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Bellos Comienzos

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Comentarios

  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    G O R A
    Rabindranath Tagore

    "Habían llegado las lluvias a Calcuta; las nubes matinales estaban dispersas y el cielo rebosaba luz.
    Binoy-bhusan, asomado al balcón de su casa, contemplaba ocioso el constante fluir de los transeúntes. A pesar de haber terminado sus estudios superiores tiempo atrás, no había emprendido aún un trabajo serio. Escribía para un periódico y organizaba reuniones, pero no parecía satisfecho. Y aquella mañana, por falta de faena, empezaba a ponerse nervioso.
    Enfrente, un mendigo baúl, con el heterogéneo ropaje de los músicos ambulantes, cantaba ante una tienda:

    Vuela rumbo a la jaula el ave desconocida
    no sé de dónde vendrá.
    Mi mente no logra encadenarla,
    ni sabe adónde irá.

    Binoy pensó que le gustaría llamar al baúl y copiar la letra de aquella extraña canción. Pero al igual que cuando, refresca a medianoche, y nos resulta molesto levantarnos a coger otra manta, Binoy no se decidió a hacer subir al baúl, y la canción del ave desconocida quedó sin escribir. Sólo algunas notas continuaron resonando en sus oídos.
    Fue quel el preciso instante el del accidente delante de la casa.
    Un coche de alquiler fue arrollado por un soberbio carruaje de dos caballos, que siguió imperturbable su camino, sin reparar en el vehículo volcado.
    Binoy salió corriendo en el mismo instante en que una muchacha se apeaba del coche de alquiler y un anciano caballero se disponía a hacerlo a su vez. Se precipitó en su ayuda y, al ver la palidez de hombre mayor, dijo:
    -Espero que no esté herido, señor.
    -No, no ha sido nada -contestó el anciano, sonriendo para quitarle importancia al asunto.
    Pero era evidente que se encontraba a punto de desmayarse.
    Binoy lo cogió de un brazo y, dirigiéndose a la atribulada muchacha, añadió:
    -Esta es mi casa. Pasad, por favor.
    Una vez instalado el anciano en una cama, la muchacha cogió un cántaro de la habitación y derramó un poco de agua sobre su rostro. Luego, empezó a abanicarle y preguntó:
    -¿Podría enviar a alguien en busca de un médico?
    En la vecindad había uno, y Binoy envió al criado en su búsqueda.
    Desde atrás de la muchacha, Binoy observaba la imagen de ella reflejada en un espejo. Toda su vida había estado ocupado con los estudios en Calcuta, y lo poco que sabía del mundo lo había aprendido en los libros. No había conocido otras mujeres que las de su familia, y el rostro del espejo le fascinaba. No conocía los detalles de las facciones femeninas, pero en aquella cara joven se reflejaban el cariño y la ansiedad, y descubrió todo un mundo de ternura cuya existencia ignoraba"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    MALA HIERBA
    Pío Baroja

    "Roberto se había levantado de la cama y, vestido con su traje de calle y sentado a una mesa de papeles, escribía.
    El cuarto era una buardilla trastera, baja de techo, con una ventana a un patio. El centro del cuarto lo ocupaban dos estatuas de barro, de un armazón interior de alambre, dos figuras de tamaño mayor que el natural, descomunales y estrambóticas, que estaban solamente esbozadas, como si el autor no hubiera querido acabarlas; eran dos gigantes rendidos por el cansancio, los dos de cabeza pequeña y rapada, pecho hundido y vientre abultado y largos brazos simiescos. Los dos parecían agobiados por el abatimiento profundo. Frente a la ventana, ancha, había un sofá tapizado con una percalina floreada; en las sillas y en el suelo se levantaban estatuas medio envueltas en trapos húmedos; en un ángulo aparecía una caja llena de pedazos secos de escayola, y en un rincón, un lebrillo con barro.
    De cuando en cuando, Roberto miraba a su reloj de bolsillo colocado en una mesa entre los papeles; se levantaba y daba unos pasos por el cuarto. Por la ventana, en las galerías de la casa de enfrente, se veía pasar mujeres desarrapadas y sucias; de la calle subía una barahúnda ensordecedora de gritos de las verduleras y de los vendedores ambulantes.
    A Roberto, sin duda, no le molestaba aquella continua algarabía, y al cabo de poco rato se sentaba y seguía escribiendo.
    Mientras tanto, Manuel subía y bajaba las casas de toda la calle en busca de Roberto Hasting.
    Hallábase Manuel con decisión para intentar seriamente un cambio de vida; se sentía capaz de tomar una determinación enérgica y dispuesto a seguirla hasta el fin.
    Su hermana mayor, que acababa de casarse con un bombero, le regaló unos pantalones rotos de su esposo, una chaqueta vieja y una bufanda raída. Además añadió a la donación una gorra de forma y de color absurdos, un sombrero hongo anciano y algunos buenos y vagos consejos acerca del trabajo, el cual, como nadie ignora, es el padre de todas las virtudes, como el caballo es el más noble de todos los animales, y la ociosidad, la madre de todos los vicios.
    Es muy posible, casi seguro, que Manuel hubiese preferido a estos buenos y vagos consejos, a esta gorra de forma y color absurdos, a la chaqueta vieja, al sombreo anciano, a la bufanda raída y a los pantalones rotos, una pequeña cantidad de dinero, ya fuera en cuartos, en plata o en billetes.
    La juventud es así, no tiene norte ni guía; imprevisora siempre, concede más valor a los bienes materiales que a los espirituales, sin comprender en su ignorancia absoluta que una moneda se gasta, un billete se cambia, y las dos cosas pueden perderse, y, en cambio, un buen consejo ni se gasta ni se pierde, ni se reduce a calderilla, y tiene, además, la ventaja de que, sin cuidarse de él para nada, dura eternamente, sin enmohecimiento ni deterioro. Prefiriese una cosa u otra, hay que confesar que Manuel tuvo que contentarse con lo que le dieron"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LA CORONA DE BERILOS
    Arthur Conan Doyle




    "-Holmes -dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador-, por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!
    Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba límpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención.
    Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones.
    -¿Qué demonios puede pasarle? -pregunté-. Está mirando los números de las casas.
    -Me parece que viene aquí -dijo Holmes, frotándose las manos.
    -¿Aquí?
    -Sí, yo diría que viene a consultarme profesionalmente. Creo reconcer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? -mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas resonaron en toda la casa.
    Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que nuestras sonrisas se transformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la razón. De pronto, se puso de pie de un salto y se golpeó la cabeza contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y arrastrarlo hasta el centro de la habitación. Sherlock Holmes le empujó hacia la butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que también sabía emplear y que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones.
    -Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? -decía-. Ha venido con tanta prisa que está fatigado. Por favor, aguarde hasta verse recuperado y entonces tendré mucho gusto en considerar cualquier pequeño problema que tenga a bien plantearme.
    El hombre permaneció sentado algo más de un minuto con el pecho agitado, luchando contra sus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia nosotros.
    -¿Verdad que me han tomado por un loco? -dijo.
    -Se nota que tiene usted un gran apuro -respondió Holmes.
    -¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que me tiene totalmente trastornada la razón, una desgracia inesperada y terrible! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos juntas, y de una manera tan espantosa, han conseguido destrozarme hasta el alma. Y además no soy yo solo. Esto afectará a los más altos personajes del país, a menos que se le encuentre una salida a este horrible asunto"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS
    Jack London


    "Toda mi vida he sido consciente de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créame, lector, igual le ha sucedido a usted. Mire de nuevo en su niñez, y recordará esta conciencia de la que hablo como una esperiencia de su infancia. Por aquel entonces usted no estaba acabado todavía, no estaba consumado. Era plástico, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación y olvido..
    Ha olvidado mucho, querido lector, y aún así, al leer estas líneas, recuerda vagamente las visiones confusas de otros tiempos y de otros lugares que sus ojos de niño contemplaron. Hoy le parecen sueños. Sin embargo, aunque fuesen sueños, por tanto ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Los sueños no son más que una grotesca mezcla de las cosas que ya conocemos. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando era niño soñó que caía de alturas prominentes; soñó que volaba por el aire como vuelan los seres alados; le turbaron arañas repulsivas y criaturas babosas de innumerables patas; oyó otras voces, vio otra caras inquietantemente familiares, y contempló amaneceres y puestas de sol distintos a los que hoy, al mirar atrás, sabe que ha contemplado.
    Bien. Estas visiones infantiles son visiones de ensueño, de otra vida, cosas que nunca había visto en la vida que ahora está viviendo. ¿De dónde surgen, pues? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizá, cuando haya leído todo lo que voy a escribir, encontrará respuestas a las incógnitas que le he planteado y que usted mismo, antes de llegar a leerme, se había planteado también.
    Wordsworth lo sabía. No era un profeta ni un vidente, sino un hombre normal como usted o como cualquier otro. Lo que él sabía, lo sabe usted y lo sabe cualquiera. Pero él lo expuso más acertadamente en aquel poema que comienza así: "Ni en la completa desnudez, ni en el olvido total"...

    Sí, es cierto que los recuerdo de la casa-prisión se ciernen sobre nosotros, los recién nacidos, y que todo lo olvidamos demasiado rápido. Y aún así, de recién nacidos, si que recordábamos aquellos otros tiempos y lugares. Nosotros, niños indefensos, sujetos en brazos o arrastrándonos a cuatro patas por el suelo, soñábamos que volábamos, muy alto, por el aire. Sí, y soportábamos el tormento de aterradoras pesadillas de seres oscuros y monstruosos. Nosotros, niños recién nacidos sin ninguna experiencia, nacimos con el miedo; y el recuerdo es la experiencia.
    En cuanto a mí, ya en los principios de mi vocabulario, a una edad tan tierna que todavía expresaba mediante ruidos que quería dormir o comer, sabía que había sido un vagabundo de las estrellas. Sí, yo, cuyos labios nunca habían pronunciado la palabra "rey", recordaba que una vez había sido el hijo de un rey. Mas aún, recordaba que una vez había sido esclavo, e hijo de un esclavo, y que había llevado alrededor del cuello un collar de hierro. Y todavía más. Cuando tenía tres años, y cuatro, y cinco años, no era yo mismo todavía. Era solamente una transformación en curso, un flujo del espíritu todavía caliente en el molde de mi carne. Durante ese tiempo, todo lo que había sido en mis diez mil vidas anteriores se entremezcló con el flujo de mi espíritu, en un esfuerzo por incorporarse a mí.
    Estúpido, ¿verdad? Pero recuerde, lector, con quien espero viajar lejos a través del tiempo y del espacio, recuerde que he pensado mucho sobre todo esto; que a lo largo de insoportables noches, a través de una angustiosa oscuridad que duró años y años, he estado a solas con mis muchas identidades y he podido contemplarlas y examinarlas. He atravesado toda clase de infiernos para traerle las noticias que usted compartirá conmigo en esta hora, mientras lee mis páginas"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LA VIEJA SIRENA
    José Luis Sampedro

    "Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el verano de los terceros días en Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. "Paso, paso", claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o dolencias. Incluso se permite el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió del campo la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuerpos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.
    Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a los más jugosos de la higuera, dátiles, pistachos, caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino, cueros, herramientas, leña, carbón, aperos sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas tiendecillas con mercancías más selectas: desde las sedas y transparentes linos para plisar hasta la orfebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ambar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado.
    La sonrisa del jinete delata gratos pensamientos. Ciertamente, las palabras oídas en el templo no han podido ser más prometedoras, disipando sus temores de que el nuevo Padre de los Misterios no le dispensara la misma protección que el anterior, recientemente fallecido. La comunidad sacerdotal piensa a la largo plazo y no ha alterado los planes previstos en defensa de los divinos intereses; ni tampoco ha olvidado los servicios prestados por el jinete desde que era un joven escriba en el santuario. "Ten paciencia, hijo mío -ha dicho el Padre-, el tiempo trabaja para el cielo. El sacrílego expolio de las tierras de Tanuris, perpetrado por el emperador Caracalla hace cuarenta y dos años, se corregirá con tu ayuda.. Serapis recobrará esa propiedad y tú no serás tan sólo el mayordomo de tu impío patrón, sino el administrador vitalicio de esa hacienda en nombre del templo"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    MEMORIAS DE AFRICA
    Isak Dinesen


    [FONT=Verdana, Verdana, sans-serif]"Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías. [/FONT]
    [FONT=Verdana, Verdana, sans-serif]La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.[/FONT]

    [FONT=Verdana, Verdana, sans-serif]La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: «Estoy donde debo estar"...[/FONT]
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL JARDÍN DE LOS FRAILES
    Manuel Azaña

    "La primera vez que oí hablar de los Schlegel fue en El Escorial de Arriba, una tarde de otoño, hace ya veintitantos años. No eran pasto de la murmuración del vecindario de San Lorenzo: se hablaba de ellos en una sala baja, fría, donde un par de docenas de adolescentes, de codos en los pupitres de pino todavía pegajosos de barniz, sufríamos la iniciación literaria. Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados de sangre, daba rienda suelta a su elocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva, con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba. Era el padre Blanco, uno de los brotes más lozanos que ha dado en nuestra época el añoso tronco agustino. En el aula hostil, la luz cenizosa de noviembre pesaba en los párpados. A tales horas ya nos rendía el cansancio cotidiano. Esforzábamos la atención para no sucumbir al tedio o al sueño. La lección del padre Blanco era, no obstante, soportable como ninguna porque hablaba de cosas inteligibles y amenas cuya inserción con nuestra sensibilidad personal veíamos patente. Teníanle los suyos por crítico literario de primer orden y ponderaban su arremetida contra "Clarín", para los frailes arquetipo del impío. Dentro y fuera de clase era el padre Blanco parlanchín y burlón. Los estudiantes le llamábamos fray Sátira. Andaba casi a brincos; cada ademán, una sacudida. Empezaba a toser; ardía en sus pupilas la calentura. Murió algunos años después, creo en Jauja. Su Historia, que nunca nos dieron a leer, no vale tanto como pensaban.
    Nuestra preparación de bachilleres, si juzgo por la mía, era modesta. El que más, recitaba de coro páginas del Campillo. Yo había cursado ese librito en mi colegio de Alcalá y conservaba en la memoria algunas nociones más sólidas: "¿Qué son tropos? Formas figuradas de hablar". O bien: "Criticar es aplicar los juicios de la sana razón a las obras literarias y artísticas". Campillo fue uno de esos catedráticos zumbones, amigo de ensañarse con los alumnos haciendo chistes a su costa. Era exigente y, como decían, clerófobo; al verlo en la comisión de exámenes, los alumnos del colegio de segunda enseñanza se helaban de espanto. Pero los frailes lo amansaban a base de comidas pantagruélicas y vino sin tasa. Tomábase don Narciso licencias increíbles. Una tarde, sentado en el tribunal, como le doliese un callo, se quitó una bota, la puso sobre la mesa, extrajo del bolsillo una navaja y recortado un pedazo de cuero en la parte que le laceraba, se calzó tan campante. Andando el tiempo, alcancé a Campillo en el Ateneo, donde tuvo apestosa fama. Era un andaluz procaz, de ingenio pronto, fecundo en chocarrerías. En la biblioteca hubo en la casa un ejemplar de La Regenta, famoso por las notas que don Narciso le puso al margen. El ejemplar desapareció, ni sé si por decreto de un bibliotecario pudibundo o porque algún bibliómano curioso lo haya guardado para sí. Dos hijos que don Narciso tenía no heredaron la vocación literaria de su padre: tal vez los reverendos Escolapios de Alcalá, en cuyas aulas fueron a cursar la segunda enseñanza, suscitaron en ellos otras inclinaciones y se dedicaron a barristas.
    Mis condiscípulos, sin tener más afición que yo, no estaban mejor preparados. Ignoro si llevarían en el coleto el mismo fárrago de lecturas desordenadas que perturbó los albores de mi adolescencia. Sólo sé que estudiar leyes me parecía el suicidio de mi vocación. El tiempo sólo a medias me ha desmentido. Las novelas de Verne, de Reid, de Cooper, devoradas en la melancólica soledad de una casona de pueblo ensombrecida por tantas muertes, despertaron en mí una sed de aventuras furiosas. Amaba apasionadamente el mar. Soñaba una vida errante. La primera vez que me asomé al Cantábrico y vi un barco de verdad, casi desfallecí de gozo"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LA TABERNA
    Emile Zola

    "Gervasia había esperado a Lantier hasta las dos de la mañana. Después, temblando de frío por haber permanecido en camisón, expuesta al aire crudo que penetraba por la ventana, se había adormecido, tendida en la cama, afiebrada y con las mejillas humedecidas por las lágrimas. Hacía ocho días que al salir del Veau à deux têtes, donde comían, él la enviaba a acostarse con los niños, y no aparecía sino muy entrada la noche, pretextando haber pasado el tiempo en busca de trabajo. Aquella noche, mientras esperaba su regreso, creyó haberlo visto entrar en el baile del Grand Balcon, cuyas diez ventanas resplandecientes iluminaban como una cascada de luz la hilera negra de los bulevares exteriores; tras él había advertido a Adelita, una bruñidora que comía en el restaurante, que caminaba a cinco o seis pasos de distancia, balanceando las manos, como si acabara de soltarle el brazo a fin de que no los viesen pasar juntos bajo la viva luz de los globos de la puerta.
    Cuando Gervasia se despertó hacia las cinco, aterida y con los riñones doloridos, estalló en sollozos, pues Lantier no había vuelto aún. Por vez primera no dormía en su casa. Permaneció sentada al borde de la cama, bajo el jirón de una desteñida tela de Persia que colgaba de una anilla sujeta al techo por un bramante. Y lentamente, con los ojos bañados en lágrimas, recorrió la miserable habitación amueblada, que contaba con una cómoda de nogal, a la que faltaba un cajón, tres sillas de paja y una mesita grasienta, sobre la cual se veía una jarra desportillada. A este mobiliario se añadía una cama de hierro para los niños, que obstruía el paso hacia la cómoda y ocupaba las dos terceras partes de la habitación. El enorme baúl de Lantier y Gervasia, horadado en una esquina, mostraba sus lados vacíos; en el fondo, veíase un viejo sombrero de hombre, medio oculto entre camisas y calcetines sucios: mientras que, a lo largo de las paredes, sobre el respaldo de los muebles, pendían un chal agujereado y un pantalón salpicado de barro, últimos despojos desdeñados por los ropavejeros. En el centro de la chimenea, entre dos desiguales candelabros de cinc, había un rollo de papeletas de las casas de empeño, de un color rosa claro. Y era esta la mejor habitación del hotel, la del piso primero, con frente al bulevar.
    Entretanto, acostados uno al lado del otro y reposando la cabeza sobre una misma almohada, dormían los dos niños. Claudio, que contaba ocho años, con sus manecitas fuera del embozo, respiraba con dificultad, mientras Esteban, que apenas llegaba a los cuatro, sonreía abrazado al cuello de su hermano. Cuando la mirada anegada en lágrimas de su madre se detuvo en ellos, la atacó una nueva crisis de sollozos, teniéndose que taparse la boca con un pañuelo para ahogar los ligeros gritos que se le escapaban. Y con los pies desnudos, sin pensar en calzar sus chancletas caídas, volvió a asomarse a la ventana, retornando a su espera de la noche y dirigiendo su vista a las aceras de la calle"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    MOBY DICK
    Herman Melville

    "Llamazme Ismael. Años atrás, falto de dinero y sin interés especial en tierra firme, me entraron ganas de navegar y ver el mundo del agua. Es mi manera de curarme el tedio y de activar mi circulación sanguínea. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que ha llegado la hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos con respecto al océano.
    Ahí tenéis la ciudad insular de Manhattan, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral, el comercio la rodea con su resaca. A derecha e izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo exterior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra, Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
    Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sábatico. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veís? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de los barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose para obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿Cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
    Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas hacia el agua como si quisieran zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos? Recordad el mito de Narciso, que, desesperado por su inaprensible y tranquila imagen reflejada en la fuente, se arrojó a ella y se ahogó. Este reflejo de nosotros mismos lo vemos en todos los ríos y océanos. Es el fantasma impalpable de la vida. ¡He ahí la clave de todo!"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LA ABUELA SAUVAGE
    Guy de Maupassant



    "Hacía quince años que no volvía por Virelogne. Regresé a cazar, en otoño, a casa de mi amigo Serval, que por fin había construido su palacio destruido por los prusianos. Me gustaba extraordinariamente aquella tierra. Hay en el mundo deliciosos rincones que tienen para los ojos un encanto sensual. Los amamos con un amor físico. Quienes sentimos la seducción del campo conservamos tiernos recuerdos de ciertos manantiales, ciertos bosques, ciertas albuferas, ciertas colinas, vistas a menudo y que nos han enternecido a la manera de felices acontecimientos. A veces incluso la mente regresa hacia un rincón de bosque, o un trozo de ribera, o un vegetal salpicado de flores divisados una sola vez, un día gozoso, y que han quedado en nuestro corazón com esas imágenes femeninas encontradas por la calle, una mañana de primavera, con trajes claros y transparentes, y que nos dejan en el alma y en la carne, un deseo insantisfecho, inolvidable, la sensación de haber rozado la felicidad.



    En Virelogne, me gustaba toda la campiña, sembrada de bosquecillos y cruzada por arroyos, que corrían por el suelo como venas, llevando la sangre a la tierra. ¡En ellos se pescaban cangrejos, truchas y anguilas! ¡Felicidad divina! Había sitios donde bañarse, y a menudo se encontraban agachadizas entre las altas hierbas que crecían a orillas de aquellos minúsculos cursos de agua.

    Iba yo ligero, como una cabra, mirando cómo mis dos perros rastreaban delante de mí. Serval, a cien metros a mi derecha, batía un campo de alfalfa. Rodeé los arbustos que sirven de límite al bosque de Saudres, y ví una choza en ruinas.
    De repente, la recordé tal como la había visto la última vez, en 1869, cuidada, cubierta de parras, con gallinaas ante la puerta. ¿Hay algo más triste que una casa muerta, con su esqueleto en pie, deteriorado y siniestro? Recordaba también que una buena mujer me había invitado a un vaso de vino allá dentro, un día que iba yo muy cansado, y que Serval me había contado entonces la historia de sus habitantes. El padre, un viejo cazador furtivo, había muerto a manos de los gendarmes. El hijo, a quien yo había visto en tiempos, era un mozo alto y seco que pasaba igualmente por un feroz destructor de caza. Les llamaban los Sauvage.
    ¿Era un apellido o un apodo?
    Llamé a gritos a Serval. Acudió con su largo paso de zancuda.
    Le pregunté:
    "¿Qué se ha hecho de esa gente?"
    Y me narró esta aventura"...

  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL GATOPARDO
    Giuseppe di Lampedusa

    "Nuc et in hora mortis nostrae. Amén"

    El rezo cotidiano del rosario había concluido. Durante media hora la serena voz del príncipe había evocado los misterios de dolor; durante media hora otras voces, entremezcladas, habían tejido rumor ondulante en el que ciertas palabras inusuales: amor, virginidad, muerte, resaltaban como flores de oro; y mientras duró ese rumor el apecto del salón rococó dio la impresión de haber cambiado; hasta los papagayos cuyas irisadas plumas cubrían la seda del entapizado parecían intimidarse; y entre las dos ventanas, la blonda y opulenta Magdalena trocó incluso su habitual aire soñador por una contrita expresión de penitencia.
    Ahora que la voz había callado, todo volvía al orden, al desorden, familiar. Se abrió la puerta, salieron los criados, y el alano Bendicò, resentido aún por la exclusión que le habían infligido, irrumpió meneando el rabo. Las mujeres se levantaban lentamente y el oscilante retroceso de sus faldas iba descubriendo mitológicas desnudeces dibujadas sobre el fondo lechoso de las baldosas. Sólo una Andrómeda permaneció cubierta por el hábito del padre Pirrone, quien, al demorarse en sus oraciones suplementarias, le impidió durante largo rato contemplar de nuevo al plateado Perseo, que volando sobre las olas, acudía presuroso a socorrerla y a besarla.
    En el fresco del cielo raso las divinidades se despertaron. Las cuadras de tritones y de dríades, que desde los montes y los mares se precipitaban entre nubes frambuesa y ciclamen hacia una transfigurada Conca d´Oro para exaltar la gloria de la Casa de los Salina, surgieron de pronto tan plenas de regocijo que las más elementales reglas de la perspectiva quedaron anuladas; y los dioses mayores, los príncipes entre los dioses, fúlgido Júpiter, ceñudo Marte, lánguida Venus, que habían precedido a la turba de los menores, sujetaban complacidos el escudo azul con el Gatopardo. Sabían que otras veintitrés horas y media volverían a ser los amos de la villa. En las paredes los macacos gesticulaban nuevamente mofándose de los cacatoés.
    Por debajo de aquel Olimpo palermitano también los mortales de la Casa de los Salina descendían a toda prisa de las místicas esferas. Las muchachas acomodaban los pliegues de sus vestidos, intercambiaban miradas azulinas y palabras en la jerga del pensionado; hacía más de un mes -desde los "motines" de Cuatro de Abril- que, por prudencia, las habían hecho volver del convento, y ahora echaban de menos los dormitorios con doseles y la intimidad colectiva del Salvatore. Los niños ya estaban peleándose por una estampa de San Francisco de Paula; el primogénito, el heredero, el duque Paolo, tenía ganas de fumar pero no se atrevía a hacerlo delante de sus padres y palpaba a través del bolsillo la paja trenzada de la pitillera; en el rostro demacrado asomaba una melancolía metafísica: el día había sido malo: Guiscardo, el alazán irlandés, no le había parecido demasiado en forma, y Fanny no había encontrado la manera ¿o las ganas? de hacerle llegar el habitual billetito color violeta. ¿Para qué, entonces, se había encarnado el Redentor? La ansiosa arrogancia de la princesa hizo caer secamente el rosario en la bolsa bordada de jais mientras los ojos bellos y maniáticos miraban de soslayo a los hijos esclavos y al marido déspota que su cuerpo minúsculo parecía buscar en un vano anhelo de amoroso dominio"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LOS LIBROS EN MI VIDA
    Henry Miller


    "Esta obra, que alcanzará varios volúmenes en los próximos años, tiene la finalidad de redondear la historia de mi vida. Trata de los libros como experiencia vital. No es un estudio crítico ni contiene un programa de autoeducacíón. Uno de los resultados de este examen de conciencia -porque a eso equivale la redacción de este libro- es la confirmada creencia de que se debe leer menos y menos, y no más y más. Según se comprobará mirando con atención el Apéndice, no he leído ni remotamente tanto como el catedrático, la rata de biblioteca ni siquiera el hombre bien educado, pero no cabe duda de que he leído un centenar de veces más de lo que debí haber leído para mi propio bien. Dícese que sólo uno de cada cinco norteamericanos lee libros pero hasta ese pequeño número parece exagerado. Escasamente habrá alguno de ellos que viva en sabiduría y plenitud.
    Siempre hay libros auténticamente revolucionarios, o sea inspirados e inspiradores. Son pocos y muy escasos, por supuesto. Puede considerarse afortunado quien encuentre un puñado de ellos en toda su vida. Además, estos no son los libros que se dirigen al público general. Son los depósitos ocultos que alimentan a los hombres de menor talento que saben atraer al hombre de calle. El vasto cúmulo de la literatura, en todos los dominios, está compuesto por ideas prestadas. La interrogante -nunca resuelta, por desgracia- consiste en saber hasta qué punto sería eficaz restringir la enorme oferta de lectura barata. Pero hay una cosa de la cual no cabe duda en la actualidad: decididamente los analfabetos no son los menos inteligentes entre nosotros.
    Sea conocimiento o sabiduría lo que se busca, conviene dirigirse directamente a la fuente de origen. Y esa fuente no son los catedráticos,ni los filósofos, ni el preceptor, el santo o el maestro, sino la vida misma: la experiencia de la vida. Lo mismo reza para el arte. También aquí podemos prescindir de los maestros. Al decir vida pienso en un tipo de vida que no es la que conocemos hoy. Pienso en eso de que habla D. Lawrence en Etruscan Places. O bien en lo que refiere Henry Adams cuando la Virgen reinaba soberana en Chartres.
    En esta era, en la que se cree que todo tiene su atajo, la gran lección que debemos aprender es que el camino más difícil es a la larga el más fácil. Todo lo que está en los libros, todo lo que parece terriblemente vital e importante, no es sino un ápice de aquello que le ha dado origen y que está dentro del alcance de todos aprovechar. Nuestra teoría de la educación se basa íntegramente en la absurda noción de que debemos aprender a nadar en tierra antes de lanzarnos al agua"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL ADOLESCENTE
    Fedor Dostoievski


    "Sin resistir más, empiezo a escribir esta historia de mis primeros pasos en la carrera de la vida. Y sin embargo. muy bien podría pasarme sin esto. Una cosa es segura: que ya nunca más escribiré mi autobiografía, aunque tenga que vivir cien años. Hay que estar prendado muy bajamente de uno mismo para hablar así sin avergonzarse. La sola excusa que me doy, es que no escribo por el mismo motivo que todo el mundo, es decir, para obtener las alabanzas del lector. Si de repente se me ha ocurrido anotar palabra por palabra todo lo que me ha pasado el año anterior, es por una necesidad íntima: ¡tan impresionado me he quedado por los hechos acaecidos! Me limito a registrar los acontecimientos, evitando con todas mis fuerzas lo que les es ajeno, y sobre todo los artificios literarios; un literato que lleva escribiendo treinta años, y al final ignora porqué ha escrito tanto tiempo. No soy literato ni quiero serlo. Arrastrar la intimidad de mi alma y una bonita descripción de mis sentimientos por el mercado literario sería a mis ojos una inconveniencia y una bajeza. Preveo, no obstante, no sin disgusto, que será probablemente imposible evitar del todo las descripciones de sentimientos y las reflexiones (quizás incluso vulgares): ¡tanto desmoraliza al hombre todo trabajo literario, hasta el emprendido únicamente para sí! Y estas reflexiones pueden aún ser muy vulgares, porque todo lo que uno estima puede muy bien no tener valor alguno para un extraño. Pero quede dicho todo esto entre paréntesis. He aquí hecho mi prefacio: no habrá nada más por el estilo. ¡Manos a la obra! Aunque no haya nada más embarazoso que emprender una obra, y quizás el poner manos a la obra en general.
    Comienzo; es decir, querría comenzar mis memorias en la fecha del 19 de septiembre del año pasado, o sea precisamente el día que por primera vez me encontré con... Pero explicar con quién me encontré, así como así, de buenas a primeras, cuando nadie sabe nada, será una vulgaridad; este tono mismo, a mi parecer, es ya vulgar, después de haberme jurado evitar los adornos literarios, he aquí que caigo en ellos desde la primera línea. Además, para escribir de manera sensata, no basta con quererlo. Haré notar también que no hay, estoy convencido, que no hay una sola lengua europea que sea tan difícil para escribir como el ruso. Acabo de releer lo que he escrito hace un instante, y veo que soy mucho más inteligente que lo que ha quedado escrito. ¿Cómo puede suceder esto de que las cosas enunciadas por un hombre inteligente sean infinitamente más estúpidas que lo que se queda en su cerebro? Lo he notado más de una vez en mí y en mis relaciones orales con los demás hombres durante todo este último año fatal, y me he sentido bien atormentado por eso"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    OLIVER TWIST
    Charles Dickens

    "Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados. Al día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
    En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la señora Mann, una mujer que la avaricia la llevaba a apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.
    El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la carbonera con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por cometer el imperdonable delito de decir que tenían hambre. El señor Bumble, celador de la parroquia, se presento de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann. El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
    ¡Dios mío! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó horrorizada la señora Mann. Y dirigiéndose en voz baja a la criada, ordenó:
    -Susan, sube a estos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.
    -Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-. Hoy cumple nueve años y ya es mayor para permanecer aquí.
    -Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
    Oliver llegó ante el señor Bumble límpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar.
    Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nuca había recibido un gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él. "¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?", se preguntó. Y, por primera vez en su vida, sintió el niño la situación de su soledad.
    Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.
    -¿Cómo te llamas muchacho?
    Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo ponerse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.
    -Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.
    -¡Chist! -ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver, dijo -Hasta ahora, la parroquia te ha criado y mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas algo útil. Estás aquí para aprender un oficio. ¿Entendido?
    -Si. Si, señor -contestó Oliver entre sollozos"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LA CAVERNA
    José Saramago

    "El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es su yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como el otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a descubrir que algor significa frío intenso del cuerpo, prenuncio de fiebre, y que gacho es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y, no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del pulgar hasta la base del dedo meñique. La camioneta no merece ese nombre, es sólo una furgoneta de tamaño medio, de un modelo pasado de moda, y está cargada de loza. Cuando los dos hombres salieron de casa, veinte kilómetros atrás, el cielo apenas había comenzado a aclarear, ahora la mañana ya ha puesto en el mundo luz bastante para que se pueda observar la cicatriz de Marcial Gacho y adivinar la sensibilidad de las manos de Cipriano Algor. Vienen bajando a velocidad reducida a causa de la fragilidad de la carga y también por la irregularidad del pavimento de la carretera. La entrega de las mercancías no consideradas de primera o segunda necesidad, como es el caso de las lozas bastas, se hace, de acuerdo con los horarios establecidos, a media mañana, y si estos dos hombres madrugaron tanto es porque Marcial Gacho tiene que fichar por lo menos media hora antes de que las puertas del Centro se abran al público. En los días en que no trae al yerno, y tiene piezas para transportar, Cipriano Algor no necesita levantarse tan temprano. Pero siempre es él, de diez en diez días, quien se encarga de ir a buscar a Marcial Gacho para que pase con la familia las cuarenta horas de descanso a que tiene derecho, y quien, con loza o sin loza en la caja de la furgoneta, puntualmente lo reintegra a sus responsabilidades y obligaciones de guarda interno. La hija de Cipriano Algor, que se llama Marta, de apellidos Isasca, por parte de la madre ya fallecida, y Algor por parte del padre, sólo disfruta de la presencia del marido en la casa y en la cama seis noches y tres día de cada mes. En una de esas noches se quedó embarazada, pero todavía no lo sabe"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LA TUMBA
    H. P. Lovecraft

    "Al relatar las circunstancias que han conducido a mi reclusión en este refugio para enfermos mentales, me doy cuenta que mi situación actual suscitará las naturales dudas sobre la autenticidad de mi relato. Es una lástima que la mayor parte de la humanidad tenga una visión mental tan limitada a la hora de sopesar con calma y con inteligencia aquellos fenómenos aislados, vistos y sentidos sólo por unas pocas personas psíquicamente sensibles, que acontecen más allá de la experiencia común. Los hombres de más amplia mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo real y lo irreal: que todas las cosas parecen lo que parecen sólo en virtud de los delicados instrumentos psíquicos y mentales de cada individuo, merced a los cuales llegamos a conocerlos; pero el prosaico materialismo de la mayoría condena como locura los destellos de clarividencia que traspasan el velo común del claro empirismo.
    Me llamo Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido soñador y visionario. Dueño de una fortuna comercial, y temperamentalmente incapaz de seguir unos estudios tradicionales y de disfrutar del trato social de mis amistades, he vivido siempre en regiones alejadas del mundo visible; he pasado mi adolescencia y mi juventud inmerso en libros antiguos y poco conocidos, y vagando por los campos y arboledas próximas a mi casa solariega. No creo que lo que leía en aquellos libros y veía en aquellos campos y arboledas fuera exactamente lo que podían leer y ver otros niños allí; pero no debo hablar demasiado de esto, ya que una referencia más detallada serviría para confirmar las crueles calumnias sobre mi cordura que oigo contar a veces en voz baja a los furtivos enfermeros que tengo a mi alrededor. Me limitaré a relatar los hechos sin analizar sus causas.
    He dicho que viví separado del mundo visible, pero no que viviera solo. Ninguna criatura humana sería capaz de tal cosa, porque la falta de compañía de los seres vivos empuja a uno inevitablemente a buscar la de seres que no lo son, o ya no lo están. Cerca de mi casa hay una hondonada boscosa, en cuyas profundidades crepusculares pasaba yo la mayor parte de mi tiempo, leyendo, pensando o soñando. Al pie de sus musgosas laderas di mis primeros pasos, y alrededor de sus robles grotescos y nudosos tejí mis primeras fantasías de adolescente. LLegué a conocer bastante bien a la dríadas tutelares de aquellos árboles, y presencié a menudo sus danzas delirantes bajo el forzado resplandor de una luna menguante... Pero no debo hablar ahora de estas cosas. Hablaré únicamente de la tumba solitaria que había en la más intrincada espesura de la ladera, la tumba de abandonada de los Hyde, vieja y eminente familia cuyo único descendiente directo había sido depositado en sus negras cavidades bastantes decenios antes de que yo naciera"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    VENGANZA EN SEVILLA
    Matilde Asensi

    "A finales de la estación seca del año mil y seiscientos y seis, un día nublado y oscuro de principios del mes de octubre en el que el cielo parecía retener por la fuerza un agua abundante que deseaba derramarse como un diluvio, alguien golpeó la puerta de mi casa a la hora de la siesta con unos aldabonazos insolentes y fuera de toda medida. Nadie usaba esas formas groseras en Margarita, mi pueblo, la villa principal de la isla del mismo nombre en la que me había instalado apenas medio año atrás, luego de recuperar legalmente la herencia de mi tío Hernando y la de mis difuntos suegro y suegro, todos me conocían como la joven viuda Catalina Solís, dueña de una próspera latonería y de dos casas reformadas, la mía y otra que tenía en arriendo y que me procuraba muy buenas rentas. Mi vida era felicísima, regalada y alegre y dos mozos de buen porte y talle me hacían la corte desde el mismo día en que llegué al pueblo para reclamar mis herencias. Mi fama de mujer honesta, recogida y acaudalada obraba el resto.
    Como decía, nadie hubiera osado presentarse a la hora de la siesta en una casa de bien metiendo en alboroto y rumor a todos los vecinos con aquellos golpes de alguacil. En toda la isla, por más del zumbido de los mosquitos, no se oía sino ladridos de perros y, de cuando en cuando, el rebuzno de un jumento, el graznido de un ave o el gruñido de un puerco. A tal punto, yo estaba dormitando en el patio bajo la sombra de mi hermosa palmera y de mis cocoteros mientras mi criada Brígida me abanicaba con una grande oja de palma. Había tanta humedad en el aire que costaba respirar y era cosa de fuerza mayor permanecer sosegado hasta la caída del sol para precaverse de un mal váguido de cabeza que a muchos había llevado a la tumba.
    Así pues, al oír los desaforados aldabonazos, abrí los ojos con presteza y ví, entre las ramas, las celosías del piso alto de mi casa.
    -Ama... -Era la voz de mi criado Manuel desde la puerta del patio.
    -¿Sí?
    -Ama, un hombre que dice llamarse Rodrigo de Soria insiste en hablar con vuestra merced. Viene armado hasta los dientes y...
    -¡Rodrigo! -Exclamé, dando un brinco y echando a correr hacia la puerta del zaguán recogiéndome con las manos las vueltas de la saya (a veces, echaba de menos los calzones de Martín).
    ¡Por el cielo, qué grande alegría! Seis meses llevaba sin saber nada de mi familia, salvo por algunas nuevas que mercaderes desapercibidos contaban en la plaza: que el viejo Esteban Nevares, de Santa Marta, había reñido con mengano, que María Chacón había subido los precios de la mancebía, que los palenques del Magdalena seguían prosperando... No obstante, pese a mi grandísimo júbilo, tuve que recobrar el seso a la fuerza y detuve mi carrera cuando atravesaba el comedor. ¿Mi compadre Rodrigo en la isla Margarita y, por más, preguntando por mí, Catalina Solís, de quien él nada sabía ni conocía? Para Rodrigo, marinero de la Chacona, yo era Martín Nevares, hijo natural de su maestre, el hidalgo Esteban Nevares, que me prohijó tras rescatarme de una isla desierta y, que yo supiera nadie le había dicho nunca que, en verdad, yo era una mujer y, por más, viuda de un latonero margariteño a quien, de pequeño, la coz de una mula había dejado con media cabeza y ningún entendimiento. ¿Rodrigo pidiendo ver a Catalina Solís...? Algo estaba aconteciendo en Santa Marta y no debía de ser bueno, me dije inquieta.
    Mi compadre, impetuoso como era, no había podido permanecer a la espera en la puerta de la calle y así, con grande estruendo de pisadas sobre el suelo terrizo de la casapuerta le vi aparecer, con el chambergo en la mano, en el comedor y, como era de esperar, demudarse y quedar tan quieto como una estatua al verme con mis ropas de mujer y hasta con la toca de viuda sobre mi discreto peinado. A mí la emoción me apremiaba el pulso, más el parecía haber muerto y estar luchando por resucitar, si bien sólo boqueaba como un pez.
    -¿Martín? -farfulló al fin con grande esfuerzo. Reconocer a su joven compadre de lances y correrías por el Caribe en aquella atildada viuda de veinte y cuatro años era un revés mayor del que su dura mollera podía soportar. Olvidando mis últimas inquietudes, su turbación y las normas que la honestidad me imponía, yo, que sentía el mayor de los contentos por volver a verle, reí y avancé presurosa hacia él para abrazarle. Se espantó. Retrocedió con cara de estar viendo al diablo y le vi echar mano a la espada"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    SOLDADOS DE SALAMINA
    Javier Cercas

    "Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Tres cosas acababan de ocurrirme por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres cosas, las dos primeras son exactas, exactísimas; no así la tercera. En realidad, mi carrera de escritor no había acabado de arrancar nunca, así que dificilmente podía abandonarla. Mas justo sería decir que la había abandonado apenas iniciada. En 1989 yo había publicado mi primera novela; como el conjunto de relatos aparecidos dos años antes, el libro fue acogido con notoria indiferencia, pero la vanidad y una reseña elogiosa de un amigo de aquella época se aliaron para convencerme de que podía llegar a ser un novelista y de que, para serlo, lo mejor era dejar mi trabajo en la redacción del periódico y dedicarme de lleno a escribir. El resultado de este cambio de vida fueron cinco años de angustia económica, física y metafísica, tres novelas inacabadas y una depresión espantosa que me tumbó durante dos meses en una butaca, frente al televisor. Harto de pagar las facturas, incluida la del entierro de mi padre, y de verme mirar el televisor apagado y llorar, mi mujer se largó de casa apenas empecé a recuperarme, y a mi no me quedó otro remedio que olvidar para siempre mis ambiciones literarias y pedir mi reincorporación al periódico.
    Acababa de cumplir cuarenta años, pero por fortuna o porque no soy un buen escritor, pero tampoco un mal periodista, o más probablemente, porque en el periódico no contaban con nadie que quisiera hacer mi trabajo por un sueldo tan exiguo como el mío, me aceptaron. Se me adscribió a la sección de cultura, que es donde se adscribe a la gente que no se sabe dónde adscribir. Al principio, con el fin no declarado pero evidente de castigar mi deslealtad, puesto que, para algunos periodistas, un compañero que deja el periodismo para pasarse a la novela no deja de ser poco menos que un traidor, se me obligó a hacer de todo, salvo traerle cafés al director desde el bar de la esquina, y sólo unos pocos compañeros no incurrieron en sarcasmos o ironías a mi costa. El tiempo debió de atenuar mi infidelidad: pronto empecé a redactar sueltos, a escribir artículos, a hacer entrevistas. Fue así como en julio de 1994 entrevisté a Rafael Sánchez Ferlosio, que en aquel momento estaba pronunciando en la universidad un ciclo de conferencias. Yo sabía que Ferlosio era reacio en extremo a hablar con periodistas, pero, gracias a un amigo (o más bien a una amiga de ese amigo, que era quien había organizado la estancia de Ferlosio en la ciudad), conseguí que accediera a conversar un rato conmigo. Porque llamar a aquello entrevista sería excesivo; si lo fue, fue también la más rara que he hecho en mi vida. Para empezar, Ferlosio apareció en la terraza del Bistrot envuelto en una nube de amigos, discípulos, admiradores y turiferarios; este hecho, unido al descuido de su indumentaria y a un físico en el que inextricablemente se mezclaban el aire de un aristócrata castellano avergonzado de serlo y el de un viejo guerrero oriental -la cabeza poderosa, el pelo revuelto y entreverado de ceniza, de rostro duro, demacrado y difícil, de nariz judía y mejillas sombreadas de barba-, invitaba a que un observador desavisado lo tomara por un gurú religioso rodeado de acólitos. Pero es que, además, Ferlosio se negó en redondo a contestar una sola de las preguntas que le formulé, alegando que en sus libros había dado las mejores respuestas de que era capaz"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL RETRATO DE DORIAN GREY
    Oscar Wilde

    [FONT=Times New Roman, sans-serif]"El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos.[/FONT]
    Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba tumbado -tapizado al estilo de las alfombras persas-, el resplandor de las floraciones de un codeso, de dulzura y color de miel, cuyas ramas estremecidas apenas parecían capaces de soportar el peso de una belleza tan deslumbrante como la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas de pájaros en vuelo se deslizaban sobre las largas cortinas de seda india colgadas delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así como un efecto japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokio, de rostros tan pállidos como el jade que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan de trasmitir la sensación de velocidad y de movimiento. El zumbido obstinado de las abejas, abriéndose camino entre el alto césped sin segar, o dando vueltas con monótona insistencia en torno a los polvorientos cuernos dorados de las desordenadas madreselvas, parecían hacer más opresiva la inquietud, mientras los ruidos confusos de Londres eran como las notas graves de un órgano lejano.
    En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta distancia, estaba sentado el artista en persona, Basil Hallward cuya repentina desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y diera origen a tan extrañas suposiciones.
    Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había reflejado gracias a su arte, una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera podido prolongarse, iluminó su rostro. Pero el artista se incorporó bruscamente y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si tratara de aprisionar en su cerbro algún extraño sueño del que temiese despertar.
    -Es tu mejor obra, Basil -dijo lord Henry con entonación lánguida-, lo mejor que has hecho. No dejes de mandarla el año que viene a la galería Grosvenor. La Academia es demasiado grande y demasiado vulgar. Cada vez que voy allí, o hay tanta gente que no puedo ver los cuadros, lo que es horrible, hoy tantos cuadros que no puedo ver a la gente, lo que todavía es peor. La galería Grosvenor es el sitio indicado.
    -No creo que lo mande a ningún sitio -respondió el artista, echando la cabeza hacia atrás de la curiosa manera que siempre hacía reir a sus amigos de Oxford-. No; no mandaré el retrato a ningún sitio. Lord Henry alzó la cejas y lo miró con asombro a través de las delgadas volutas de humo que, al salir de su cigarrillo con mezcla de opio, se retorcían adoptando extrañas formas.
    -¿No lo vas a enviar a ningún sitio? ¿Por qué, mi querido amigo? ¿Qué razón podrías aducir? ¿Por qué sois unas gentes tan raras los pintores? Hacéis cualquier cosa para ganaros una reputación, pero, tan pronto como la tenéis, se diría que os sobra. Es una tontería, porque en el mundo sólo hay algo peor que ser la persona de la que se habla y es ser alguien de quien no se habla. Un retrato como ése te colocaría muy por encima de todos los pintores inglese jóvenes y despertaría los celos de los viejos, si es que los viejos son aún susceptibles de emociones.
    -Sé que te vas a reir de mí -replicó Hallward-, pero no me es posible exponer ese retrato. He puesto en él demasiado de mi mismo.
    Lord Henry, estirándose sobre el sofá, dejó escapar una carcajada.
    -Si, Harry, sabía que te ibas a reir, pero, de todos modos, no es más que la verdad.
    -¡Demasiado de ti mismo! A fe mía, Basil, no sabía que fueras tan vanidoso; no advierto la menor semejanza entre tí, con tus facciones bien marcadas y un poco duras y tu pelo negro como el carbón, y ese joven adonis, que parece estar hecho de marfil y pétalos de rosa. Vamos, mi querido Basil, ese muchacho es un narciso, y tú..., bueno, tienes, por supuesto, un aire intelectual y todo eso. Pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza el aire intelectual. El intelecto es, por si mismo, un modo de exageración, y destruye la armonía de cualquier rostro. En el momento en que alguien se sienta a pensar, todo él se convierte en nariz o en frente o en algo espantoso"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    BARTLEBY EL ESCRIBIENTE
    Herman Melville

    "Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis adtividades me han puesto en íntimo contacto con un génio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreir a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biogarfías completas: nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo. Antes de presentar al amanuense, tal como lo ví por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indespensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, consideránme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubiaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia; la segunda, el método.
    No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado.
    Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión de Juan Jacobo Astor"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    FECUNDIDAD
    Emile Zola

    "Aquella mañana, en el pabelloncillo situado junto al bosque, donde habitaban hacía tres semanas, Mateo se apresuraba, pues quería tomar en Jonville el tren de las siete, en el que diariamente iba a París. Eran las seis y media y había dos kilómetros largos desde su casa a Jonville. Después de los cuarenta y cinco minutos de tren había otro tanto desde la estación del Norte al bulevard Grenelle, de manera que no llegaba a su despacho de la fundición hasta las ocho y media.
    Besó a sus hijos, aún dormidos afortunadamente, porque, cuando estaban despiertos no le dejaban salir anudando los bracitos a su cuello, riendo y besándole. Al volver a entrar rápidamente en la alcoba, vio a su mujer, Mariana, que estaba aún en la cama, pero despierta y medio incorporada. Había corrido una cortina y por la entreabierta ventana entraban torrentes de luz, de radiosa luz de mayo, que iluminaban la belleza sana y fresca de aquella mujer de veinticuatro años, por la que él, que tenía tres años más, sentía verdadera adoración.
    -Es preciso que ande listo, hija mía sino, se me escapa el tren... Procura arreglarte con los seis reales que te quedan.
    Mariana se echó a reir, estaba encantadora con la mata de pelo suelta por la espalda y con los redondos y frescos brazos al aire. Hacía siete años que se habían casado, y a pesar de tener cuatro hijos y de los apuros que pasaban continuamente su buen humor y su esperanza no se extinguían.
    -¡Seis reales! En verdad que no es mucho; pero como hoy es fin de mes y debes cobrar no me importa. Mañana pagaré los piquillos que debo en Jonville. A quienes siento deber es a los Lepailleur, porque esa gente se figura siempre que les van a robar. ¡Con seis reales vamos hacer una comilona, muchacho!
    Y contenta y risueña le tendió los brazos, como hacía todas las mañanas al despedirle.
    -¡Vaya, date prisa!... Por la noche te aguardaré en el puentecillo.
    -¡No, acuéstate! Ya sabes que hoy, y esto contando que no se me escape el tren de las once menos cuarto, no podré estar en Jonville hasta las once y media. Mal día se me prepara. He prometido a los Morange que almorzaría con ellos, y por la noche Beauchéne invita a un cliente a comer y yo he de ir con ellos... Acuéstate y echa un buen sueño antes que yo venga.
    Mariana hizo una graciosa mueca, que no comprometía a nada.
    -¡Ah! no te olvides de pasar a ver al casero para decirle que hay goteras en la habitación de los niños. Ese señor Seguín, que tiene millones y millones, aún cuando sólo nos cobre seiscientos francos de alquiler, no debe permitir que nos mojemos como en campo raso.
    -¡Toma! Quizá me hubiera olvidado... Te prometo que me acordaré.
    Mateo estrechaba a su mujer entre los brazos y la despedida se prolongaba. Ella se reía y le devolvía sonoros besos. El amor que sentían uno por otro, aquellos dos seres, era profundo y completo; entre los dos sólo formaban un cuerpo y un alma.
    -Vete, vete, chiquillo... ¡Ah! Acuérdate de decir a Constancia que, antes de ir al campo, debiera venir aquí un domingo con Mauricio.
    -Bueno, se lo diré... Hasta la noche monina.
    Volvió todavía a su lado, la dio un apretado abrazo y salió.
    Habitualmente, al llegar a la habitación del Norte tomaba un omnibús.
    Pero cuando no quedaba dinero en casa, hacía el camino a pie"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL CASTILLO
    Fraz Kafka

    "Al llegar K. ya era tarde. Una nieve espesa cubría toda la aldea. La niebla y la noche ocultaban la colina, y ni un rayo de luz permitía ver el gran castillo. K. permaneció mucho tiempo sobre el puente de madera que llevaba de la carretera general al pueblo, los ojos levantados hacia aquellas alturas que parecían vacias.
    Después de buscar alojamiento; los huéspedes aún no se habían acostado; no había habitación, pero, sorprendido y desconcertado por un cliente que llegaba tan tarde, el mesonero le propuso colocar un jergón en la sala. K. aceptó. Permanecían todavía allí algunos campesinos sentados a la mesa con sus jarras de cerveza, pero no deseaban hablar con nadie; él mismo fue a buscar el jergón al granero y se acostó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos callaban; los miró aún un poco parpadeando fatigosamente y luego se durmió.
    Pero no tardó en despertar. El mesonero se econtraba junto al lecho en compañía de un joven de ojos estrechos, de grandes cejas y ropas de ciudad que tenía aire de actor. Los labriegos seguían allí, algunos habían vuelto sus sillas para ver mejor. El joven se excusó muy educadamente por haber despertado a K. y se presentó como el hijo del alcalde del castillo, declarando después:
    -Esta aldea pertenece al castillo; vivir o pernoctar aquí es en cierto modo hacerlo en el castillo. Nadie tiene derecho a hacerlo sin autorización del conde. Usted no posee dicha autorización o, por lo menos, no la ha mostrado.
    K., que casi se había erguido, se peinó los cabellos, alzó los ojos hacia los dos hombres y dijo:
    -¿En qué pueblo me he extraviado? ¿Existe, pues, un castillo aquí?
    -Por supuesto -dijo pausadamente el joven, y algunos de los campesinos asintieron con la cabeza-, el castillo del conde Westwest.
    -¿Aquí hay que tener una autorización para poder pasar aquí la noche? -Preguntó K., como si intentara convencerse de que no era un sueño lo que se le dijo.
    -Es indispensable -se le respondió; y el joven, extendiendo el brazo, preguntó, como para burlarse de K., al mesonero y a los clientes:
    -¿O acaso no es necesario?
    -Bien, iré a procurarme uno -dijo K. bostezando y apartando la manta para incorporarse.
    -¿Sí? ¿Y de quién?
    -Del señor conde -dijo K.-, no me queda más remedio.
    -¡Ahora! ¡A medianoche! ¿Ir a buscar la autorización del señor conde? -gritó el joven retrocediendo un paso.
    -¿Es imposible? -preguntó K. con calma-. Entonces, ¿por qué me ha despertado?
    El joven se puso fuera de sí.
    -¡Qué modales de vagabundo! -gritó-. ¡Exijo el debido respeto por las autoridades condales! Lo he despertado para decirle que debe abandonar los dominios del señor conde"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    MADAME BOVARY
    Gustave Flauvert
    "Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un "novato" con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendidos en su trabajo.
    El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
    -Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.
    El "novato", que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en la sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy límpios, guarnecidos de clavos.
    Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila.
    Teníamos costumbre al entrar en clase tirar las gorras para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
    Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el "novato" aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto , en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado de trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.
    -Levántese -le dijo el profesor.
    El "novato" se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reir.
    Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, el volvió a recogerla.
    "Deje ya en paz su gorra -dijo el profesor que era hombre de chispa.
    Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.
    -Levántese -le ordenó el profesor, y dígame su nombre.
    El "novato" tartajeando, articuló un nombre ininteligible:
    -¡Repita!
    Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase. "¡Más alto!", gritó el profesor, "¡más alto!"
    El "novato", tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desnesurada, y a pleno pulmón, como para llamar a alguien, soltó esta palabra: Charbovary.
    Súbitamente se armó un jaleo, que fue creciendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovary, Charbovary!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada. Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
    El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.
    -¿Qué busca? -le mpreguntó el profesor.
    .Mi go... -repuso tímidamente el "novato", dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.
    -¡Quinientos versos a toda la clase! -pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego una nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! -continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro-: y usted, "el nuevo", me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    A Ñ O R A N Z A
    Guy de Maupassant

    M. Saval, a quien en Mantes llaman "tío Saval", acaba de levantarse. Está lloviendo. Es un día triste de otoño; caen las ojas. Caen lentamente en medio de la lluvia, como otra lluvia más espesa y más lenta. M. Saval no está contento, va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. En la vida hay días sombríos.
    A partir de ahora solo habrá, para él, días sombríos, porque tiene sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin nadie a su alrededor. ¡Qué triste es morir así, completamente solo, sin el calor de un afecto!
    Piensa en su existencia tan árida, tan vacía. Recuerda, en el pasado lejano, en el pasado de su infancia, la casa, la casa con los padres; luego, el colegio, las salidas, la época en que estudió derecho en París. Luego; la enfermedad del padre, su muerte.
    Volvió para vivir con su madre. Vivieron los dos juntos, el joven y la anciana, apaciblemente sin desear nada más. Ella murió, también. ¡Qué triste es la vida!
    Se quedó solo. Y ahora, pronto le tocará morir a él. Desaparecerá, y todo habrá acabado. Ya no habrá ningún M. Paul Saval sobre la tierra. ¡Qué cosa más terrible! Otras personas vivirán, se amarán, reirán. Sí, los demás se divertirán, y él ya no existirá. Qué extraño que podamos reir, divertirnos, ser felices, con esa eterna certidumbre de la muerte. Si esa muerte fuera sólo probable, aún podría haber esperanza. Pero no, es inevitable, tan inevitable como la noche después del día.
    ¡Si al menos su vida hubiera sido plena! ¡Si hubiera hecho algo; si hubiera tenido aventuras, grandes placeres, éxitos, satisfacciones de todo tipo! Pero no, nada. No había hecho nada, nunca había hecho nada más que levantarse, comer siempre a la misma hora, y acostarse. Y así había llegado a la edad de sesenta y dos años. Ni siquiera se había casado, como los demás hombres ¿Por qué? Sí, ¿por qué no se había casado? Hubiera podido hacerlo, pues poseía cierta fortuna. ¿Es que no había tenido ocasión? ¡Quizá! Pero hay que buscar las ocasiones. Lo que pasa es que era perezoso. La pereza había sido su gran enfermedad, su defecto, su vicio. ¡Cuántas personas fracasan en la vida por pereza! ¡Es tan difícil para ciertas naturalezas levantarse, moverse, hacer gestiones, hablar, plantearse los problemas!
    Ni siquiera había sido amado. Ninguna mujer había dormido sobre su pecho en un completo abandono de amor. No conocía las deliciosas angustias de la espera, el dívino estremecimiento de cogerse las manos, el éxtasis de la pasión triunfante.
    ¡Qué dicha sobrehumana debe inundar el corazón cuando los labios se encuentran por primera vez, cuando la unión de cuatro brazos hace, de dos seres enanejados, uno por el otro, un solo ser, un ser soberanamente feliz!
    M. Saval se había sentado, con los pies cerca del fuego, en bata de casa.
    Realmente, su vida había fracasado, fracasado por completo. Sin embargo, había amado. Había amado en secreto, dolorosa y perezosamente, como hacía todas las cosas. Sí, había amado a su vieja amiga Mme. Sandres, la mujer de su antiguo compañero Sandres. ¡Ah! ¡Si la hubiera conocido de soltera! Pero la había encontrado demasiado tarde; ya estaba casada. ¡Seguro que hubiera pedido su mano! ¡Cuánto la había querido, a pesar de todo, incesantemente, desde el primer día"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    DON QUIJOTE DE LA MANCHA
    Miguel de Cervantes

    "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los día de entresemana se honraba con su vellorí de los más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarrenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín que tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narracción dél no se salga un punto de verdad.
    Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso -que eran los más del año-, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que se olvidó casi de todo punto del ejercicio de la caza, y aún la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían también como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y canas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: "La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece vuestra grandeza"
    Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello"...
  • OmeyaOmeya Pedro Abad s.XII
    editado abril 2011
    Hola, Inca!

    Me gusta este hilo. Los "incipit" o primeras palabras de un libro, me dicen mucho sobre el libro que voy a leer.
    Hay auténticos maestros en incipits. Cortázar es uno de ellos.
    Ya has citado el bellísimo comeinzo de El amor en los tiempos del cólera.
    Has mencionado también uno de los más conocidos inicios de una novela, Madame Bobary.

    Quizás, si me permites la observación, para mí un buen "incipit" se limita a la primera frase del texto. No al texto entero, ni al capítulo completo.

    Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong.
    Eso me basta para saber que es un buen comienzo. No necesito más.

    ¿Encontraría a la Maga?
    Ya me vale con esta pregunta para leerme toda Rayuela.

    Un saludo!
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado abril 2011
    Saludos, Omeya: Me encanta que te guste este hilo. La intención que me movió a su creación no fue otra que la de compartir opiniones, -todas válidas-, sobre ese mundo tan fascinante de la literatura. La primera idea era dejar el Bello Comienzo mucho más corto, pero luego me decidí por alargarlo, para así crear una atmósfera que atrapara un poco más al posible lector.
    Me doy más que satisfecho si con este hilo has descubierto una sola obra que para tí fuera desconocida.
    Un saludo muy cordial.
  • AmberKennyReedAmberKennyReed Anónimo s.XI
    editado abril 2011
    Interesting read.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado abril 2011
    Hola Amber, bienvenida:p;):D
  • AfrodriguezAfrodriguez Fernando de Rojas s.XV
    editado abril 2011
    "Llamadme Ismael..." Moby Dick de Hermann Melville

    Antonio F. Rodríguez
    [La antigua Biblos]
    http://laAntiguaBiblos.blogspot.com
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