El Destructor de Almas 2

Una gota, otra, otra. Una gota, otra, otra. Se había despertado hacía poco y no quería ser perturbado por el momento, así que no cambió de posición; se limitaba a ver caer pequeñas esferas de las ramas de los árboles. No debía de llevar allí mucho tiempo y, sin embargo, le parecía una eternidad. Antonio podía haber partido hacía una hora o varios días, era imposible saberlo con certeza. La iluminación no cambiaba, el clima tampoco, y ni el hambre ni la sed los acuciaban. Decidió que allí tumbado, sin hacer absolutamente nada, no conseguiría salir de aquel exasperante lugar. Sí, llevaba poco tiempo, pero la niebla, la penumbra y las ciénagas colmarían la paciencia del más frío de los humanos.
Se giró sobre su espalda para encontrar junto a la lumbre a Celia y Rafa que hablaban quedamente. La luz roja creaba fantasmagóricas sombras en la corteza de los árboles, acrecentando su aspecto amenazador. Al oír su ruido sobre el tapiz de musgo que cubría las raíces de los árboles, Rafa se volvió y le miró con ojos curiosos:
-Hola Fran, hablábamos sobre ti.
-Hmmm… ¿y a qué conclusión habéis llegado? –preguntó somnoliento y sin ganas de conocer la respuesta, sino de encontrarse en su casa-.
-Lo cierto es que a ninguna, nos preguntábamos qué te había pasado para acabar aquí –respondió Celia-.
-Iba en moto, como cada maldito domingo, cuando un bache me hizo caer de la moto y perdí el conocimiento. ¿Y a vosotros? ¿Qué os pasó? –cuestionó, más por educación que por interés-.
-Lo último que recuerdo es cómo el mar embravecido se cerraba sobre mí. No pude hacer nada por volver a la superficie –explicó Rafa, con la mirada perdida-.
-Yo en cambio, estaba acampada en el bosque con unos amigos cuando me perdí en medio de la noche al ir al baño. No recuerdo nada más –dijo Celia-.
Hubo un silencio sólo roto por alguna rana y un grillo en la lejanía.
-Aún no has visto nada de los alrededores, ¿verdad Fran? –soltó Celia-.
-Lo cierto es que no, pero gracias ya estoy servido –replicó Fran-.
-Con ese ánimo nunca saldrás de aquí –le reprochó-.
Fran se sintió culpable. No habían hecho nada para provocarle y sólo daba malas contestaciones.
-Lo siento Celia, es esta mierda de lugar que me colma los nervios. Vamos.
-No pasa nada, todos tenemos momentos como éste –le tranquilizó-. Sígueme con cuidado, la ciénaga es traicionera. Rafa quédate aquí por si viene alguien nuevo.
Fran y Celia se alejaron de la luminosidad de la hoguera, internándose en aquel paraje de pesadilla, con fango, liquen y lianas que colgaban de los árboles hasta donde alcanzaba la vista. Se dio cuenta de que para recorrer cien metros, debían hacer un montón de “eses”, quiebros y curvas. En un determinado momento, Fran se paró, le pidió a Celia un respiro, ya que aquel ritmo entre un suelo tan inestable y traicionero acababa con la paciencia de cualquiera. Un cuervo comenzó a graznar cerca de allí. Por algún motivo, Fran siguió su sonido hasta la fuente de origen, pese a que Celia le advirtió:
-Quizás sería mejor que no fueras, Fran. Los cuervos no suelen traer buenas noticias.
Pese a todo continuó, el graznido del ave carroñera cada vez estaba más cerca. En la penumbra reinante era difícil distinguir los pasos más seguros, así que a punto estuvo de precipitarse a una sima de arenas movedizas. Cuando al fin llegó a una laguna circundada por viejos y retorcidos árboles, encontró lo que había estado buscando.
-Es mejor que no mires, Celia –advirtió, ya que la chica le seguía-.
-Oh, dios… -alcanzó a decir Celia antes de apartar la vista-.
En medio del fango, de la putrefacción de la ciénaga y de unos seres carroñeros nada agradables, Antonio, o lo que quedaba de él; se encontraba tendido boca abajo, flotando.