Escenas de un viaje desde Atenas a Sfakia.
El mochuelo
Hemos visitado la antigua ciudad de Olimpia; nos levantamos temprano, tratando de evitar el gentío. Cruzando sobre el lecho del río Alfeo, seco y polvoriento en mitad del verano, llegamos a una explanada cubierta de ruinas. Pequeños carteles informativos indicaban qué había sido tal o cual cosa, mostrado un dibujo de su imaginaria reconstrucción: la palestra, donde los púgiles entrenaban; el taller de Fidias, artífice de la estatua de Zeus Olímpico, considerada una de las Maravillas del Mundo Antiguo; el templo de Zeus, que antaño guardó en su interior dicha estatua, y del que hoy sólo quedan las ruinas: fragmentos de columnas, como enormes ruedas de molino, esparcidos por la llanura; el antiguo estadio, al que se accede pasando bajo un arco de piedra, donde dos muchachos -que habían llegado con sus padres, también madrugadores, justo después que nosotros- echaban una carrera, imitando a los antiguos atletas. Las horas fueron pasando; el sol, ascendiendo por un cielo completamente despejado, inflamó los caminos. Abandonando la antigua ciudad poco después del mediodía, buscamos una sombra donde dormir un poco.
Con la llegada de la noche, y con ella de cierto frescor, retomamos el viaje; nos dirigimos hacia un pueblo cercano: Floka. La carretera asciende por un cerro, trazando curvas muy cerradas. Por las ventanillas bajadas entra una brisa suave y fresca; las hojas de los olivos se agitan levemente. Los faros del coche, abriendo un boquete en la oscuridad, alumbran algo en medio de la carretera: dos puntos redondos que reflejan la luz. Reduzco la velocidad; nos acercamos lentamente.
Los puntos de luz se convierten en dos ojos, atentos y enormes. Un mochuelo nos observa, parado en medio del asfalto. Tras unos instantes, súbitamente, emprende el vuelo, desapareciendo entre las copas de los árboles. La
indómita Atenea sigue recorriendo estos caminos.
Comentarios