que su padre ha desarrollado en la ha*bitación de abajo. Y a mi madre, que falleció en 1973, y a la que está dedicado este libro. Me alentó sistemática*mente y sin flaquear, siempre supo encontrar cuarenta o cincuenta céntimos para el sobre de retorno, obligada*mente provisto de sellos y completado con sus propias señas, y nadie —ni siquiera yo mismo— se sentía más sa*tisfecho cuando yo «rompía la barrera».
    Dentro del segundo grupo, le estoy particularmente agradecido a mi supervisor, William G. Thompson de «Doubleday and Company», que ha trabajado paciente*mente conmigo, que ha soportado diariamente mis lla*madas telefónicas con permanente buen humor, que hace algunos años fue amable con un escritor carente de antecedentes, y que desde entonces no ha descuidado a dicho escritor.
    El tercer grupo incluye a las personas que compraron por primera vez mis obras: Robert A. W. Lowndes, que adquirió los dos primeros cuentos que vendí en mi vida;
    Douglas Alien y Nye Willden de la «Dugent Publishing Corporation», que compraron muchos de los otros que los siguieron para Cavalier y Geni, en aquellos días difíci*les cuando a veces los cheques llegaban justo a tiempo para evitar lo que las compañías de electricidad designan con el eufemismo de «interrupción de servicio»; Elaine Geiger y Herbert Schnall y Carolyn Stromberg de New American Library; Gerard Van der Leun de Penthouse y Harry Deinstfrey de Cosmopolitan. A todos vosotros, gra*cias.
    Hay un último grupo al que me gustaría transmitir mi agradecimiento, y lo componen todos y cada uno de los lectores que alguna vez aligeraron su billetera para com*prar algo que yo había escrito. En muchos sentidos este libro les pertenece, porque indudablemente no se podría haber escrito sin ustedes. Gracias, pues.
    El lugar donde me encuentro aún está oscuro y lluvioso Es una excelente noche para esto. Hay algo que les quiero mostrar, algo que quiero que toquen. Está en una habitación no lejos de aquí..., en verdad, esta casi a la misma distancia que la próxima página.
    ¿Vamos allá?
    [FONT=&quot]Bridgton, Maine 27 de febrero de 1977[/FONT]
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2008
    Gran libro el que comentas. Lo devoré en un dia
    Ademas se han hecho varias películas de gran parte de relatos
  • bloodbornebloodborne Anónimo s.XI
    editado abril 2015
    yo creo que stephen king es muy versatil y en mi opinion es un genio ahora bien el terror en si nunca a sido tan simple como blanco y negro es mas bien un espectro demasiado rico en contenido pues el miedo adopta muchas formas y king ha sabido hechar mano de los comunes denominadores como son el miedo a lo desconosido un miedo colectivo muy comun y king a sabido explotarlo bien sin mencionar que yo en lo personal desarrolle miedo a los payasos gracias a el y con esto se demuestra que el miedo es una idea lo importante no es la idea en si es como vendes esa idea y la forma en la que lo presentes .
  • bloodbornebloodborne Anónimo s.XI
    editado abril 2015
    yo creo que stephen king es muy versátil y en mi opinión,es un genio;ahora bien,el terror en si nunca a sido tan simple como blanco y negro, es ,mas bien un espectro demasiado rico en contenido pues el miedo adopta muchas formas y king ha sabido hechar mano de los comunes denominadores como son el miedo a lo desconocido , un miedo colectivo muy comun; y king a sabido explotarlo bien, sin mencionar que yo en lo personal desarrolle miedo a los payasos cortesía del señor king y con esto se demuestra que el miedo es una idea, lo importante no es la idea en si, es como vendes esa idea y la forma en la que lo presentes yo diría que el miedo mas que la sustancia su fuerza es la forma ,y nuestra fragilidad crean el caldo de cultivo para sacar de proporción cosas tan simples como la oscuridad una sombra inofensiva todo esta en nuestras cabezas.
    mi nombre es Jovany Alejandro Balbuena Cruz , alumno del curso propedeutico de la UNAM ,2015, NUMERO DE GRUPO FEBM1G83
  • NobleNoble Anónimo s.XI
    editado abril 2015
    Siempre he pensado que el éxito masivo de los trabajos de Stephen King reside en como explota los arquetipos Jungianos. Long story short, Jung dividía la mente en tres partes: el consciente individual, el subconsciente individual y el subconsciente colectivo. Se ve que en éste último hay una serie de imágenes primigenias que si aparecen te harán cagarte en los pantalones, seas español o coreano. Por ejemplo, las ratas en su novela 1922, un animal hacia el que casi toda la humanidad siente una incomprensible repulsión. O el payaso de it, análogo al arquetipo del trickster, que básicamente dice que todos somos coulrofóbicos en cierta medida.
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