Y allí estaba ella, como siempre, sentada de manera placida en el bordillo de cemento de la oficina, recostada de la pared que daba cara a la calle con sus infaltables auriculares, escuchando sabrá solo ella qué. Nunca se le veía acompañada, solo por unas contadas veces con otra joven de su año, con la que se le veía soltar carcajadas y sonrisas. De no ser así, pasaba sus horas libres sentada en el mismo sitio, contemplando los transeúntes y autos pasar más allá de la reja que cercaba la institución.
Ella era sencilla y del montón, sin dotes de grandeza o curvas dignas de admirar. Medía aproximadamente un metro y 65, su piel era blanca y su rostro, con forma de diamante, denotaba cierto candor que hacia juego con su tez. Su nariz era pequeña y respingosa, y sus labios puntiagudos poseían una carnosidad y color apetecible.
Se le notaba un poco floja en los pasillos, donde solía pasar con rapidez para no llegar tarde (generalmente, por no escuchar el timbre por la música). No se le veía acompañada, tampoco demostraba socializar con los demás. Era sencilla y austera, inmersa en sus propios pensamientos e infalibles auriculares. Su camisa uniformada se escondía bajo el ligeramente holgado sweater pullover azul marino, que se extendía un poco más allá de la cintura.
Las veces que la vio sonreír logró apreciar su perfecta dentadura; dientes níveos y alineados que parecían imposible de conseguir de no haber sido por previos años de ortodoncia. Pero había algo más que lo cautivaba, que lo hacía perder la noción cada vez que la observaba. ¿Qué sería de ella entonces, para que ante sus ojos fuera una figura etérea?
Sus ojos, su cabello, su personalidad… Esos factores lo hacían sentir una admiración por ella. Su cabello era corto, de color castaño oscuro. Su corte era desflecado y en capas, gozado de cierto volumen y gran brillo. Para su generación era normal y común el cabello largo, pero el suyo rompía aquel esquema social.
Podrá ser indiferente y apartada. De hecho, lo era. Las demás chicas eran guapas, esbeltas y sociales; ella era corriente y común, pero eso la hacía única para él. Y sus ojos…
Aquellas orbes grandes, redondas y castañeas lo cautivaban. No había algo característico en ellos, simplemente le encantaban. Hasta ese momento, se sentía atraído por ojos de color verde o azul, pero aquellos ojos color café lo enamoraron.
Nunca fue capaz de mantener una conversación con ella, o siquiera
saludarla. Bastó de un choque en el pasillo para que ambos se percataran de sus existencias, observando por primera y única vez la penetrante y sincera mirada que reflejaban sus ojos canelos. Apenados, se disculparon el uno al otro para luego seguir sus caminos. Pero Marcelo se detuvo bajo el umbral de la puerta, observando como aquella chica se alejaba entre la multitud y desaparecía tras la puerta. Hizo falta unos pocos segundos y un encuentro inesperado, como un flechazo, para que aquel joven cayera en el letargo del amor.
Desde ese momento, no dejaba de observar a través de la ventana por si ella se asomaba caminando, y cada vez que lo hacía no le quitaba los ojos de encima. Sabía que no podía ignorarla, o dejar pasar aquel hecho como un simple infortunio.
Muchos fueron sus deseos de estar junto a ella, de hablarle, de acariciar la suave y tersa piel que en su momento sintió cuando tomó de su mano para ayudarla a levantarse. Pero nunca tuvo el valor de hablarle, de darle un simple saludo. Se consideraba inútil por ello; sus voces internas se lo decían y habían pasado a ser una cacofonía que no dejaba de resonar en su mente.
Pero él seguía allí, sentado, en el banco que quedaba a unos cuantos metros de la oficina donde ella solía sentarse en sus afueras, esperando el pasar del tiempo para volver a sus clases y mientras, aferrarse a su única escapatoria de la realidad: su música. Deseaba que lo conociera, que supiera de su existencia más allá del choque; de saber que sin darse cuenta, había alguien que la esperaba y aceptaba su sencilla existencia.
Deseaba demostrarle que hay algo más que el sosiego. Ansiaba tenerla junto a él, sentir el fogaje de su cuerpo y tener un encuentro más íntimo, lleno de pasión y deseo, donde sus ojos chocolate se desconectaran de los suyos para entregarse a su aroma y su piel, a la lujuria y al erotismo de su ser.
Pero como solía suceder, el timbre que resonaba por los corredores y más allá de él, sacaba de sus pensamientos a Marcelo donde, a su forma de pensar, abandonaba aquella “cita” con su amada para adentrarse al yugo de las clases, dominadas por la modorra hasta recordar el café que lo desvelaba de sus sueños; el de sus ojos.
Fue en ese momento en que, armado de valor, decidió hablarle a su añorada en cuanto pudiera. Era viernes, y ella salía antes que él, cosa la cual no percató al momento de salir airado y lleno de ansiedad en su búsqueda.
Esperó fervientemente el pasar del fin de semana, deseando cada vez más el momento en que, rutinariamente, encontrara a aquella joven sentada en el bordillo de cemento con sus piernas flexionadas y dedos entrelazados.
Llegado el día, Marcelo se había perfumado con su mejor fragancia (cosa que no solía hacer a menos que fueran ocasiones especiales) predispuesto a saludarla apenas sonara el timbre de salida.
Y así sucedió, pero una vez Marcelo había arribado en el habitual paraje de su deseada muchacha, no la consiguió. Extrañado, dejó pasar la ocasión como una posible ausencia de un día, causado por cualquier contrariedad. Pero los días siguieron transcurriendo y su añorada peli castaño no se encontraba allí, en su salón, o en cualquier lugar recóndito del instituto donde pudiera hallarse.
Preocupado, decidió buscar a aquella chica con que en contadas ocasiones la había visto hablando en las afueras de la oficina con ella. Su preocupación se agravió y aprensó cuando, al hallarla, no se veía de la misma manera en que antes la había observado; denotaba un talante mustio y se veía cabizbaja. Al preguntarle sobre su amiga de cabello corto, su semblante se tornó afligido y de manera lenta y pesada le respondió.
Su relato estuvo lleno de tristeza y pesar resonando en su voz. Para él, sus palabras le parecieron incomprensibles, a pesar de haberlas entendido lo bastante bien como para comprenderlas. Pero era una realidad que no quería aceptar, que no toleraba y que, en cierto modo, lograba comprender pero nunca pensó. Sus pensamientos se habían tornado agitados, imbuidos ahora en el aciago de su amiga acompañado de una ira incipiente.
Sus manos se calentaban y temblaban del furor y pesar que lo poseían. Pensó en todos los momentos inútiles en que pudo haberle hablado, pero se veía cegado por la vergüenza y temor, sentimientos que ahora no le servían de nada. Se sentía totalmente patético y devastado.
Nunca imaginó que todas aquellas horas vespertinas en que se la pasaba observándola, apreciando su sencilla existencia sujeta de los escarnios y agravios impuestos por la sociedad causados por su personalidad y cabello culminarían de la forma en que sucedió. Comprendió todo el tiempo que su existencia le había otorgado, y que ahora no habría vuelta atrás.
Una soga ceñida de su cuello había bastado para agotar las últimas luces existenciales de aquella incompresible joven, alejándola de la cruel y cruda humanidad con que le tocó coexistir. Saber que su alma se liberaba de la prisión de su cuerpo, cuyos restos pasarían a pertenecer al mundo material y su ánima al mundo ideal; donde solo su música lograba acercarla hasta tales parajes.
Ya no habría segundas, terceras o incontables oportunidades para poder dialogar con ella. Tanto que deseaba decir y contar, pero ahora era demasiado tarde. Lo había dicho todo, y aún, nada.
Comentarios
Como fuere, los trasfondos de tus historias son reflexivos y uno no se percata hasta el final.
Mis ánimos a continuar. Un saludo.