—Os voy a explicar de dónde procede el concordato sacramental promulgado por el arzobispo Guzman de Monteurraca, llamado también El Tortolillo, quien evangelizó y canonizó a cuatrocientos indígenas en una misa celebrada en la capilla del colegio de las monjas escaldadas, llamadas así tras el alboroto que se produjo aquel día —dijo Oscar Amebo, profesor licenciado en dogmas del conocimiento mientras en la clase todos atendían con fervoroso silencio sepulcral.
En la fila del fondo, Gaspar, individuo de por si lacónico aguardaba las venideras palabras del profesor tal como si estuviera viendo a la virgen, y se hurgaba insistentemente la nariz aún cuando hacía ya rato que no quedaba ni un moco. A su lado, un auténtico pecado de la naturaleza se rascaba la cotorra poniendo cara de mala leche, aunque, en verdad, sus pensamientos rayaban lo etéreo y espiritual.
Oscar, con actitud solemne, pasó dos veces por delante de la pizarra exhibiendo con orgullo su minusvalía, como si tener una pierna mucho más corta que la otra fuera un rasgo de indudable distinción. La tripa le colgaba groseramente por encima del pantalón, y a cada paso se balanceaba como un péndulo, haciendo que su contrahecha figura se tambaleara como convulsionada por un espasmo de dolor, pero él sonreía mostrando su putrefacta y negruzca dentadura. Exhalando un aluvión de bacterias impregnadas de mal aliento exclamó:
—¡Pandilla de pelagatos! Estoy hasta el gorro de tanto pollaboba. No tenéis ni puta idea de nada. ¡Dios santo ¿por qué tengo que llevar este lastre? Gentuza impresentable, desechos de charcutería, menuda colección de zurullos a cual más maloliente! Escuchadme bien tontos laba que esto que os voy a contar es muy importante. Os aseguro que como alguien abra la boca lo voy a aplastar con mi culo.
Y diciendo esto, con la gracia de una bailarina, se sentó en su silla y colocando su mano derecha en la barbilla apoyó el codo sobre la mesa y quedó como en trance meditativo con lo ojos cerrados.
Veinte minutos de absoluto silencio habían pasado cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la jornada y el correteo de los alumnos por los pasillos manifestaba la alegría por la llegada del fin de semana, pero en la clase del profesor Oscar Amebo todo era silencio y expectación.
Media hora más tarde asomó por la puerta el director del colegio, persona elegante que normalmente paseaba los síntomas de su incontinencia, y acercándose a la mesa del profesor posó su mano sobre su hombro, momento en el cual el profesor Amebo se escurrió por la silla golpeando su cabeza en el suelo produciendo un sonido hueco y vibrante. Quedó tumbado en el suelo con una expresión de terror. El director tomándole el pulso en el cuello gritó:
—¡Está muerto!
Una explosión de euforia estalló en la clase y no hubo quien no saltara espontáneamente de jubilo expresando a grito pelado su gran alegría.
Nota: No pertenece a El enigma de la cacatúa.
Comentarios
me gusta tu estilo, buenas metáforas, describes situaciones y personas precisamente, el lector puede verlas y sentir con ellos.
Qizás frases un poco mas cortas?
- me gusta mucho
- tuve que reirme
No entiendo bien como termina tu relato:
Saludos de Alemania
Pedrito
Bueno, viene a decir que los chavales se pusieron muy contentos.
Saludos
Saludos