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Leyendas de Asdor - Crónicas de Álzoner I (capítulos 1 y 2).

Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
editado diciembre 2012 en Fantástica
Aquí publico mis dos primeros capítulos, en lo que deberían ser su versión definitiva (pero abierta al fin y al cabo a mejoras), del libro cuyo nombre está en el título del post.
También decir que seguramente añada una especie de "capítulo 0" para contar una parte de la historia anterior, no básica pero puede que enriquecedora para la historia, que de todos modos no afecta, siendo un capítulo perfectamente prescindible pero que prefiero añadir. Empieza bastante fuerte, con un capítulo 1 corto situando la lo que pasa en el comienzo de la aventura, y un segundo capítulo muy movidito y bastante "a saco".

Si os leéis la sinopsis de la historia antes, quizás os ambientéis un poco mejor. Aquí dejo el link:
http://www.fantasiaepica.com/tu-historia-de-fantasia/sinopsis-de-historia-12505.html

Ahí va:

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  • Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2012
    Capítulo 1: La víspera.

    "

    El día se había presentado gris y lluvioso en Noltiar y las nubes apenas dejaban pasar los rayos del sol. El único sonido que podía oírse con claridad era el de las gotas de lluvia cayendo contra los tejados de los edificios y el embarrado suelo; la primavera no solía ser así. En la ciudad reinaba un ambiente tétrico y los centinelas se apostaban entre las torres y murallas. Fuera de éstas, en el campamento casi improvisado del ejército que llevaba sitiando la ciudad siete días, se podían observar los estandartes mojados por la lluvia. Unos estandartes rojos con un dragón dorado, emblema de la Unión Imperial.
    A través de dicho campamento, entre máquinas de asedio, un capitán corría intentando llegar cuanto antes a su tienda de campaña con el objetivo de resguardarse de la lluvia. Un hombre de pelo negro y algo canoso, con ojos grises y apagados, una poblada barba y unas cincuenta primaveras sobre sus espaldas. Cuando entró, estaba empapado, y cerca de una decena de soldados lo observaban con ojos jóvenes, atentos y llenos de curiosidad por la información que sabían que iba a transmitirles. Uno de ellos, rompió el silencio:
    - ¿Qué se ha decidido, capitán?
    - El general por fin ha tomado una decisión, acabaremos de una vez por todas con el sitio de ésta ciudad – contestó el capitán dirigiéndose a todos mientras intentaba secarse el rostro empapado.
    - Entonces, ¿se lanzará un nuevo ataque? – preguntó otro soldado, desconcertado.
    - Se espera que a medida que avanza la tarde terminen de llegar los refuerzos, y de madrugada se atacará – los superaban en casi todos los aspectos, pero siempre habían sido repelidos en las murallas. Ésta vez se creía que la puerta podía ser derribada – El primer y tercer regimientos se encargarán de ganar tiempo en las murallas. El nuestro actuará luego junto con algunos restos del doceavo, lanzando un segundo ataque con el objetivo de reforzarlos. – Informó el capitán.
    - Eso si no aguantan solos ¿no? – Comentó otro.
    - No podrán aguantar lo suficiente en las murallas – afirmó con total seriedad uno de los soldados, que se encontraba sentado al fondo y que cruzaba los brazos sobre su pecho. Era algo obvio. Tendrían a casi toda la resistencia de la ciudad contra ellos, en cuestión de minutos necesitarían ayuda urgentemente.
    - Tened por seguro que nos llamarán, y no tardarán mucho tiempo – volvió a intervenir el capitán reafirmando lo dicho por éste último soldado justo antes – el hecho de no tener torres de asedio ha hecho que nos veamos muy limitados.
    - ¿Y se sabe qué haremos una vez que hayamos conseguido derribar las puertas? – interrogó otro ignorante soldado – Si se diese el caso de que entráramos, claro.
    - El general no ha concretado nada aún – respondió tranquilo el capitán – dentro de tres horas tenemos que reunirnos en la parte trasera del campamento. Nos veremos allí.
    - ¿Y por qué en vez de mandar a un par de regimientos a una misión casi suicida, no se manda a todo el ejército que se encuentra sitiando la ciudad? – preguntó algo indignado un soldado.
    - Porque los generales no están dispuestos a que si fracasamos y somos vencidos, la derrota sea tan grande que no dispongan de un ejército capaz de continuar el sitio – contestó coherentemente el capitán, haciendo ver que los generales necesitaban una toma de contacto y medir las fuerzas de ambos en combate antes de mandar al grueso del ejército – Tiene lógica desde un punto de vista estratégico, por muy duro que sea.
    - Nosotros morimos y los generales se llevan la gloria – dijo uno de ellos.
    - Así es el Ejército Imperial – concluyó el capitán, que acto seguido salió de la tienda.
    Justo después los soldados, recién informados, empezaron a hablar entre sí sobre la nueva que les había llegado. Estaban por una parte ansiosos y por otra hartos de estos grises y austeros días. Todos ellos, la mayoría jóvenes, se alistaban al Ejército Imperial porque les embriagaba la idea de convertirse en gloriosos y reconocidos guerreros luchando por su rey. Y lo mismo pasaba con los jóvenes en todos los rincones del inmenso mundo. Sociedades de espada, civilizaciones que han florecido al calor de la guerra, en lugar de al del sol, han convertido a los reinos del mundo en sociedades militarizadas, siempre en guerra con alguien, con la lanza en alto y el escudo en guardia permanentemente. Así había sido desde el primer día, y así lo seguía siendo miles de años después.
    - ¿Qué opinas sobre el ataque, Álzoner? ¿Crees que será definitivo? – le preguntó un soldado, de pelo corto y rubio, llamado Oquestes, al otro que había hecho el comentario anteriormente afirmando lo imposible de una victoria de la primera carga sin ayuda.
    - Procuro opinar lo menos posible ahora mismo – dijo mientras se ponía los guanteletes del uniforme, casi sin darle importancia a la pregunta.
    - Pues nunca es lo que parece… Aún así ¿cuales son tus expectativas al respecto? – insistió el otro soldado.
    - Desde luego están muy debilitados por los otros dos ataques y a nosotros nos han llegado refuerzos – le contestó Álzoner sin llegar a dar una respuesta clara.
    - Esta batalla está durando demasiado, el primer ataque debería de haber bastado para tomarla – comentó Oquestes algo enfadado mientras golpeaba su puño contra la palma de la mano contraria.
    - Lo que está durando demasiado es esta guerra. No entiendo porque la Unión Imperial no ha aplastado ya a Tulión-tar – dijo Álzoner, para afirmar luego convencidamente: – Es capaz de hacerlo.
    - Estoy seguro de que caerá y nosotros estaremos allí para verlo. – respondió Oquestes con una sonrisa que dejaba ver un colmillo montado.
    - Eso no lo dudes, amigo – dijo enérgico Álzoner, devolviéndole la sonrisa a Oquestes – Aún así, me parece que lo peor de todo es que vamos a pasar otra noche sin dormir – prosiguió bromeando Álzoner.
    - Es horrible llevar a cabo la guerra simplemente por hacer que otros adoren al mismo ser que tú – expresó apenado Oquestes.
    - Lo es – le consoló Álzoner
    - ¡Si! – dijo entusiasmado Oquestes.
    - Que no se te olvide, querido amigo, que lo que hoy hacen ellos, nosotros lo hicimos mucho antes – le reprochó Álzoner a Oquestes.
    - ¿Ya estamos otra vez, Álzoner? Eres demasiado crítico con lo tuyo – dijo Oquestes, que siempre discrepaba de Álzoner en este tipo de opiniones; pues mientras Álzoner era duramente crítico con todo, Oquestes lo era únicamente con lo de los demás, y solía vanagloriar lo suyo propio mientras que menosprecia al resto.
    - Las Guerras de los Estandartes – le contestó Álzoner dándole lecciones de historia a su amigo.
    - Pero eso tenía una justificación, era diferente – intentó explicar Oquestes.
    - Ninguna guerra de esa clase tiene justificación, la hayamos hecho nosotros hace tres mil años contra ellos, o ellos la hagan ahora contra nosotros – contestó muy seriamente Álzoner debido a los pensamientos de su amigo, sin dar lugar a más discusión.
    - Supongo que tienes la razón, Álzoner – dijo Oquestes – siempre la tienes.
    Álzoner era un humano varón, con pelo por los hombros y de un color que vacilaba entre el negro y el castaño oscuro, y de éste último color eran también sus ojos. Tenía una nariz fina, y a pesar de que ninguna manera era feo, había rostros más hermosos que el suyo, que era delgado y con las facciones marcadas en su justa medida. Aunque quizás no hubiera muchos tan atractivos como él, pues no es lo mismo belleza que atractivo. Tenía un aspecto varonil; de cuerpo derecho y, aunque algún día llegaría a tener una complexión mas fuerte y voluminosa, aún era delgado a la par que musculoso. Era también joven, de poco más de veinte años; aunque se veía una madurez en su rostro mayor a la que se podía esperar de su edad. Y Desde siempre había mostrado unas dotes intelectuales, guerreras y morales muy por encima de las de los demás guerreros con los que se solía encontrarse. Demostró también Álzoner una valentía y sacrificio excepcionales, por lo que unos pocos entre sus propios compañeros lo envidiaban de forma malsana, aunque la mayoría buscaban su amistad porque era una persona cordial y amable que rebosaba carisma. Y aunque todo eso se mantuviera por siempre en él, el paso de los años y el sufrimiento acabaría convirtiéndolo en una persona en ocasiones seca y solitaria, y aunque la benevolencia no siempre fuera el camino a seguir para Álzoner en esos malos tiempos, si que fue la búsqueda del bien la que guiara sus acciones. A pesar de que no son pocas las veces que sus medios fueron cuestionables a lo largo de su vida, con una brutal frialdad con quienes, a pesar de todo, quizá se lo merecían. Pero nos estamos adelantando a los acontecimientos, y ese futuro no tiene nada que ver con lo que se cuenta ahora mismo.
    Oquestes por su parte, con quien tenía Álzoner un estrecho lazo de amistad – debido a que desde que se unieron hacía ya más de un año al Ejército de la Unión Imperial en Crisan –, tenía el pelo corto y rubio, y unos ojos marrones ámbar. Se podía apreciar una muy recortada barba, y unos cachetes en los que se formaban algunos pequeños hoyos cuando se reía. Era también un buen guerrero, aunque no destacaba de forma tan excepcional.
  • Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2012
    Habían pasado varias horas y la lluvia había cesado por primera vez en una semana. La noche aguardaba silenciosa y todo el ejército se reunió en la parte trasera del campamento, cerca de un pequeño bosque, excepto el reducido grupo de soldados que se había quedado patrullando para vigilar sobre cualquier acción enemiga que se saliera de la normalidad. Era claro el nerviosismo en el ambiente, los soldados llevaban ya una semana bajo fuertes lluvias y habían lanzado dos ataques a la ciudad sin apenas resultados. Tenía que ser ésta la vez que tomarán la ciudad.
    Cuando la mayoría de los soldados habían llegado encabezados por sus capitanes, se presentó el general ante ellos. Un hombre de pelo anaranjado, aunque bastante canoso también. Más que corpulento, algo engordado por su privilegiada posición. Éste les planteó la situación y los planes para la ofensiva. Los capitanes rodeaban al general para escuchar lo que debían hacer, y tras éstos estaban los soldados de los regimientos que primero deberían actuar esa noche.
    - Guerreros de la Unión Imperial, – dijo el general, orgulloso y convencido – como ya os habían informado vuestros superiores hace algunas horas, esta noche va a tener lugar un nuevo ataque a la ciudad, esperemos que definitivo. El plan básicamente consiste en que, tras que las catapultas lancen algunas descargas y debiliten las murallas, el primer regimiento y el tercer regimiento avancen hasta la muralla principal con las escalas para debilitar esa zona defensiva. Entonces el ariete tendrá vía libre para avanzar hasta la puerta y derribarla. En el caso de que la puerta no sea derribada, el tercer regimiento apoyará para ganar tiempo – comentó, a sabiendas de que el primer regimiento no podría aguantar solo. El primer ataque contaba con unos dos mil quinientos hombres, mientras que en las defensas de la ciudad se apostaban alrededor de seis mil; con las ventajas defensivas que les proporcionaba las murallas – Si finalmente las puertas se abren, mandaremos al resto de hombres para que entren.
    - ¿Y si el tercer regimiento no cumpliera su cometido? ¿Y si no consiguiese soportar el tiempo necesario en las murallas? – dijo el capitán de Álzoner con picardía mientras miraba fijamente al general, bajo los atentos ojos de todos los guerreros.
    - Estoy convencido de que eso no pasará, capitán Lisner. – dijo orgulloso de sí mismo el general, evadiendo dar una respuesta directa a la comprometedora pregunta – Y una vez que las puertas hayan caído, el resto de nuestros valientes guerreros penetraran en la ciudad y eliminarán toda resistencia a cuchillo hasta tomarla completamente. El resto de las instrucciones se darán en el momento oportuno. Quiero ver a todos los hombres en el otro lado del campamento en una hora listos para plantar batalla. Hoy mataremos a todos los que podamos de esos perros paganos.
    Tras decir eso, el general se fue y los soldados empezaron a dispersarse para comenzar a preparar para la batalla. Una maldición acaba de caer sobre la ciudad, que esa noche se vería como receptora de todas las venganzas acumuladas de una guerra. Una guerra donde se había perdido el hábito de enterrar los cadáveres de los propios compañeros caídos, y que habían convertido a las tierras disputadas en enormes mares de huesos y armaduras de lo que una vez fueron florecientes jóvenes. Muchos iban a la guerra antes de dormir con una mujer, hasta tal punto que en el bando contrario la generación que debía tener entre veinte y veinticinco años, había desaparecido.
    Álzoner y Oquestes ya estaban listos y se fueron hasta el punto de reunión. Se sentaron allí a los pies de una catapulta mientras observaban la ciudad, ya condenada al sufrimiento por esta noche. Charlaron hasta que se comenzó a acercar la hora. El general era imprudente y las murallas parecían, para los soldados (optimistas ahora y pesimistas en cinco minutos), ya inexpugnables.
    Su equipamiento los hacía a ambos unos formidables guerreros a la vista. Los dos lucían la armadura típica del ejército: de un color gris metálico, un yelmo que en ese momento no llevaban puesto, del mismo color que la armadura, y la típica cinta roja alrededor de la cintura que llevaban todos los soldados imperiales. Debajo de la armadura llevaban ropajes de esa misma tela roja, y se podían apreciar también los relieves de un dragón, el símbolo de la Unión Imperial, en los brazaletes y el escudo. Como armas llevaban, aparte del ya mencionado escudo – el cual Álzoner no usaba casi nunca en batalla – una espada y una daga, ésta normalmente como último recurso en el caso de que las cosas se pusieran demasiado peligrosas. El típico equipamiento de la infantería imperial.
    - Hoy venceremos – le dijo Oquestes a Álzoner con gran serenidad y optimismo – Me he informado: el enemigo cuenta con seis mil hombres y nosotros con nueve mil. Aunque nosotros tenemos dos mil frescos, ellos tienen espléndidas condiciones defensivas.
    - Desde luego las cosas están muy equiparadas – dijo el capitán Lisner (al que no habían visto venir) con un tono alegre mientras se unía a la conversación – Pero ellos no tienen ni a Oquestes ni a Álzoner. Y yo apostaría mi vida a que lucharéis con más gallardía que todos ellos juntos.
    Los tres soltaron una sonrisa de ánimo. No había miedo en sus ojos, sólo pesadez.
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  • Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2012
    Capítulo 2: Cae Noltiar

    "La noche había caído húmeda, fría y despejada. Un silencio antinatural que decía que las cosas no seguían su curso normal barría toda la ciudad y sus alrededores. Las nubes se habían apartado y dado paso a unas pálidas y brillantes lunas: la Lunamera, que significa “gran luna” – aunque se le solía conocer simplemente como “luna” – y la lunaquista, que significa “luna menor”, más pequeña y de color rosado, que con una clara luz alumbraban el terreno que en unos pocos minutos iba a convertirse en un gran cementerio de prematuros soldados.
    Los guerreros de la Unión Imperial, listos para la batalla, empezaron a agruparse frente a la ciudad bajo la atenta mirada de los centinelas que, alertados por los movimientos que hacían estos en las afueras, se preparaban para contener una embestida contra las murallas que ya veían próxima.
    Álzoner se colocó en la cabeza el frío yelmo y se apostó junto a Oquestes, el capitán y el resto de la compañía, en la sección izquierda de la vanguardia junto con todo el tercer regimiento. Se mantenían en formación, firmes, con su armadura al completo, lo que le daba un aspecto de disciplina y dureza que amedrentaría al más poderoso de los ejércitos, mientras esperaban a que el general llegara y diera las órdenes con las que la batalla daría comienzo. Pero las apariencias son una cosa muy distinta a la realidad, porque no hacía falta la vista para notar los nervios y miedos de los soldados por la inminente batalla. Sobre todo el miedo de los nuevos soldados que se habían incorporado hacía poco al Ejército Imperial y entraban en combate por primera vez tras completar su entrenamiento en el cuartel de instrucción. Esto les llevaba a que cada vez que pensaran en lo que en unos momentos iban a vivir, un tremendo escalofrío recorriera sus espaldas y les hiciera estremecerse por completo. Algunos llegaban al extremo de orinarse encima.
    Tras unos minutos más de espera, llegó el general, montado a caballo de manera chulesca, y se posicionó frente a la parte central de la vanguardia, dispuesto a dar un discurso motivador a sus hombres.
    - Valerosos soldados de la Unión Imperial – escuchaba de lejos pero con claridad Álzoner, que se encontraba el extremo de la venguardia – habéis visto derramada la sangre de montones de amigos a manos de estos salvajes, cobraos ahora en sangre y sin compasión alguna dichos crímenes. Hoy ésta ciudad verá caer sobre sí el poder de la Unión Imperial, y esta batalla será el primer paso hacia la victoria en la guerra contra los fanáticos de Tulión. Los Siete Grandes y el gran emperador Vundar III nos miran hoy ¡complazcámoslos! – concluyó el general llamando a una ciega y sangrienta venganza contra la ciudad.
    El general parecía satisfecho con su discurso, convencido de su maestría – dudosa en realidad – en el terreno militar.
    Ya la batalla estaba a punto de empezar. Antiguamente, antes de las batallas, los ejércitos solían rezar cada uno a su panteón o su dios particular. Pero esas costumbres se perdieron con el tiempo y ahora sólo las continúan practicando unos pocos de ejércitos en las holgadas llanuras de Nasderiún.
    - Carguen catapultas – dijo el general a su escudero tras un minuto de terminar el discurso.
    - ¡Carguen catapultas! – repitió el escudero gritando, para que inmediatamente después, las catapultas estuvieran preparadas.
    Tras unos segundos de tensa espera, de nuevo el general le dijo a su escudero:
    - Lanzad catapultas.
    - ¡Lanzad catapultas! – volvió a gritar el escudero con voz chillona.
    Una descarga de rocas, algunas de ellas prendidas en fuego gracias a aceites, fue lanzada. Éstas cayeron contra las murallas y algunos edificios de la ciudad, causando las primeras bajas del combate y provocando algunos incendios en las estructuras de madera del interior de la ciudad. Con esto se iniciaba la batalla. El sonido de destrucción que hacían las rocas lanzadas era enorme; incluso Álzoner podía oír los gritos de la población desde bien lejos.
    - ¡Que avancen el primer y tercer regimiento! – dijo ahora directamente el general, sin su intermediario. Mientras, con la espada desenvainada apuntaba hacía la ciudad. Se notaba excitado por la situación – ¡Que detrás de ellos avance el ariete!
    El primer regimiento estaba compuesto por tres mil quinientos hombres que avanzaron lo más rápido posible, con su pesada armadura sonando por el roce, hacia las murallas de la ciudad cubiertos por las catapultas aliadas, sin perder del todo la formación. Portaban escalas y el ariete iba tras ellos avanzando sobre ruedas, y constaba de un gran tronco amarrado con cadenas a cuatro palos para que pudiera balancearse y golpear; todo cubierto de hierro para evitar que los enemigos lo incendiaran o destrozaran. Cuando llegaron a la mitad del camino, una descarga de flechas alcanzó a los soldados imperiales, por lo que muchos fueron abatidos antes de tan siquiera llegar a las grises murallas. Algunos fueron más precavidos y usaron los escudos mientras avanzaban. Era preferible andar más lento y llegar, que correr hasta el límite de sus fuerzas a pecho descubierto y morir con el cuerpo atravesado por flechas.
    Tras eso, la lluvia de flechas fue continua pero menos intensa y los soldados llegaron a los pies de las murallas de la ciudad, levantando las escalas por las que comenzaron a subir. Muchos seguían muriendo por las flechas de los soldados enemigos. Álzoner, junto al resto del ejército allí presente, se mantenía observando cómo cumplía su labor el primer regimiento y como morían sus efectivos en grandes cantidades por la clara ventaja de los defensores de la ciudad, muchos sin tan siquiera terminar de subir las escalas, donde se convertían en blancos fáciles para los proyectiles enemigos. Por eso mismo, en esta batalla las flechas se cobraron un número desproporcionado de víctimas.
    Poco a poco los soldados consiguieron plantar batalla en las murallas subiendo por las escalas mientras al ariete avanzaba por el centro dirigiéndose a la puerta con paso lento, pues era muy pesado. Muchos de los que lo empujaban caían igualmente, pero la presión del primer regimiento, que comenzaba a tener presencia en las murallas, hacía que tuvieran que concentrar las fuerzas en frenarlos a ellos y desatendieron, de mala gana, el ariete. Al fin y al cabo se estaban cumpliendo por ahora los objetivos fijados. Los soldados de la Unión Imperial combatían con fiereza en las murallas y mataban a montones de enemigos, pero aún así eran menos y no tardó demasiado en notarse.
    En apenas quince minutos desde que llegaron a las murallas, el primer regimiento se encontraba bajo mínimos y el ariete comenzaba a no poder avanzar por las flechas tulionas. Había llegado el momento de Álzoner y los demás.
    - ¡Tercer regimiento: avancen, ataquen! – dijo el general entusiasmado.
    Rápidamente todo el regimiento, compuesto éste por dos mil quinientos hombres, avanzaron cubriéndose como podían, con los escudos, de las flechas enemigas. Álzoner corrió la explanada que había frente a la muralla, mientras a su alrededor montones de compañeros se unían al resto de cadáveres del suelo, abatidos también, y se situó justo al pie de ésta, de modo que las flechas no pudieran darle al no tener casi ángulo los enemigos apostados en ellas para lanzárselas certeramente.
    Mientras se reponía junto a las murallas, escuchó varias veces gritar su nombre “¡Álzoner, estoy aquí Álzoner!”, decía la voz. Miró a su alrededor y vio que se trataba de Oquestes, que se encontraba en su misma situación unos metros más hacia el extremo oeste de la muralla. Álzoner se acercó hasta a él.
  • Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2012
    - Subamos por una de las escala, cúbrete con el escudo – le sugería Oquestes gritando para que pudiera oírlo, debido al alto ruido de la batalla.
    - De acuerdo, yo iré primero – le contestó Álzoner de igual forma, con el caos reinante a su alrededor. Algunos soldados, jugándose la vida, salían a la explanada y arrastraban a compañeros que habían sido alcanzados por la flechas, pero que seguían vivos. De poco servía esto, pues no disponían de medios para poder ayudar a esos pobres desgraciados.
    Álzoner agarró una escala con una mano, mientras que con la otra se cubría la cabeza usando el escudo, y comenzó a subirla. Varias flechas se clavaron en el escudo durante la subida hacia las murallas, y tuvo que esquivar a uno de sus camaradas, que se precipitó desde la escala al ser abatido y a punto estuvo de llevarse a Álzoner en dicha caída. Cuando alcanzó la parte superior de la escala, Álzoner, sin ver nada debido a su escudo, para no descubrirse y arriesgarse, dio un salto por la almena y accedió a la muralla con una violenta caída en la que tumbó a un soldado enemigo. Se levantó en cuanto pudo y miró a su alrededor, analizando la situación de la caótica ciudad que era en éstos momentos Noltiar. Tiró el escudo y cogió la espada larga a dos manos – ya que la espada de Álzoner era realmente para ese tipo de combate y no para ser usada a una sola mano, y era ése el motivo de que casi nunca usara escudo – y el primer reto con el que se encontró fue el mismo soldado que había derribado al saltar a la muralla. Era un soldado común de Tulión-tar, con sus abundantes prendas de tela granate y su armadura negra en el pecho y los brazos, así como el yelmo negro cubriéndole la cabeza y parte del rostro. Éste se plantó delante de Álzoner, lanza en mano, y cargó contra él, pero el golpe fue esquivado con facilidad apartándose de la trayectoria de la lanza con un ligero paso lateral. Seguidamente desde el lado, Álzoner le clavó la espada en el estómago, por lo que el tuliano escupió sangre por la boca. Cuando le sacó la espada del vientre empujando al enemigo, éste cayó muerto al suelo. En ese borbotón de sangre se iba del cuerpo el alma del joven desgraciado. Ya Álzoner había entrado en calor, el calor de la batalla.
    Álzoner se asomó por las murallas y vio como Oquestes estaba casi dentro, por lo que le agarró de la armadura y tiró de él para ayudarlo a terminar de subir. De manera rápida, Álzoner vio como un enemigo le descargaba un golpe vertical, y reaccionó con gran velocidad agarrando fuertemente la empuñadura de su espada e interponiendo la hoja de ésta en la trayectoria de la de su enemigo, el cual golpeó tan fuerte y mal, que incluso se desequilibró ante el firme bloqueo de Álzoner; cosa que este último aprovechó para asestarle un certero espadazo en pleno pecho, abatiéndolo en el acto por la enorme herida.
    De nuevo el ariete fue agarrado y empujado después de un rato parado por la presión de los arqueros tulianos, que ahora volvían a verse superados en las murallas por los imperiales; ya quedaba poco para que llegara a la puerta, apenas unos veinte metros, y en las murallas aún aguantaban bien. Ahora si había suficientes soldados para hacerlo.
    Álzoner esquivó el golpe horizontal, que no iba muy sobrado de técnica, de uno de los enemigos agachándose y, empujándolo con el hombro, lo hizo caer rodando por las escaleras de las murallas hacia la ciudad. Oquestes remataba uno en el suelo clavándole su espada cuando se oyó a un soldado decir a gritos: “¡El ariete ha llegado a la puerta!”. Álzoner se apresuró y se asomó por almena, viendo lo que sucedía. Así era, el ariete había llegado a la puerta y los hombres habían empezado a golpearla fuertemente. Tras ver eso, con gran velocidad se dirigió corriendo a la parte central de las murallas, encima de la puerta principal donde golpeaba el ariete, para acabar con los defensores que se dedicaban a lanzar una lluvia de flechas contra este, y facilitar así que echaran abajo la puerta cuanto antes y así pudiera entrar todo el ejército en la ciudad.
    Nada más llegar al lugar, sin tan siquiera parar de correr, Álzoner mató de un fuerte golpe en la clavícula a otro enemigo, el cual lanzó un grito desgarrador antes de caer al suelo y, seguidamente, también le cortó el brazo con el que sostenía la flecha a un arquero que disparaba contra los soldados que estaban en el ariete, y cuando este se dio la vuelta desconcertado y dolorido, Álzoner lo degolló de un simple golpe. Es estremecedor como la guerra puede hacer de la muerte algo tan cotidiano y fácil de llevar a cabo. Una frialdad absoluta acompañaba los actos de los que luchan en las guerras. Al menos de la mayoría.
    Álzoner siguió lanzando una serie de ataques potentes contra sus enemigos con una velocidad y fuerza sorprendentes. Oquestes se acercó a Álzoner para ayudarlo. Ambos guerreros hicieron muestra de su habilidad con las armas. De un golpe salvaje, Oquestes le quitó la espada de la mano a un enemigo y arremetió contra él cortándole el cuello de un tajo. La forma de pelear de Oquestes era considerablemente más delicada que la de Álzoner, aunque no con más técnica.
    Poco después de eso, el ariete consiguió derribar el portón, dejando lo que quedaba de él completamente astillado y roto. Ya se habían cumplido la mayoría de los objetivos y Álzoner veía como bajo sus pies, en el arco de la muralla sobre la puerta donde él estaba situado, comenzaban a entrar un gran número de soldados de la Unión Imperial. Los soldados de la Unión Imperial quitaban violentamente las banderas de Tulión-tar que se alzaban sobre ese lugar. Era la forma de transmitir que habían tomado los enclaves por completo.
    No tardaron mucho en eliminar al resto de enemigos de las murallas, los cuales estuvieron en abrumadora minoría, y cuando lo hicieron, Álzoner bajó por las húmedas y resbaladizas escaleras buscando, entre los guerreros que penetraban en la ciudad, a algún superior que le informara sobre la siguiente parte del ataque, del cual ninguno, o casi ninguno de los soldados sabían nada debido a la mala planificación por parte del general, que parecía estar improvisando sobre la marcha. No encontraba por ningún lado a su capitán, así que siguió buscando entre los que entraban en la ciudad y al poco rato, entre la enloquecida multitud, Álzoner consiguió localizar a uno, bastante viejo, que avanzaba hacia el interior de la ciudad, al cual se acercó y cogió del brazo frenando en seco su carrera. Y entre fuertes respiraciones, le pregunto:
    - ¿Que ordena ahora el general?
    - ¿Qué ordena?, la conquista de la ciudad – dijo el capitán en tono de burla y algo enfadado, como si la pregunta formulada por Álzoner fuera una estupidez.
    - ¿No ha dado instrucciones más precisas? – pregunto Álzoner sorprendido y extrañado por la falta de rigor del general.
    - Las órdenes del general han sido tomar la ciudad, haciendo especial hincapié en la ciudadela. Hay que arrasar con esta maldita ciudad – aclaró el viejo capitán, con mucha prisa, para luego marcharse rápidamente dándole un tirón a Álzoner en el brazo. No podía creerse esto que estaba sucediendo, era sin duda la batalla menos seria en la que había participado, al menos en cuanto a la estrategia.
    Álzoner se unió al grupo que se dirigía al interior de la ciudad, hacia la ciudadela. Miraba a su alrededor mientras avanzaba y sólo veía muerte. Edificios incendiados y destruidos, así como soldados de uno y otro bando muertos en el suelo entre sangre y polvo, algunos horriblemente mutilados. Los propios invasores de la ciudad, en su éxtasis, asesinaban también a cuantas personas desarmadas encontraban. Entraban en las cosas y las saqueaban a la vez que destrozaban. Eran estos los horrores de la guerra, que parecía ser, nunca acabarían. Los incendios alumbraban en la noche con una tonalidad naranja la ciudad, a la que le quedaba por sufrir mucho aún.

    La calle por la que avanzaba Álzoner junto a un gran número de soldados conducía directamente a la ciudadela. Se trataba de la calle principal de la ciudad, algo inclinada debido a que la urbe estaba construida sobre una colina en cuya cumbre se encontraba la fortificación. Unos metros más adelante se encontraba un grupo de soldado tulianos, seguramente la última resistencia antes de la ciudadela.
    Cuando los soldados, incluido Álzoner, vieron a sus enemigos bloqueando los diez metros de anchura de la calle con escudos, y lanzas entre éstos en posición defensiva para detener la embestida, se frenaron, se reagruparon y se prepararon para el choque. Álzoner, con su típica energía e ímpetu, se sitúo en la vanguardia. Tras unos segundos, el capitán que se encontraba con ellos tomando el liderazgo de manera espontánea, gritó:
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    editado diciembre 2012
    - ¡Cargad!
    La orden fue respondida con estricta disciplina: Los soldados imperiales cargaron enérgicamente contra la barrera de hierro que conformaban los escudos. Avanzaron los poco más de quince metros de calle adoquinada que separaba ambos bandos y entonces los imperiales chocaron contra los gruesos escudos de Tulión-tar. Muchos acabaron ensartados en las lanzas de los tulianos, pero no. Él era demasiado bueno como para caer de esa manera, había separado las lanzas a espadazos mientras se fue aproximando. Junto a él, uno de sus camaradas soltaba desgarradores alaridos al quedar vivo y plenamente consciente luego de haber sido atravesado por una lanza por el vientre. El portador de la lanza la zarandeaba y movía con el objetivo de sacársela al oponente. Más aún gritaba el soldado imperial, al que le brotaba gran cantidad de sangre de la enorme herida. Finalmente el soldado tuliano tuvo que soltarla; aún clavada, y allí se quedó clavada mientras el pobre imperial pateaba hasta que murió desangrado.
    Los enemigos se mantenían fuertemente unidos y no había manera de penetrar entre filas, eran la élite del ejército tuliano, también conocido como Draj-Kalá, y había sido destinada allí para evitar a toda costa que la ciudad sucumbiera ante las tropas de la Unión Imperial. Álzoner descargaba golpe tras golpe salvajemente enlazados, pero la posición defensiva de los oponentes estaba cumpliendo su función y provocaba bajas entre sus filas. Cada vez que los defensores asestaban coordinadamente un lanzazo, varios guerreros imperiales caían muertos.
    En uno de los avances tulianos, los escudos golpearon a Álzoner y éste cayó al suelo. Se quitó el yelmo, que le molestaba, y entonces desde el suelo observó los pies de los enemigos, que los escudos no llegaban a cubrir. Apretó la espada – la cual no había soltado tan siquiera en el momento de la caída – y arremetió por debajo del escudo de tal manera que le cortó un pie al desafortunado soldado tuliano a la altura del tobillo. En ese momento fue cuando el soldado tuliano cayó al suelo y Álzoner aprovechó para penetrar en las líneas enemigas por el hueco que había dejado libre el soldado herido; y con seguidos golpes rápidos y contundentes, pues dependía su vida de ello ya que estaba rodeado de enemigos, acabó con varios más, y sus compañeros comenzaron a abrirse paso, rompiendo totalmente las defensas enemigas y haciendo penetrar la muerte entre ellas.
    Los imperiales mataban ahora a los enemigos mientras continuaban su avance hacia la ciudadela. La mayoría de los tulianos que sobrevivían se retiraban a la ciudadela o se rendían, aunque en muchos casos esta segunda opción significara la muerte también. En una guerra de venganzas como era esta, solían verse atrocidades que harían temblar a cualquiera. Ejemplo claro de esto es cuando el ejército tuliano sitio el fuerte de Marnel, en territorio imperial. Los atacantes les prometieron a los imperiales que si se rendían, serían perdonados, por lo que los magullados y derrotados soldados, se rindieron más bien pronto. A pesar de su promesa, los tulianos tomaron prisioneros a todos los defensores del fuerte; e igualmente todos fueron decapitados el mismo día, sus trescientas cabezas clavadas en picas como advertencia sádica a los imperiales y sus cuerpos abandonados a merced de los carroñeros. Cuando los imperiales se encontraron con aquel bosque de lanzas con olor a podrido, se lanzaron a la búsqueda de los ejecutores de tan macabro acto. Cuando dieron con ellos los emboscaron y mataron a un número enorme de ellos. A los supervivientes se les quemó vivo en grandes hogueras; era un mundo terriblemente cruel.
    Álzoner, que seguía en pleno combate, notó como una mano le agarraba el hombro, por lo que con gran rapidez se dio la vuelta violentamente. Pero era una falsa alarma, se trataba de Oquestes. Se alegró enormemente de ver su rostro.

    - Llevo buscándote un buen rato – le reprochó.
    - ¿Es que no podías arreglártelas sin mí? – bromeó Álzoner.
    - No, es que me da miedo de que te hagan daño – le dijo Oquestes devolviéndole la broma y haciendo que Álzoner soltara una carcajada – Pero ahora no hay tiempo que perder – dijo tras una pequeña pausa – el capitán Lisner se encuentra en el patio de la biblioteca cinco calles más allá. Ha recibido órdenes para nuestra compañía y tenemos que ir todos los que podamos.
    - ¿Cómo es que siempre te enteras tú de de las órdenes y yo no? – le preguntó irónico Álzoner, que a pesar de todo se alegraba de que llegaran órdenes desde arriba. Por fin.
    - Porque yo estaba allí con el resto de la compañía, donde debía estar, hasta que he tenido que venir a buscarte – le contestó Oquestes con tono de reproche burlesco de nuevo.
    Ambos se movieron rápidamente entre las calles bajo control de la Unión Imperial, concurridas por soldados, hasta el lugar de encuentro, donde estaba la mayor parte de la compañía. En el destruido patio la biblioteca se erguía antigua, y en el centro había una fuente que no funcionaba por el impacto de una catapulta que la había dejado medio destruida, posiblemente en días anteriores. Solo contenía el agua de lluvia que no llegaba a salirse por el borde roto de esta. En ese lugar había reunidos alrededor de doscientos hombres.
    - Acercaos todos – dijo el capitán Lisner, que tenía un lado de la cara manchada de sangre que se le había resbalado desde una herida en el lado de la cabeza. Cuando todos se acercaron, el capitán prosiguió – El grueso del ejército avanza por la calle principal y sus secundarias hasta la ciudadela. La ciudadela es el último bastión de resistencia enemiga en toda la ciudad, allí tendremos que hacer el último esfuerzo para tomarla definitivamente y terminar con esta matanza. Esto ya está ganado, sólo hace falta el empujón final.
    - ¿Y cual es nuestra misión, señor? – dijo un soldado.
    - Nosotros nos encontraremos ahora con otra compañía más en el próximo punto de reunión, al oeste de la ciudadela. Hoy es un día grande para nosotros, ésta es la mayor victoria de la Unión Imperial en la guerra desde hace muchos años. Tenemos trabajo, así que en marcha ¡Ganaos vuestro sueldo!
    Llenos de vitalidad y eufóricos, los miembros la compañía comenzaron a andar con paso firme hacia el punto de reunión. Parecía que el pesimismo y el miedo, ahora que iban venciendo en la batalla, habían desaparecido para hacer hueco a la motivación.
    Las calles que atravesaban estaban destruidas, llenas de cadáveres, acompañados por sus escudos y espadas, pero no todos eran soldados. En muchas partes de la ciudad se podía ver tallados en piedra símbolos y figuras del dios Tulión, representado como un demonio humanoide con grandes cuernos y cola, torso desnudo y con un hacha de guerra sobre el hombro (agarrada con ambas manos en algunas representaciones). Una importante parte de la ciudad se encontraba en llamas, columnas de humo se levantaban desde los edificios y se podían escuchar aún los gritos de los ciudadanos llevados por la desesperación de la carnicería.
    Cuando llegaron al punto de encuentro, el otro capitán ya estaba allí con sus hombres. Ambos capitanes se saludaron. El otro capitán tenía el yelmo bajo el brazo. Era un hombre más viejo que Lisner, de casi sesenta años. Parecía un luchador nato y su jubilación del ejército imperial no estaba muy lejana. Puede que esta batalla hiciera que se ganara ese descanso con todos los honores.
    - ¿Te han informado de lo que hay que hacer, Lisner? – le dijo el otro capitán.
    - No, sólo me han mandado venir hasta aquí – respondió Lisner – tenía la esperanza de que tu lo supieras.
    - Por supuesto que lo sé. Hemos tomado ya toda la ciudad excepto la ciudadela, donde están todos los resistentes que quedan. Su puerta, aunque más pequeña, es tan fuerte como la de la entrada, pero no podemos llevar hasta allí el ariete. El camino está totalmente colapsado por la calle principal debido a los escombros, aparte de que es una cuesta hacia arriba, lo que no nos deja llevar hasta allí nada demasiado pesado, es completamente inaccesible. Tardaríamos más tiempo del que podemos permitirnos perder, y más vidas también. Los demás accesos tienen escaleras, lo que hace imposible el paso del ariete. Así que nuestro trabajo es subir por los muros, para lo que hemos traído algunas escalas desde las murallas. Desde dentro debemos abrir las puertas para que nuestros soldados entren y tomen el lugar para ponerle el punto y final a éste terrible evento – informó el otro capitán a Lisner y a sus soldados, con pésame en las últimas palabras.
    - De acuerdo. Supongo entonces que nos hemos reunido aquí porque el mejor punto de acceso es la muralla oeste, ¿verdad? – dijo Lisner, convencido.
    - Correcto, así que hagámoslo cuanto antes y acabemos con esto.
    Ambas compañías avanzaron por las estrechas y escalonadas calles interiores, las cuales estaban casi desiertas a diferencia de las otras, y sólo algunos cadáveres tirados por el suelo las ocupaban. Los dos capitanes se mantenían al frente y se pararon en la última esquina de la calle que salía hacia la ciudadela, y se apostaron entre los edificios y las murallas. Las escalas eran más altas que la muralla de la ciudadela, pero había que conformarse. Lisner se asomó y observó la ciudadela a su derecha.
    - La ciudadela está a unos treinta metros, tenemos que darnos mucha prisa en hacer esto – afirmó Lisner, preocupándose por la vida de los soldados. A lo que todos asintieron con la cabeza.
  • Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2012
    - Bien, a la de tres tenemos que avanzar hasta la pared de la ciudadela – dijo Lisner a todos los soldados.
    La ciudadela tenía una forma pentagonal y sus muros medían ocho metros de altura. Resistiendo dentro, cerca de quinientos soldados aún y, en el centro de ésta, el templo a Tulión. De nuevo la misma sensación de nerviosismo invadía las filas de los soldados a los que se les había pasado la euforia y volvían a la cruda realidad.
    “Uno”, se escucho de la boca de Lisner, lo que aumento el nerviosismo. “Dos”, dijo ahora el otro capitán. Los soldados tensaron sus músculos y apretaron sus armas. Un sudor frío les caía de la frente. “¡Tres!”, dijeron ambos capitanes a la vez, para seguidamente salir corriendo encabezando la carga, guiando a los soldados de manera diferenciada.
    En cuanto los soldados que se encontraban en esa parte de las murallas advirtieron el avance de la tropa imperial, alertaron a sus arqueros, los cuales comenzaron a lanzar flechas sobre los descubiertos soldados que avanzaban hacia la ciudadela. Uno de los portadores de la escala, que estaba delante de Álzoner, fue abatido por una flecha en el pecho y la parte trasera de la escala, la que aguantaba este soldado, cayó contra el suelo. Álzoner se apresuro a agarrarla y continuaron avanzando con esta hasta la pared, para luego levantarla sobre el muro. Los pocos arqueros de los que disponía la Unión Imperial en esos momentos intentaban hacer cobertura frente a los enemigos de las murallas para que sus compañeros pudieran subir, pero los resultados eran bastante pobres. El primer soldado que consiguió llegar hasta la parte superior de la escala fue muerto por la espada de un tuliano, que le cortó el cuello.
    Tras unos minutos de intentos fallidos, un grupo reducido de soldados avanzaron por la escala cubiertos con sus escudos. Cuando consiguió entrar el primero, los siguientes tuvieron más facilidad y consiguieron eliminar a los arqueros enemigos, pero pagando el alto precio de ser liquidados totalmente por el resto de soldados tulianos. Acto seguido, las dos compañías subieron por las escalas mientras tuvieraon tiempo para hacerlo. Cuando llegaron arriba, consiguieron hacerse un sitio en la muralla, entre ellos Álzoner. La puerta de la ciudadela se situaba a su derecha, por lo que la mayor parte de los soldados que conseguían subir a la muralla, bajaban por las escaleras de ésta y se plantaban en el patio de la ciudadela a combatir con los últimos resistentes, que duplicaban en número a lo que quedaba de ambas compañías juntas. Una vez las dos compañías llegaron a asegurar el muro y entrar en la ciudadela, tan sólo quedaban vivos de ellos poco más de doscientos y el otro capitán había muerto a manos de uno de los soldados tulianos de un lanzazo en la espalda. Tantos años de lucha y en el tramo final del servicio perece más victima de la mala suerte que de luchar mal. Es algo incluso típico.
    - ¡En formación, todos juntos, formad un bloque! – exclamó Lisner a todos los soldados, que pronto respondieron llevando a cabo su orden - ¡Avanzad hacia la puertas!
    Todos empezaron a desplazarse, cubriéndose como podían y combatiendo al mismo tiempo contra los enemigos, los cuales les hacían menguar en número constantemente. Las flechas, que venían de todas direcciones, mataban a montones de soldados imperiales.
    Finalmente, unos cien hombres, los que habían sobrevivido, llegaron a la puerta de la ciudadela desde dentro, avanzando juntos en bloque. Mientras que casi todos ellos resistían encarnizadamenty contra todo pronóstico frente a la notablemente mayor fuerza tuliana, Álzoner, junto con Oquestes y otros pocos soldados se encargaron de levantar la pesada viga de madera que habían empleado para trancar la puerta.
    - ¡Déme tan solo unos segundos, capitán! – dijo Álzoner, apresurado y poniendo todas sus fuerzas en desatrancar la puerta, consciente de que si no lo conseguía rápido morirían tanto él como todos sus compañeros que estaban en el interior de la ciudadela. Serían bestialmente masacrados contra aquél portón.
    - ¡No aguantaremos muchos más! – Grito el capitán, que soltaba golpes de espada a todos los lados.
    El rostro de Álzoner adquirió un color rojo y se le comenzó a notar una gruesa vena en la frente producto del esfuerzo de levantar la viga. Cuando se creía que ya no podía soportar más el desmesurado esfuerzo que estaba realizando, la viga salió finalmente del punto donde la habían asegurado los defensores de la ciudadela y con mucha prisa, entre todos, tiraron de la puerta para sí y comenzaron a abrirla. Pero antes de que las puertas se abrieran por completo, una flecha fue a parar a la espalda de Oquestes, quién lanzó un ahogado grito para luego caer al suelo. Álzoner dejó de empujar las puertas y lo agarró. La cara de Oquestes se había vuelto pálida y le costaba respirar.
    - Tengo miedo – le decía Oquestes a su amigo entre sollozos mientras los soldados imperiales terminaban de abrir las puertas y el resto comenzaba a entrar en la ciudadela.
    - Todos tenemos miedo, yo lo tengo ahora por ti, pero no pienso dejarte sin un curandero a tu lado – dijo Álzoner con tristeza mientras cerraba sus ojos viendo lo que estaba por llegar, al tiempo que sus compañeros seguían entrando la ciudadela.
    Álzoner sentía un enorme temor por su amigo, y miraba de un lado a otro buscando a alguien capaz de curar a Oquestes. Estaba de rodillas con Oquestes en sus brazos. Cuando tras unos segundos, volvió a mirar a su amigo, este ya, aunque seguía teniendo los ojos abiertos, ya no respiraba.
    Álzoner apretó el cuerpo de su amigo contra el suyo con tristeza, en forma de despedida, y luego lo dejó suavemente en el suelo tras cerrarle los ojos. Se puso de pie y agarró con energía la espada, comenzando seguidamente a andar hacia el centro de la ciudadela, lugar en el que se estaba desarrollando el combate y a donde se dirigían los soldados que entraban. Álzoner sentía una enorme rabia por la muerte de su amigo y en cuanto llegó a la batalla comenzó a soltar golpes de espada en todas direcciones, acabando con varios enemigos. Ante el avance de Álzoner y los demás soldados, los tulianos comenzaron a retroceder. Había montado en cólera y había acabado con todo enemigo que se le había puesto por delante. En el patio, al ver que Álzoner avanzaba casi solo, un soldado tuliano lo atacó con un par de golpes seguidos, medianamente bien ejecutados, y Álzoner esquivó el primero y paró el segundo con otro golpe ofensivo, que hizo que la espada se desprendiera de la mano del enemigo con gran violencia, para luego, con un golpe igual de fuerte que el anterior, arremeter en el cuello del rival cortándole la cabeza. Luego siguió avanzando y combatiendo junto con los demás soldados, acabando con otro enemigo de una estocada en el pecho.
    Tras esto, finalmente Álzoner observó el cuerpo muerto de aquel sirvo de Tulión y sintió una profunda pena después de desahogarse. La batalla ya casi había terminado y quedaban minutos para que cayera el templo de Tulión, por lo que pensó que lo mejor sería dar por terminada su intervención en este suceso y dejarle el resto del trabajo y la gloria de concluir esta batalla a sus compañeros. Habían ganado aquella batalla.
    [/I]

    Y hasta aquí la historia.

    Espero que les guste y espero opiniones.
    Un abrazo.
  • Koba17Koba17 Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2012
    Si algún administrador/moderador lo ve, por favor que elimine este post, lo he puesto de manera más cómoda para el resto de usuarios aquí: http://www.forodeliteratura.com/showthread.php?t=24829.
    Gracias.
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