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Pasteles

ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
editado agosto 2013 en Narrativa
Abel era un niño muy goloso. Un sábado por la noche su padre le dijo que se iban a acercar a la pastelería, y qué el mismo, Abel, se encargaría de elegir los pasteles que a él más le gustasen.
Abel y su padre entraron en la pastelería y se acercaron al mostrador. El dependiente les saludó educadamente y les preguntó qué que deseaban.
—Venga, Abel, elige tú los pasteles que a ti más te gusten —le dijo su padre con aire jovial.
El goloso de Abel, delante del mostrador repleto de pasteles, vio el cielo abierto, y, con ojos ávidos, cual animal sobre su presa, se puso a elegir los pasteles que más le gustaban.
En ese instante, alguien le tocó en el hombro al padre de Abel; el padre de Abel se volvió y, para gran alegría suya, vio que se trataba de un viejo amigo al que hacía años que no veía. El padre de Abel y su amigo se estrecharon efusivamente las manos, se fundieron en un abrazo y después se pusieron a charlar alegremente mientras ambos se encendían un cigarrillo.
Mientras tanto, el goloso de Abel, indiferente a todo esto, y enfrascado felizmente en su tarea de elegir los pasteles que más le gustasen, eligió otro pastel, uno de merengue. Ya llevaba dos de nata y uno de merengue.
Luego pidió tres pasteles más. Ya hacían seis. Él sabía que seis pasteles eran los que su padre siempre llevaba a casa cuando se acercaba a la pastelería los sábados. Así que Abel decidió no pedir más pasteles.
—Pero tienes que pedir más —le dijo el dependiente en voz baja mientras miraba de reojo al padre de Abel, que continuaba charlando distraídamente con su amigo.
Abel pensó que, si aquel dependiente le decía que tenía que pedir más, es por que tenía que pedir más. Y no pudiéndose imaginar las malas intenciones de aquel taimado dependiente, Abel se pidió dos pasteles más. Y ya iban ocho.
—Ya —le dijo Abel al dependiente mientras éste, apresuradamente, colocaba los dos pasteles sobre la bandeja, junto a los otros seis.
—No, no, chaval —se apresuró en decir el dependiente en voz muy baja mientras miraba taimadamente al padre de Abel que charlaba distraídamente con su amigo— tenemos que llenar toda la bandeja. Ésta bandeja es para doce pasteles, y hay que llenarla. Esto hay que hacerlo así, chaval. No podemos dejar la bandeja a medias.
Abel dudó. Le echó una mirada a su padre. Como pidiendo ayuda. Pero su padre continuaba charlando distraída y alegremente con su amigo, ajeno totalmente a las argucias del taimado dependiente…
—Venga, chaval, ¡elige! —le apremió el astuto dependiente— ¿Quieres ese de nata y trufa? —le tentó sagazmente—. Venga, ¡elige!
Y Abel, animado y tentado por sibilino dependiente, pidió seis pasteles más, hasta llegar al número de doce. Y el taimado dependiente, envolvió apresuradamente la enorme bandeja de doce pasteles, la ató con una cintita dorada a su alrededor y luego la puso en las manos del goloso de Abel.
—Ahí tienes, chaval.
¡Qué cara de felicidad se le puso al goloso de Abel! ¡Y cuánto pesaba aquella bandeja repleta de pasteles!
Los ojillos de Abel apenas asomaban por encima de la enorme y abultada bandeja de pasteles.
Ahora había llegado el momento de pagar.
—Papá —llamó Abel a su padre tirándole suavemente de la manga camisa—. Papá.
El padre de Abel se volvió. Y al ver que su hijo ya cargaba con una bandeja de pasteles, dijo:
—Ah… —y a continuación, sacó un billete de diez euros de su billetera, y le preguntó al dependiente cuánto costaba la bandeja de pasteles.
—Diecisiete euros con cincuenta —le dijo el taimado dependiente con aire fingidamente distraído mientras colocaba en el mostrador una enorme y repleta bandeja de pasteles de merengue.
Al padre de Abel, al escuchar el precio de la bandeja de pasteles que acababa de pedirse su hijo Abel, se le cambió el semblante; luego, disimulando su rostro de desconcierto, y mientras volvía a meter el billete de diez euros en su billetera y buscaba uno de veinte euros, echó una fugaz y recelosa mirada a la enorme y abultada bandeja de pasteles que Abel sostenía sobre sus brazos. Después, esforzándose por que la expresión de su cara no mostrase la furia que ya empezaba a invadirle, sacó un billete de cincuenta euros de su billetera y se lo entregó al dependiente. El dependiente cogió el billete, se acercó al cajero y después le dio las vueltas y las gracias al padre de Abel. Después, el padre de Abel, sonriente, le estrechó efusivamente la mano a su amigo y se despidió de él, prometiéndose, ambos, de verse muy pronto. Y entonces Abel y su padre salieron de la pastelería de vuelta a su casa; su padre furioso con su hijo por haberle echo gastar tanto dinero, y Abel tan feliz y contento, con su abultada y repleta bandeja de pasteles sobre los brazos.

CONTINÚA

Comentarios

  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado mayo 2013
    Abel y su padre subieron al coche:
    —¡Ponte el cinturón! —le ordenó su padre con brusquedad.
    Abel, con alguna dificultad que otra, pues llevaba sobre el regazo la abultada bandeja de pasteles, obedeció a su padre y se puso el cinturón. El padre de Abel puso el coche en marcha y salieron del aparcamiento.
    Pasaron unos cuantos minutos. El padre de Abel conducía en silencio. Abel miró a su padre y vio que llevaba una cara muy seria. Todo esto le extrañó mucho a Abel, pues su padre era un hombre bastante parlanchín y dado a las bromas. Y entonces Abel intuyó que algo iba mal. Abel, desasosegado, y no sabía bien por qué, de vez en cuando echaba una mirada al rostro serio de su padre.
    Después de recorrer varias calles, su padre detuvo el coche frente a un semáforo en rojo. Entonces el padre de Abel clavó sus ojos en Abel. Abel, aunque tenía sus ojos puestos en el coche que tenían enfrente, se percató de ello. Y entonces supo que se había equivocado en pedir tantos pasteles. Que había cometido un error. Entonces, Abel se sintió bastante mal consigo mismo. Se sintió pequeño, tonto, gordo y glotón…
    —¡No te puedo dejar sólo un momento! —le gritó su padre todo furioso, con los ojos clavados en él—. ¡Me pongo a hablar un momento con alguien y me la haces, joder!
    Abel seguía con la mirada puesta en las luces traseras del coche que tenían delante.
    —¡Doce pasteles! —exclamó su padre todo colérico—. ¡Veinticinco euros! —volvió a exclamar.
    Y Abel guardaba sepulcral silencio.
    —Menos mal que se me ha ocurrido echarme a última hora el billete de cincuenta euros… menos mal… —decía.
    En ese instante el coche de delante se puso en marcha. El padre de Abel apretó el acelerador y soltó el embrague de forma brusca; Abel tuvo que sujetar bien la bandeja de pasteles para que no se le cayera del regazo.
    —¡¿Qué coño te ha pasado por la cabeza para pedir tantos pasteles?! —exclamó de nuevo su padre, que volvía de nuevo a la carga, mirando indistintamente a la carretera y a Abel—. ¿Es que acaso tú no sabias que siempre que llevo pasteles a la casa compro una bandeja de seis, eh? Dime, ¿tú no sabías eso, o es que acaso eres TONTO?
    Abel, con un nudo en la garganta, haciendo un gran esfuerzo por no ponerse a llorar, le respondió a su padre con un hilillo de voz:
    —Sí, sabía que tenía que pedir seis.
    —Y entonces, ¿por qué coño pediste doce? —le preguntó de nuevo su padre.
    Abel no dijo nada. Y es que realmente, en ese instante, no sabía por qué había pedido doce pasteles.
    —¡Yo te lo diré! —le dijo su padre—. Tú te has visto allí sólo, delante de tanto pastel, y te has dicho: Esta es la mía. Y te has puesto a pedir hasta que has llenado toda la bandeja. Anda, que el dependiente se habrá quedado contento contigo. ¿Que te creías —dijo sonriendo ahora mordazmente— que te iban a faltar? —y soltó una carcajada todavía más mordaz y cruel que a Abel le llegó al alma, y que le hizo sentirse todavía peor consigo mismo, porque pensó que no tenía que haber pedido todos aquellos pasteles, que fue un error que cometió por culpa de su torpeza y de su glotonería…
    —Pues, ahora —continuó su padre diciendo ahora en tono de amenaza—, ¿sabes qué, sabes lo que he pensado? ¿Eh, lo sabes? ¿Sabes lo que vamos a hacer?
    Abel guardaba silencio. Ahora miraba a través de su ventanilla. Tenía ganas de llorar. Pero no quería llorar.
    —Pues lo que vamos a hacer es que ni yo, ni la mamá, ni tu hermano vamos a comernos ni uno de esos pasteles. Y que tú, como te gustan tanto, como creías que te iban a faltar y por eso te has pedido doce pasteles, te vas a comer los doce pasteles. Uno detrás de otro. ¿Qué te parece? ¿A que estás contento? Cuando lleguemos a la casa te vas a comer los doce pasteles. Uno detrás de otro. Hasta que te REVIENTES.
    Llegaron a casa. Su padre, aunque algo más sosegado, le contó a la madre de Abel todo lo que había ocurrido. La madre de Abel, como todas las madres, le quitó hierro al asunto.
    Después de recoger la mesa, la madre de Abel sacó la bandeja de pasteles del frigorífico y la puso en el centro de la mesa. Con un cuchillo cortó la cintita dorada que rodeaba la abultada bandeja de pasteles y después quitó el papel que la envolvía. Ante los ojos del padre de Abel, de su madre, de su hermano mayor y de él, aparecieron doce deliciosos pasteles de merengue, nata, chocolate, fresa y trufa.
    —Hum… —exclamó su madre con aire festivo mirando golosamente los pasteles que tenía delante de sus ojos— ¡cómo nos vamos a poner, eh, chicos!
    —Casi veinte euros que me han costado —refunfuñó el padre de Abel meneando la cabeza— Doce pasteles. Veinticinco euros.
    —Antonio, para, no sigas con eso. Tampoco tiene tanta importancia —le reprendió tímidamente su mujer.
    Su marido torció el gesto y prefirió olvidarse del asunto. Era cierto: tampoco tenía tanta importancia.
    —¿Tú cuál te vas a comer, Abel? —le preguntó su madre animándole, viendo que su hijo no se había lanzado, como era habitual en él, a coger ya un pastel de la bandeja.
    Por su puesto, su madre sabía por qué su hijo Abel todavía no había cogido ningún pastel y porqué tenía aquella cara tan triste.
    —¡Anda, mira! Uno de trufa. Éste para mí —dijo su madre con aire jovial, cogiendo el pastel de trufa—. ¿Quieres medio, Abel? —le preguntó.
    Abel negó con la cabeza.
    El hermano mayor de Abel cogió un pastel de chocolate y su padre también cogió otro de chocolate. Entonces fue cuando Abel cogió el suyo, uno de merengue.
    Lo cogió pero hubiese querido no cogerlo. Se sentía mal consigo mismo. Se sentía pequeño, gordo, glotón y tonto.
  • DestripadoDestripado Pedro Abad s.XII
    editado mayo 2013
    La verdad es que el drama del pobre niño conmueve... ¿vas a continuar la historia?
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado mayo 2013
    Ah, pero yo estaba esperando que de verdad le hicieran comer los doce pasteles:)
  • DestripadoDestripado Pedro Abad s.XII
    editado mayo 2013
    amparo bonilla escribió : »
    Ah, pero yo estaba esperando que de verdad le hicieran comer los doce pasteles:)

    Ya me los comería yo por él...
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado mayo 2013
    ...Creo que quedarías de un empacho:rolleyes::)
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado mayo 2013
    Hola, Destripado y Amparo Bonilla. Gracias por vuestros comentarios y por vuestro tiempo. Compruebo que soy dos personas muy "dulces".
    Y, Destripado, respecto a tu pregunta de si la historia va a tener continuación, yo creo que será mejor dejar tranquilo a Abel, el chaval ya ha tenido bastante.

    Un saludo. Y lo dicho, gracias.
  • DestripadoDestripado Pedro Abad s.XII
    editado mayo 2013
    ENEAS escribió : »
    Y, Destripado, respecto a tu pregunta de si la historia va a tener continuación, yo creo que será mejor dejar tranquilo a Abel, el chaval ya ha tenido bastante.

    Podría ser una secuela en plan: "Pasteles II: La venganza"
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado mayo 2013
    pero podría ser la venganza contra el pastelero avispado, yo del padre no le hubiera comprado ningún pastel, para que no sea abusivo y aprovechado:)
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado mayo 2013
    Hola de nuevo, Amparo Bonilla y Destripado. Compruebo que aún andais por la pastelería, debéis ser casi tan golosos como yo... quería decir como Abel.
    Y, Destripado, me has dado una idea, me has echo cambiar de opinión: creo que sí que voy a hacer una segunda parte. Ya tendrás noticia de ella. Aunque, bien pensado,te resumiré algo de ella:
    Han transcurrido diez años desde el traumático suceso de la pastelería. Abel ha sufrido un trauma infantil tan grave que, no pudiéndolo superar, se vuelve un adicto al azúcar. Creo que Abel terminará muriendo de una sobredosis de azúcar dentro de una pastelería de mala muerte en un suburbio de la ciudad, pero esto ya lo veremos.

    Gracias por vuestro tiempo y por vuestro humor. Soy dos personas muy dulces. Yo también soy una persona muy dulce. Aunque mi abuela siempre me ha dicho que soy una persona muy salada. Bueno, adiós. Un saludo.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado mayo 2013
    Pero que mal final le espera al pobre Abel, yo me iría contra el vendedor de los pasteles:)
  • DestripadoDestripado Pedro Abad s.XII
    editado junio 2013
    Cómo me dejas, creo que es la primera vez que mato a un personaje literario... Podrían vengarse del malvado pastelero como si fuera una pelícua de acción, pero sea como sea será interesante leerlo, ánimo.
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado junio 2013
    Hola de nuevo, Amparo Bonilla y Destripado. Veo que la habéis tomado con el inocente pastelero, ¿eh? No pensaba yo que, dos personas tan dulces como vosotras fueran a resultar tan vengativas y sedientas de sangre. Os voy a confesar una cosa: a mí Abel me cae fatal. Lo que le ocurrió se lo merecía, y aún es poco para lo que tenía que haber pasado.
    La culpa no la tuvo el pobre pastelero (hay que comprender al pastelero, que tiene cuatro hijos que alimentar y una hipoteca que pagar, y el hombre tiene que vender como sea para dar de comer a sus hijos; su mala acción no se debe a la avaricia, sino a la necesidad), la culpa la tuvo el propio Abel, por ser un goloso y muy poco espabilado. Porque otro niño más espabilado se hubiese dado cuenta enseguida de que el pastelero estaba intentando embaucarle, entonces se lo hubiese dicho a su padre y su padre hubiese tomado cartas en el asunto y le hubiese cantado las cuarentas al pastelero. Pero, no, el niño, como es un glotón, no dijo nada y se puso a pedir pasteles a discrección.
    Y en el coche, cuando su padre le pregunta por qué demonios había pedido tantos pasteles, el muy tonto en vez de decirle que el pastelero le ha engañado, él se queda callado y no le dice nada y se queda lloriqueando y laméntándose como un bebé quejica...
    Y cuando su madre abre la bandeja de pasteles y le ofrece un pastel, Abel, si hubiera sido un niño con un poco de dignidad y amor propio, se hubiese negado a comer pastel alguno y, haciendo un desaire, se hubiera levantado de la mesa y se hubiera ido a su habitación. Pero él, no, como es un glotón, coge uno de merengue y se lo come; después, seguramente se comería otro y otro y otro...
    Conclusión: Abel es un tonto y glotón, y se merecía lo que le ocurrió, para que aprenda y espabile en un futuro, que la vida es muy dura.

    Por cierto, Destripado, yo pensaba que tu propuesta de Pasteles 2: La Venganza, era una broma, por eso yo propuse otra segunda parte en plan de broma... De todas maneras, si tuviera que hacer otra segunda parte, sería con otro Abel, con un Abel muy distinto, con un carácter muy distinto; este Abel sería un niño muy espabilado y lleno de energía: entonces el pastalero sí que se iba a enter de lo era bueno...
    Bueno, Amparo Bonilla y Destripado, me encantó vuestros comentarios y me divierto mucho con vosotros.
    Un saludo. Hasta pronto a los dos.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado junio 2013
    Entonces el pastelero iba a pagar todas sus deudas con los pasteles que le vendió al tarugo del papá de Abel, ahora hay que echarle la culpa al papá por menso, él también hubiera podido negarse a pagar todos los pasteles y de pura maldad dejárselos empacados, que tal :):p
  • DestripadoDestripado Pedro Abad s.XII
    editado junio 2013
    Con los nuevos datos que aportas sobre el pastelero, comprendo la razón del engaño. En parte estoy de acuerdo contigo, vamos a ver, ¿para qué están los tontos?: para que los listos se aprovechen de ellos, es ley de vida. Hay que ver lo que da de sí un niño glotón, la verdad es que me pongo en su piel porque también soy muy glotón.
  • Jesus ssdJesus ssd Pedro Abad s.XII
    editado junio 2013
    Es una historia tan bien narrada que, a pesar de no contar mucho, te mantiene en intriga hasta el último momento e incluso te permite buscar en el autor algunos contextos que logren una mayor apreciación de el. En esta historia los personajes lo son todo.

    En defensa del niño debo de decir que su principal problema no es la glotonería ni el despabilar a tiempo. Es un niño que sufre de inseguridad y que se ve ayudado en muy poco por su entorno familiar. Es tan inseguro que incluso llega a convencerse que èl fue el del error, cuando en realidad fue compartido. El padre nunca buscò la verdad y la madre al pasarlo por alto tampoco ayudò en solucionar el nucleo del problema. El niño al final se ve presionado a comer el pastel.

    Felicitaciones. Es un muy buen trabajo. Espero leer más trabajo tuyo.
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado junio 2013
    Hola, Jesús ssd. Me parece increíble y fascinante que tú hayas visto en el comportamiento de Abel un problema de inseguridad y yo ni siquiera lo haya vislumbrado.
    Y lo que me parece todavía más increíble, y una enorme sorpresa para mí, es que la madre de Abel, la que yo pensaba que se había comportando correctamente con su hijo, fuera también, aunque sin proponérselo, claro, la culpable de que Abel se sintiera tan mal consigo mismo.
    Creo que has dado en el clavo con la "sicología" de los personajes. Me he dado cuenta de que es correcto lo qué tu dices. Me has echo ver cosas de los personajes que yo ni vislumbraba. Te felicito por esto último, y te lo agradezco.

    Un saludo, y gracias por tus comentarios y por tu tiempo.
  • SuinaSuina Garcilaso de la Vega XVI
    editado julio 2013
    ¡Qué cabrito el pastelero!
    Lo bueno de meter un personaje "malvado", es que no tenemos que trabajar demasiado el perfil del personaje "bueno", además, al meter a un niño has creado un David y un Goliath, todas nuestras simpatias siempre de lado del débil.
    La figura del padre que no escucha, que no comprende, bien realizada.
    Los diálogos muy buenos, y como dijo alguien...sin contar nada esencialamente complicado, montas una historia sencilla ( que no simple) perfectametne estructurada.
    Buena historia Eneas.
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado julio 2013
    Hola, Suina. Aunque sea con algo de tardanza, te agradezco tus comentarios.
    Un saludo. Y hasta pronto.
  • EdetanoEdetano Anónimo s.XI
    editado agosto 2013
    Eneas, que sepas que te odio profundamente.

    Estaba yo tan tranquilo aquí, fisgoneando por este foro, habiendo ya merendado y siendo todavía la cena algo lejano y ahora ¡me apetecen pasteles! Voy a tener que salir a la calle, con la que está cayendo.

    Eso no se hace. Otro cuento que escribas, que el protagonista coma ensalada, o algo ligero. O pipas mismamente, que son fáciles de encontrar. :p

    Saludos

    Javier
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2013
    Hola, Edetano. Compruebo que eres tan goloso como Abel, como alguna gente de este Foro y como yo mismo. Bienvenido al Club.

    Un saludo. Y hasta pronto.
  • RaventosRaventos Anónimo s.XI
    editado agosto 2013
    Que no me encuentre al pastelero por la calle que NO LO CUENTA!!!!!.... Qué cara, aprovechándose del pobre chaval. Y el padre menos enfadarse y haber estado más atento. Y si le parecía que la cuenta subía mucho haberle preguntado al pastelero por qué.

    Felicidades Eneas, el relato me ha enganchado.
  • ENEASENEAS Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2013
    Hola, Raventos. Te agradezco tu comentario y tu tiempo.

    Un Saludo. Y hasta pronto.
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