Una noche cualquiera, antes de la llegada del vigésimo primer siglo, podías encontrarme de rodillas frente a mi cama. Efectivamente.
Estaba rezando.
Corazón inocente, limpia de corrupción, pura, buena. Esa fui yo una vez. Y yo hablaba con Él a solas todas las noches. Juntaba mis manitas y oraba. Daba gracias, sobre todo. Daba gracias por tener a mi papá, a mi perra Baby y a mi primo. Daba gracias porque en la guardería tenía un amigo. Daba gracias por el pan de cada día y por impedir que hubiera ninguna guerra para que papá no tuviera que marcharse, para que no murieran personas. Sí. Desde los cuatro años, no entendía muy bien qué era, pero sabía perfectamente que la guerra era mala. Las bombas eran malas. Las pistolas y las espadas eran malas. Eso yo lo sabía. Y por eso agradecía a Dios de que las mantuviera alejadas de nuestra casa.
También le pedía a Dios cosas. No era egoísta, sin embargo. Yo a cambio también le ofrecí mi lealtad y adoración, un comportamiento impecable, convertirme en un modelo ejemplar, como mi propio padre. Por eso, le pedía un favor. Yo pedía que nos mantuviese unidos. Yo quería que mamá volviese a casa. Que viviera conmigo y con mi padre, como una vez hicieron. Verlos felices. Ver su sonrisa. La sonrisa de mi madre.
Jamás cometí otro pecado que el de la ignorancia. Fui buena en todo, al menos en lo que cabe esperar de una niña de aquella edad. Recuerdo que bendecíamos la mesa antes de comer. Él sonreía cuando yo terminaba y yo no podía evitar contagiarme de su felicidad. Yo era feliz junto a él. Quizás me sentía sola, a veces, cuando no había nadie con quien jugar si él estaba ocupado. Pero para mí bastaba.
Llegó el fatídico día en que mi infancia se desmoronó junto a mi felicidad. Llegó ella. Lo que recé acerca de que nada malo entrase por mi puerta no sirvió de nada. La atravesó altiva, con aires de suficiencia. Y posó sus ojos sobre los míos. Y sentí, por primera vez, desconfianza, algo de temor, quizás. Nunca antes desconfié de nadie. Pero esa mujer, sus ojos, transmitían algo que no había visto hasta entonces.
Aquella noche tardé más en irme a la cama. Arrodillada, y mirando a la estrella que bauticé como "mi estrella", pedí que no volviera nunca más. Pero Dios hizo caso omiso. Pocos días más tarde volví a verla. Y esa sensación de peligro, de miedo desconocido, volvía a invadirme. Entonces, entró en mi vida. En mi casa. Mi casa lo era todo para mí. Y ella entró en ella como si le perteneciese, arrebatándome lo que era legítimamente mío, entre otras cosas, el tiempo y la atención de mi padre.
Volví a intentar hablar con Dios, pero me sentí más sola que nunca. Fue como si al otro lado nadie estuviera escuchando. Yo siempre que rezaba estaba convencida de que mis plegarias llegaban a algún lado. Ahora no llegaban a ninguna parte. Rebotaban en las paredes de la habitación y se perdían en el eco de mi subconsciente. No me sentía mejor. Y no me sentía mejor porque nadie me estaba escuchando.
Sentí tanta desesperación en aquel momento que empecé a llorar. Lloré mucho tiempo, no sé cuánto, hasta quedarme dormida. A partir de aquel día, nunca más volvió a contestarme. Nunca más volvió a darme consuelo. Las cosas empeoraron. No podía hablar con nadie. Dios no estaba ahí para mí. Dios ya no me atendía.
Dios ya no existía.
Hubo unas revueltas y mi padre se ausentó un tiempo. Yo lloraba por él y rezaba, rezaba aun sin sentir nada que me hiciera sentir mejor, sólo por pensar que así podría ayudarle en algo. Pero no servía de nada. Yo misma sufrí vejaciones insoportables que cicatrizaron de por vida entre los rincones de aquella casa, donde seguramente siga habiendo algún rastro de mi sangre.
Mi hogar se convirtió en mi prisión, y mi consejero en un completo desconocido.
Y cuando lo perdí a él, mi modelo, mi ejemplo a seguir, el mejor cristiano al que he conocido; cuando me llevaron de allí y cortaron mi lazo con él, también cortaron ese único hilo de fe que me conectaba con Dios, como si mi padre hubiera sido siempre el intermediario entre Él y yo.
Al llegar a España, irónicamente, lo primero que aprendí a decir fue: <<Padre nuestro que estás en los cielos...>>
Comentarios
Ahora creo entenderte. Pero aun así es difícil ponerme en tu lugar. La vida de cada uno es muy diferente, y se sufre o se ha sufrido por cosas distintas. Pero es bueno saberlo, compartirlo.
A Liberato: No sé por qué esa última frase ha sido significativa para ti. Pero para mí es mucho. Es lo que nos hacían rezar cada día al llegar a clase, todos juntos. Yo, a trompicones y con un acento patético, intentaba emular a los demás como una autómata. Y miraba al Jesús crucificado que estaba sobre la pizarra esperando sentir pena o dolor, y no sentía nada. Qué recuerdos.
no soy persona de fe, ni creyente, pero entiendo que ese sentimiento primigenio que formó parte de tu primera infancia (la que describes como feliz), no tiene por qué perderse ante los primeros avatares adversos de tu vida.
La fe es la fe y está por encima de las acciones humanas. Sacude de ti esa tendencia a atribuir a los demás tus problemas o carencias, al revés, aprende a contar con tus potenciales, como pueden ser la fe, y otros estupendos que tienes.
Esa mujer a la que aludes, pudo producirte infelicidad, pero no puede llegar a tu más íntimo ser ni mucho menos mermar tu fe. Ni ninguna otra circunstancia.
Ésto vale no sólo para la fe -de la que ya te he comentado no profesar ventaja- sino para cualquier otro sentimiento humano, convicción o conocimiento.
Todo influye en la medida que tú permitas, y yo creo que la fe (si yo la tuviera), sería sagrada, intocable y nada ni nadie podría hacerla tambalear.
Un abrazo,
Shai
¿Sabes? El año pasado escribí gracias al apoyo de Marta G un texto que rezaba acerca del perdón. Me sentí aliviada, feliz por un momento. Sentí lo que sería perdonar en vez de guardar rencor. Pero entonces, pum, de nuevo caí en las redes del odio. Es difícil encontrar el antídoto.
Eso que dices, lo de que la fe no se pierde... creo que tienes razón. En algún hueco de mi cabeza, mi fe palpita dormida. Si no, no creo que tuviera ningún sentido que me pusiera a rezar cada noche hasta quedarme dormida.
Gracias .
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