Abel era un niño muy goloso. Un sábado por la noche su padre le dijo que se iban a acercar a la pastelería, y qué el mismo, Abel, se encargaría de elegir los pasteles que a él más le gustasen.
Abel y su padre entraron en la pastelería y se acercaron al mostrador. El dependiente les saludó educadamente y les preguntó qué que deseaban.
—Venga, Abel, elige tú los pasteles que a ti más te gusten —le dijo su padre con aire jovial.
El goloso de Abel, delante del mostrador repleto de pasteles, vio el cielo abierto, y, con ojos ávidos, cual animal sobre su presa, se puso a elegir los pasteles que más le gustaban.
En ese instante, alguien le tocó en el hombro al padre de Abel; el padre de Abel se volvió y, para gran alegría suya, vio que se trataba de un viejo amigo al que hacía años que no veía. El padre de Abel y su amigo se estrecharon efusivamente las manos, se fundieron en un abrazo y después se pusieron a charlar alegremente mientras ambos se encendían un cigarrillo.
Mientras tanto, el goloso de Abel, indiferente a todo esto, y enfrascado felizmente en su tarea de elegir los pasteles que más le gustasen, eligió otro pastel, uno de merengue. Ya llevaba dos de nata y uno de merengue.
Luego pidió tres pasteles más. Ya hacían seis. Él sabía que seis pasteles eran los que su padre siempre llevaba a casa cuando se acercaba a la pastelería los sábados. Así que Abel decidió no pedir más pasteles.
—Pero tienes que pedir más —le dijo el dependiente en voz baja mientras miraba de reojo al padre de Abel, que continuaba charlando distraídamente con su amigo.
Abel pensó que, si aquel dependiente le decía que tenía que pedir más, es por que tenía que pedir más. Y no pudiéndose imaginar las malas intenciones de aquel taimado dependiente, Abel se pidió dos pasteles más. Y ya iban ocho.
—Ya —le dijo Abel al dependiente mientras éste, apresuradamente, colocaba los dos pasteles sobre la bandeja, junto a los otros seis.
—No, no, chaval —se apresuró en decir el dependiente en voz muy baja mientras miraba taimadamente al padre de Abel que charlaba distraídamente con su amigo— tenemos que llenar toda la bandeja. Ésta bandeja es para doce pasteles, y hay que llenarla. Esto hay que hacerlo así, chaval. No podemos dejar la bandeja a medias.
Abel dudó. Le echó una mirada a su padre. Como pidiendo ayuda. Pero su padre continuaba charlando distraída y alegremente con su amigo, ajeno totalmente a las argucias del taimado dependiente…
—Venga, chaval, ¡elige! —le apremió el astuto dependiente— ¿Quieres ese de nata y trufa? —le tentó sagazmente—. Venga, ¡elige!
Y Abel, animado y tentado por sibilino dependiente, pidió seis pasteles más, hasta llegar al número de doce. Y el taimado dependiente, envolvió apresuradamente la enorme bandeja de doce pasteles, la ató con una cintita dorada a su alrededor y luego la puso en las manos del goloso de Abel.
—Ahí tienes, chaval.
¡Qué cara de felicidad se le puso al goloso de Abel! ¡Y cuánto pesaba aquella bandeja repleta de pasteles!
Los ojillos de Abel apenas asomaban por encima de la enorme y abultada bandeja de pasteles.
Ahora había llegado el momento de pagar.
—Papá —llamó Abel a su padre tirándole suavemente de la manga camisa—. Papá.
El padre de Abel se volvió. Y al ver que su hijo ya cargaba con una bandeja de pasteles, dijo:
—Ah… —y a continuación, sacó un billete de diez euros de su billetera, y le preguntó al dependiente cuánto costaba la bandeja de pasteles.
—Diecisiete euros con cincuenta —le dijo el taimado dependiente con aire fingidamente distraído mientras colocaba en el mostrador una enorme y repleta bandeja de pasteles de merengue.
Al padre de Abel, al escuchar el precio de la bandeja de pasteles que acababa de pedirse su hijo Abel, se le cambió el semblante; luego, disimulando su rostro de desconcierto, y mientras volvía a meter el billete de diez euros en su billetera y buscaba uno de veinte euros, echó una fugaz y recelosa mirada a la enorme y abultada bandeja de pasteles que Abel sostenía sobre sus brazos. Después, esforzándose por que la expresión de su cara no mostrase la furia que ya empezaba a invadirle, sacó un billete de cincuenta euros de su billetera y se lo entregó al dependiente. El dependiente cogió el billete, se acercó al cajero y después le dio las vueltas y las gracias al padre de Abel. Después, el padre de Abel, sonriente, le estrechó efusivamente la mano a su amigo y se despidió de él, prometiéndose, ambos, de verse muy pronto. Y entonces Abel y su padre salieron de la pastelería de vuelta a su casa; su padre furioso con su hijo por haberle echo gastar tanto dinero, y Abel tan feliz y contento, con su abultada y repleta bandeja de pasteles sobre los brazos.
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—¡Ponte el cinturón! —le ordenó su padre con brusquedad.
Abel, con alguna dificultad que otra, pues llevaba sobre el regazo la abultada bandeja de pasteles, obedeció a su padre y se puso el cinturón. El padre de Abel puso el coche en marcha y salieron del aparcamiento.
Pasaron unos cuantos minutos. El padre de Abel conducía en silencio. Abel miró a su padre y vio que llevaba una cara muy seria. Todo esto le extrañó mucho a Abel, pues su padre era un hombre bastante parlanchín y dado a las bromas. Y entonces Abel intuyó que algo iba mal. Abel, desasosegado, y no sabía bien por qué, de vez en cuando echaba una mirada al rostro serio de su padre.
Después de recorrer varias calles, su padre detuvo el coche frente a un semáforo en rojo. Entonces el padre de Abel clavó sus ojos en Abel. Abel, aunque tenía sus ojos puestos en el coche que tenían enfrente, se percató de ello. Y entonces supo que se había equivocado en pedir tantos pasteles. Que había cometido un error. Entonces, Abel se sintió bastante mal consigo mismo. Se sintió pequeño, tonto, gordo y glotón…
—¡No te puedo dejar sólo un momento! —le gritó su padre todo furioso, con los ojos clavados en él—. ¡Me pongo a hablar un momento con alguien y me la haces, joder!
Abel seguía con la mirada puesta en las luces traseras del coche que tenían delante.
—¡Doce pasteles! —exclamó su padre todo colérico—. ¡Veinticinco euros! —volvió a exclamar.
Y Abel guardaba sepulcral silencio.
—Menos mal que se me ha ocurrido echarme a última hora el billete de cincuenta euros… menos mal… —decía.
En ese instante el coche de delante se puso en marcha. El padre de Abel apretó el acelerador y soltó el embrague de forma brusca; Abel tuvo que sujetar bien la bandeja de pasteles para que no se le cayera del regazo.
—¡¿Qué coño te ha pasado por la cabeza para pedir tantos pasteles?! —exclamó de nuevo su padre, que volvía de nuevo a la carga, mirando indistintamente a la carretera y a Abel—. ¿Es que acaso tú no sabias que siempre que llevo pasteles a la casa compro una bandeja de seis, eh? Dime, ¿tú no sabías eso, o es que acaso eres TONTO?
Abel, con un nudo en la garganta, haciendo un gran esfuerzo por no ponerse a llorar, le respondió a su padre con un hilillo de voz:
—Sí, sabía que tenía que pedir seis.
—Y entonces, ¿por qué coño pediste doce? —le preguntó de nuevo su padre.
Abel no dijo nada. Y es que realmente, en ese instante, no sabía por qué había pedido doce pasteles.
—¡Yo te lo diré! —le dijo su padre—. Tú te has visto allí sólo, delante de tanto pastel, y te has dicho: Esta es la mía. Y te has puesto a pedir hasta que has llenado toda la bandeja. Anda, que el dependiente se habrá quedado contento contigo. ¿Que te creías —dijo sonriendo ahora mordazmente— que te iban a faltar? —y soltó una carcajada todavía más mordaz y cruel que a Abel le llegó al alma, y que le hizo sentirse todavía peor consigo mismo, porque pensó que no tenía que haber pedido todos aquellos pasteles, que fue un error que cometió por culpa de su torpeza y de su glotonería…
—Pues, ahora —continuó su padre diciendo ahora en tono de amenaza—, ¿sabes qué, sabes lo que he pensado? ¿Eh, lo sabes? ¿Sabes lo que vamos a hacer?
Abel guardaba silencio. Ahora miraba a través de su ventanilla. Tenía ganas de llorar. Pero no quería llorar.
—Pues lo que vamos a hacer es que ni yo, ni la mamá, ni tu hermano vamos a comernos ni uno de esos pasteles. Y que tú, como te gustan tanto, como creías que te iban a faltar y por eso te has pedido doce pasteles, te vas a comer los doce pasteles. Uno detrás de otro. ¿Qué te parece? ¿A que estás contento? Cuando lleguemos a la casa te vas a comer los doce pasteles. Uno detrás de otro. Hasta que te REVIENTES.
Llegaron a casa. Su padre, aunque algo más sosegado, le contó a la madre de Abel todo lo que había ocurrido. La madre de Abel, como todas las madres, le quitó hierro al asunto.
Después de recoger la mesa, la madre de Abel sacó la bandeja de pasteles del frigorífico y la puso en el centro de la mesa. Con un cuchillo cortó la cintita dorada que rodeaba la abultada bandeja de pasteles y después quitó el papel que la envolvía. Ante los ojos del padre de Abel, de su madre, de su hermano mayor y de él, aparecieron doce deliciosos pasteles de merengue, nata, chocolate, fresa y trufa.
—Hum… —exclamó su madre con aire festivo mirando golosamente los pasteles que tenía delante de sus ojos— ¡cómo nos vamos a poner, eh, chicos!
—Casi veinte euros que me han costado —refunfuñó el padre de Abel meneando la cabeza— Doce pasteles. Veinticinco euros.
—Antonio, para, no sigas con eso. Tampoco tiene tanta importancia —le reprendió tímidamente su mujer.
Su marido torció el gesto y prefirió olvidarse del asunto. Era cierto: tampoco tenía tanta importancia.
—¿Tú cuál te vas a comer, Abel? —le preguntó su madre animándole, viendo que su hijo no se había lanzado, como era habitual en él, a coger ya un pastel de la bandeja.
Por su puesto, su madre sabía por qué su hijo Abel todavía no había cogido ningún pastel y porqué tenía aquella cara tan triste.
—¡Anda, mira! Uno de trufa. Éste para mí —dijo su madre con aire jovial, cogiendo el pastel de trufa—. ¿Quieres medio, Abel? —le preguntó.
Abel negó con la cabeza.
El hermano mayor de Abel cogió un pastel de chocolate y su padre también cogió otro de chocolate. Entonces fue cuando Abel cogió el suyo, uno de merengue.
Lo cogió pero hubiese querido no cogerlo. Se sentía mal consigo mismo. Se sentía pequeño, gordo, glotón y tonto.
Ya me los comería yo por él...
Y, Destripado, respecto a tu pregunta de si la historia va a tener continuación, yo creo que será mejor dejar tranquilo a Abel, el chaval ya ha tenido bastante.
Un saludo. Y lo dicho, gracias.
Podría ser una secuela en plan: "Pasteles II: La venganza"
Y, Destripado, me has dado una idea, me has echo cambiar de opinión: creo que sí que voy a hacer una segunda parte. Ya tendrás noticia de ella. Aunque, bien pensado,te resumiré algo de ella:
Han transcurrido diez años desde el traumático suceso de la pastelería. Abel ha sufrido un trauma infantil tan grave que, no pudiéndolo superar, se vuelve un adicto al azúcar. Creo que Abel terminará muriendo de una sobredosis de azúcar dentro de una pastelería de mala muerte en un suburbio de la ciudad, pero esto ya lo veremos.
Gracias por vuestro tiempo y por vuestro humor. Soy dos personas muy dulces. Yo también soy una persona muy dulce. Aunque mi abuela siempre me ha dicho que soy una persona muy salada. Bueno, adiós. Un saludo.
La culpa no la tuvo el pobre pastelero (hay que comprender al pastelero, que tiene cuatro hijos que alimentar y una hipoteca que pagar, y el hombre tiene que vender como sea para dar de comer a sus hijos; su mala acción no se debe a la avaricia, sino a la necesidad), la culpa la tuvo el propio Abel, por ser un goloso y muy poco espabilado. Porque otro niño más espabilado se hubiese dado cuenta enseguida de que el pastelero estaba intentando embaucarle, entonces se lo hubiese dicho a su padre y su padre hubiese tomado cartas en el asunto y le hubiese cantado las cuarentas al pastelero. Pero, no, el niño, como es un glotón, no dijo nada y se puso a pedir pasteles a discrección.
Y en el coche, cuando su padre le pregunta por qué demonios había pedido tantos pasteles, el muy tonto en vez de decirle que el pastelero le ha engañado, él se queda callado y no le dice nada y se queda lloriqueando y laméntándose como un bebé quejica...
Y cuando su madre abre la bandeja de pasteles y le ofrece un pastel, Abel, si hubiera sido un niño con un poco de dignidad y amor propio, se hubiese negado a comer pastel alguno y, haciendo un desaire, se hubiera levantado de la mesa y se hubiera ido a su habitación. Pero él, no, como es un glotón, coge uno de merengue y se lo come; después, seguramente se comería otro y otro y otro...
Conclusión: Abel es un tonto y glotón, y se merecía lo que le ocurrió, para que aprenda y espabile en un futuro, que la vida es muy dura.
Por cierto, Destripado, yo pensaba que tu propuesta de Pasteles 2: La Venganza, era una broma, por eso yo propuse otra segunda parte en plan de broma... De todas maneras, si tuviera que hacer otra segunda parte, sería con otro Abel, con un Abel muy distinto, con un carácter muy distinto; este Abel sería un niño muy espabilado y lleno de energía: entonces el pastalero sí que se iba a enter de lo era bueno...
Bueno, Amparo Bonilla y Destripado, me encantó vuestros comentarios y me divierto mucho con vosotros.
Un saludo. Hasta pronto a los dos.
En defensa del niño debo de decir que su principal problema no es la glotonería ni el despabilar a tiempo. Es un niño que sufre de inseguridad y que se ve ayudado en muy poco por su entorno familiar. Es tan inseguro que incluso llega a convencerse que èl fue el del error, cuando en realidad fue compartido. El padre nunca buscò la verdad y la madre al pasarlo por alto tampoco ayudò en solucionar el nucleo del problema. El niño al final se ve presionado a comer el pastel.
Felicitaciones. Es un muy buen trabajo. Espero leer más trabajo tuyo.
Y lo que me parece todavía más increíble, y una enorme sorpresa para mí, es que la madre de Abel, la que yo pensaba que se había comportando correctamente con su hijo, fuera también, aunque sin proponérselo, claro, la culpable de que Abel se sintiera tan mal consigo mismo.
Creo que has dado en el clavo con la "sicología" de los personajes. Me he dado cuenta de que es correcto lo qué tu dices. Me has echo ver cosas de los personajes que yo ni vislumbraba. Te felicito por esto último, y te lo agradezco.
Un saludo, y gracias por tus comentarios y por tu tiempo.
Lo bueno de meter un personaje "malvado", es que no tenemos que trabajar demasiado el perfil del personaje "bueno", además, al meter a un niño has creado un David y un Goliath, todas nuestras simpatias siempre de lado del débil.
La figura del padre que no escucha, que no comprende, bien realizada.
Los diálogos muy buenos, y como dijo alguien...sin contar nada esencialamente complicado, montas una historia sencilla ( que no simple) perfectametne estructurada.
Buena historia Eneas.
Un saludo. Y hasta pronto.
Estaba yo tan tranquilo aquí, fisgoneando por este foro, habiendo ya merendado y siendo todavía la cena algo lejano y ahora ¡me apetecen pasteles! Voy a tener que salir a la calle, con la que está cayendo.
Eso no se hace. Otro cuento que escribas, que el protagonista coma ensalada, o algo ligero. O pipas mismamente, que son fáciles de encontrar.
Saludos
Javier
Un saludo. Y hasta pronto.
Felicidades Eneas, el relato me ha enganchado.
Un Saludo. Y hasta pronto.