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No muy lejos de las casas
que, arrimadas junto al puerto,
escuchan leves murmullos,
susurra un manso arroyuelo,
y viejas leyendas sabe
de escuchar a los más viejos
contar antiguas historias
de galernas y pesqueros,
por donde, fresca, la brisa,
sobre las alas del viento;
por donde, rápida, el alba,
en las manos de un lucero;
por donde, ya de mañana,
despierta el gallo primero
al párroco del villorrio,
a los mozos y labriegos.
Y donde vuelan sus cantos,
entreteniendo el sendero,
y donde, ya a la mañana,
deja su luz y su aliento,
queda la ausencia de siempre,
porque está vacío el puerto,
donde saludan gaviotas
a las lanchas de regreso,
cuando, llegada la tarde,
juega en el agua, travieso,
un sol que ya se retira,
viendo volver los pesqueros
que, con la aurora, saludan
al que los va despidiendo
cuando la tarde se asoma
a horizontes más inciertos.
Son cantarinas las gentes
porque, con el canto ameno,
se pasan mejor las horas,
cuando corre el aire fresco,
el aire por los balcones,
la brisa, dulce silencio,
si la mañana despierta
o si declina, a lo lejos,
el sol que vuela la altura
cuando, valiente, el jilguero
que de rama en rama vuela
alza su canto ligero
y oye el sabor del verano,
siente de la tarde el beso
y bendice a la mañana
cuando aparece a lo lejos.
Villa hermosa Puerto Vega,
forjada en corales viejos
que los mares arrastraron
con las briznas del silencio,
más pura que la alborada
que, rauda, deja un destello,
cuando, valiente, galopa
por las alturas del cielo;
más pura que los granizos,
que descienden, bullangueros,
o la nieve silenciosa
que el campo cubre de hielo;
más pura que la invernada,
es el blanco de su seno,
que su pizarra dibuja
con sus pinceles más negros.
2009 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Cantos de la costa”
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