Por los valles y las sierras iba, montado en su overo, dichoso por los amores, entre los densos hayedos, cuando el alba vio quebrando, con sus colores bermejos, los palacios de la noche, las escarchas y el silencio.
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Y, pensando en la doncella que pudo, con sus ojuelos, llenar los suyos de dicha, hizo alborozo su pecho, porque el júbilo que siente por los estrechos senderos es el amor que arde alegre, tras ver dos ojos tan bellos.
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Y, al cantar los ruiseñores esos cantares ligeros, que suelen, con los albores, ser en su canto halagüeños, unió a su dicha el paisaje, al amor unió el hayedo, y, hechizado de su encanto, soñó caricias y besos.
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Y, pues era buen vasallo, desenvainó el caballero el acero de su espada, elevando un juramento: –Al rey serviré sumiso y a mi dama, al Dios del Cielo, a mi nombre y mi bandera como valiente guerrero.
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Y el alba quebró, violenta, con sus colores bermejos, los palacios de la noche, las escarchas y el silencio, y allí cantaron las aves, siguiendo el compás del viento, las palabras que al amor consagraba el caballero.