¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

Leandro y Hero

LitteraLittera Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado febrero 2011 en Romántica
Cuenta una antigua leyenda que, en la época en que el mundo era joven e ingenuo, en que los mortales soñaban y el poder de la imaginación preponderaba sobre aquel de la experiencia, fue a nacer en la ciudad de Abidos un hombre de penetrante mirada, rostro despejado e indomable voluntad de nombre Leandro. Vino este a fijar sus sentidos y toda la ardiente humanidad de su ser en una joven y hermosa doncella de rubios cabellos, sacerdotisa al servicio de la mismísima diosa Afrodita, como ella portadora de tan fascinante belleza que su sola contemplación a las fieras amansaba y a los árboles hacía trasudar, respondiente al nombre de Hero. Vino a enamorarse loca, perdidamente de aquella voz, de aquel tacto vaporoso y sutil y, en definitiva, de todos y cada uno de los poros de aquel cuerpo en que tan bondadosamente los entes divinos a bien habían tenido conjuntar sus virtudes. Y así, una vez percibido ser presa de fuerzas que escapaban a su control, no pudiendo resistir la inmensa energía del corazón y el esplendor de calidez, fantasía y color que emanaban de continuo los ojos de su amada, vino a jurarle, con las más altas promesas y las más solemnes sentencias que existir pudiesen, que día no pasaría sin que él, entero suyo de pies a cabeza, le recordara cuán intensas eran la pasión de su sentimiento y la tenacidad de su compromiso; vino a jurarse, además, que ni en el cielo ni en la tierra obstáculo alguno podría interponerse jamás entre su mano y la de ella, que cada latido, cada aliento y espiración serían compartidos y, de darse la fatal condición, truncaríanse al unísono, en un mismo tiempo, en el espacio de idéntico segundo. Fue Leandro, por supuesto, por Hero correspondido. Y cómo no, considerando semejante despliegue de abnegación, lealtad y sacrificio. Mas sin embargo, eran inexcusables las obligaciones y ofrendas de la sacerdotisa para con la diosa, quien, vista la creciente laxitud de esta en el desempeño de sus facultades, ofendida por sus desvíos y hasta celosa de que la perfección física de su súbdita terminase eclipsando la suya propia, decidió clausurarla en la resguardada y solitaria torre de Sestos, al otro lado del Helesponto, en la cruel confianza de que la fría compañía de la roca, el ancho y peligroso piélago ceñido de por medio aquel paraje y Abidos, y lo inaccesible de su emplazamiento inhóspito y salvaje borrarían de la femenina memoria cualquier imagen del amante, y a este disuadirían de insistir en un contacto tan deseado como imposible. ¡Oh, qué vana presunción la de intentar quebrar por vías materiales y mundanas lo que debido a su intrínseca y profunda inmaterialidad sólo la muerte es dada a quebrar! ¡Cuánto de ilusorio, erróneo y deshonesto creer que la fuerza abrasante del amor se vería mutilada por la distancia, el silencio y la desesperación de no saber, ver y tocar! ¡Cuánto de frágiles se muestran los bienes que los hombres manipulan y permean, llevándolos de mano en mano, trocándolos según merezca más o menos el beneficio o utilidad de ellos obtenible, en comparación con la pura, la auténtica e intangible emoción que todo lo domeña, aunque sea su filtro invisible y suave como una brizna de viento! Cada lágrima que brotaba de los ojos de Hero brotaba asimismo de los de Leandro; cada angustiado suspiro de la una poseía su exacta réplica en el otro, y así en todo lo que a reacciones fisiológicas pudiera referirse por las trágicas circunstancias que envolvían el amor recíprocamente profesado. Cada noche ascendía la sacerdotisa a la cúspide del duro torreón, desde donde prendía una antorcha de luz tan potente y diáfana que a lo largo y ancho del solitario mar allí interpuesto era esta visible y detectable; y cada noche arrojábase Leandro al mismo líquido elemento, falto de miedo o inquietud por su integridad, cruzándolo a nado en la protección de aquella luz clarificadora, soportando la gélida temperatura del agua silenciosa gracias al ardor y a la imperecedera llama de su propio deseo: deseo de contemplarla a ella, de palparla y abrazarla. Y cada noche, invariablemente, daba cumplido a su pulsión y se reunía con Hero bajo el capuz de las estrellas, sin que su amada incurriera en la transgresión de abandonar el lugar que tan tristemente habíale sido impuesto. Mas en una de estas noches, noche en que la luna desapareció del firmamento y en que un torbellino huracanado sumió la nocturna paz en atroz tumulto de horribles sonidos superpuestos, fuese a apagar la antorcha de poderosa y diáfana luz, y con ella la llama humana que el cuerpo del apasionado Leandro suponía entre las olas. Confuso y aturdido, no alcanzando la causa de aquel repentino cesar –aunque intuyendo venir dado por la feroz intervención de una naturaleza desbocada–, y sin embargo más preocupado del bien que allí perdía que del monstruoso sufrimiento que su muerte le depararía, alzó en un último estertor de energía la voz, y clamó desesperado a las olas despiadadas le dejaran siquiera en postrera instancia volver a enseñorearse del pecho cálido y sensual en el que tantas veces hubiese soñado con el placer. No recibió respuesta. Sí una brutal sacudida, la irresistible presión de la masa acuática por absorberle, y un lametazo de acero en el rostro mientras una montaña de sal taponábale las vías respiratorias. Perdido en las entrañas del carnívoro océano, no se dieron ulteriores noticias de aquel noble aventurero hasta que su cuerpo devastado, malherido y desfallecido fue hallado sin vida en el roquedal cercano a la torre de Sestos. Cuando Hero lo vio y comprobó significaba el penoso desenlace que su bien amado Leandro había padecido, fue una sola acción el chillido mortuorio que sus labios expulsaron, la detención súbita del pulso, y el abalanzarse sus piernas y brazos insensibles por el estrecho mirador que rompía el ocre recinto abovedado. Yacieron por tanto así aquellos dos que tanta dicha compartieron en vida y que, tal como se habían hecho jurar –los astros son testigos– en la mágica esfera de la pasajera felicidad, juntos recorrerían el sendero elegido de la eternidad y la unión perpetua. Aún hoy, en la superficie basta de ese acantilado bañado por aguas tintas en sangre, pueden apreciarse sendas azucenas alimentadas a expensas del humor delicioso que los besos de Leandro y Hero instilan en el cielo.
Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com