—Papi,
¿el señor Tokugawa también es un Samurai?
—No
creo —dijo papá. Mientras, buscaba las llaves del viejo Packard
negro—. Habría que preguntarle.
—¡Ni
se te ocurra, Marcelo! —dijo mamá apuntándome con el dedo. Y a
papá—: ¡No le pongas esas ideas en la cabeza, al chico! ¡Ya
sabés, que es demasiado imaginativo!
Papá
se rió con ese tono bajo que yo le conocía bien, y me revolvió el
pelo.
Ya
acomodado en el asiento trasero me dejé llevar por las
imágenes.
Habíamos
visto “La patrulla de Batán” y el recuerdo de esos japoneses
malos como el diablo seguía dándome vueltas en la cabeza: eran
terribles, sin embargo me atraían. Cada vez que los evocaba, un
escalofrío delicioso me ponía los pelos de punta.
El
señor y la señora Tokugawa se habían mudado al lado de mi casa
hacía pocos meses. Abrieron un negocio donde vendían plantas y
flores. Apenas hablaban castellano y recibían, según mamá, muy
pocas visitas. Eran de lo más educados y siempre saludaban con una
sonrisa y una brusca inclinación de cabeza.
La
señora Tokugawa ayudó a mamá a transplantar los rosales y a
organizar el cantero de los malvones. Me gustaba la señora Tokugawa,
con su cara redonda y plana, los ojos como dos rayas, la nariz
respingada, sus dientes parejos y casi transparentes, de tan blancos
que eran. Imico, se llamaba. Por lo menos, es lo que entendí como su
nombre.
Cada
tanto le repetía a mamá: “Marcelo, chico bueno. Muy bueno.
Nosotros no hijo”. Y meneaba la cabeza. “Usted mucha suerte,
chico bueno”. Me daba vergüenza ese halago, sobre todo cuando
recordaba mi boletín con alguna mala nota. Y tristeza. Una tristeza
rara, como si yo tuviera la culpa de algo.
El
señor Tokugawa, en cambio, me daba un poco de miedo de tan serio que
era. Bajo, “macizo” me había dicho papá. El señor Tokugawa
usaba el pelo echado hacia atrás, brillante de gomina. Yo lo espiaba
detrás de la ligustrina cuando, después de limpiar almácigos y
regar un montón de arbolitos casi de juguete, se encerraba en el
galpón que había construido en el fondo del terreno. ¿Qué haría
allí? ¿Qué escondería? ¿Se pondría el uniforme de soldado y se
miraría en un espejo? ¿Sería un Samurai de verdad, nomás? Yo no
podía creer en eso. Pero, me encantaba imaginar que el señor
Tokugawa era un terrible Samurai. Un Samurai que, revoleando su sable
ensangrentado, chorreando sangre y, gritando “¡Banzai! ¡Banzai!”,
saltaba de trinchera en trinchera como esos otros japoneses, los
malísimos japoneses de “La patrulla de Batán”.
Una
tarde aburrida a fines del verano, yo me había sentado en la vereda
tratando de dibujar una fila de plátanos, la del baldío de
enfrente: me salían unos palitos temblorosos, unas hojas cuadradas y
duras.
—No
aprieta lápiz —me sorprendió el señor Tokugawa, que torcía la
cabeza sobre mi maltratado cuaderno—. Papel amigo, lápiz amigo,
mano enemiga.
—Es
que no me sale —alcancé a decir.
El
señor Tokugawa asintió.
—Tiene
que practicar —dijo, y me tendió la mano.
Era
caliente y seca, áspera.
El
señor Tokugawa tocó el timbre de mi casa.
—Chico
viene conmigo —le dijo a mamá, que se había asomado—. Viene
conmigo y aprende a dibujar.
—No
se moleste —dijo mamá—. Para Marcelo, dibujar es como un juego,
nada serio.
—Si
aprende, dibujo es mejor juego.
Mamá
no insistió. Pero, me dio mil recomendaciones antes de dejarme ir:
me ardieron las orejas mientras, delante del señor Tokugawa, me
recordó, una por una, todas las cosas que debía y no debía hacer
en una casa ajena.
Avanzamos
por un caminito de lajas, entre dos filas de pinos no más altos que
yo. Por fin iba a conocer el secreto del galpón. El corazón me
golpeaba y me silbaban los oídos. ¿Y si el señor Tokugawa se me
aparecía de Samurai? Temblé, ¿y si me mataba a sablazos? No me
atreví a soltarme de esa mano firme que me conducía.
El
interior del depósito me produjo desilusión y alivio: una mesa, un
banco largo, y muchas acuarelas en las paredes.
El
señor Tokugawa, lejos de agarrar un sable —que no vi por ningún
rincón—, me hizo sentar frente a la mesa y me dio una hoja de
papel. Después trajo un bol amarillo, con unos dibujos de pájaros
como cigüeñas.
—Ahora
—dijo—, Marcelo dibuja esto.
Era
un modelo bastante bobo, pero recordé las indicaciones de mamá y me
dispuse a copiarlo.
—Así
no —la mano áspera envolvió la mía, obligándome a cambiar el
ángulo del lápiz, guiándome. Apreté mis dedos—. Suelte la mano,
deje que yo ayude. Acueste el lápiz, haga rayas suaves.
Olí
su loción para después de afeitarse, era la misma que usaba
papá.
Poco
a poco, el dibujo del bol tomó forma. Me parecía imposible que se
pareciera tanto al modelo. Hasta las cigüeñas dibujamos.
La
señora Tokugawa nos interrumpió con unas tacitas parecidas a
dedales.
—¿Marcelo
toma té?
—Imico
—le dijo el señor Tokugawa Y siguió hablando en japonés.
La
señora Tokugawa volvió al rato con un bol igualito al que habíamos
usado, pero repleto de café con leche. También trajo una galletas
raras de arroz con miel. Yo las comí cerrando bien la boca y me tomé
el café con leche de a traguitos. Les di las gracias como mil
veces.
Al
salir, giré para saludarlos de nuevo: permanecían de pie, uno junto
al otro. La señora Imico sonreía, igual me pareció un poco triste.
Y el señor Tokugawa, que le había pasado un brazo por los hombros,
le daba palmaditas.
—Marcelo
vuelve mañana —me dijo—. Misma hora. Y dibuja. Cada día,
dibuja.
A
mediados del otoño, el señor Tokugawa me cambió el papel de
siempre por otro mucho más grueso y como esponjoso. Trajo una cajita
de madera pintada de un negro muy brillante, con unos pinceles suaves
y gordos. Empecé a usar acuarelas. Aprendí a superponer los colores
transparentes, a dejar espacios en blanco. Aprendí a ver la imagen
en mi cabeza antes de pintarla.
El
señor Tokugawa colgó una de mis acuarelas entre las de él. Era una
escena simple, unos bambúes con dos pájaros posados. Me pareció un
gran premio, aunque se notaba que mi composición era muy fea al lado
de las otras, tan delicadas que parecían de aire. Igual me
emocioné.
—Marcelo
progresa mucho —me decía—. Pronto, pinta muy bien.
Y
yo me esforzaba todo lo que podía.
Después
venía el rito de la merienda. La señora Imico hacía postres y
cosas dulces que yo no había probado nunca antes. Se sentaba a mi
lado y cantaba bajito, para adentro. El señor Tokugawa se quedaba
pensativo y más callado que nunca. Yo volvía a sentirme triste, y
culpable de algo desconocido.
A
mediados del invierno me enfermé de neumonía, según el médico.
Fueron días borrosos, intermitentes. Recuerdo como en sueños a mamá
y a papá, sentados al pie de la cama y con cara de fantasmas.
Recuerdo las dolorosas inyecciones, los fomentos calientes, el olor
asqueroso de las cataplasmas de lino, el agua hervida y con hojas de
eucaliptus, las friegas con Vic Vaporub. La fiebre.
Cuando
mejoré, había adelgazado mucho. También había crecido, y el
pijama me quedaba corto.
Una
tarde, en que ya me costaba soportar la cama y quería levantarme,
mamá me dio la mala noticia: la señora Imico había muerto.
Había
preguntado por mí todos los días, me contó mamá. La querida
señora Imico se había enfermado de golpe, de un día para el otro.
Y, en menos de una semana, se había muerto.
No
pude imaginarlo. No era posible. Lloré hasta quedarme
dormido.
Comentarios
Rondé la casa del señor Tokugawa sin atreverme a entrar hasta que él me llamó con una seña.
Volvimos a las acuarelas y a los dibujos, pero la falta de la señora Imico era más fuerte que su presencia. Las meriendas, después de algunos intentos que nos dejaron mudos y mirando el suelo, también desaparecieron.
Dos hombres, dos japoneses muy flacos y de traje oscuro, empezaron a frecuentar al señor Tokugawa. Venían en un Buik enorme y azul, que estacionaban frente al negocio de plantas. Durante esas visitas, el señor Tokugawa no me enseñaba a pintar. Y cuando yo me iba a dormir, la masa oscura del Buik seguía allí, como un animal gigante y muerto.
El señor Tokugawa hablaba cada vez menos, aunque seguía trabajando en los almácigos y regando los arbolitos.
—No más dibujo —me dijo un día—. No más dibujo. No más acuarela.
Pensé que se habría aburrido de mí. Que yo había sido tan mal alumno que no valía la pena perder el tiempo tratando de convertirme en artista. Sin embargo, me regaló la cajita de madera con los pinceles y un rollo de papel.
—Ahora —dijo—, Marcelo pinta en su casa. Pinta solo.
Fue la única vez en que me acarició la cabeza.
—Vaya. Vaya ahora. Vaya a su casa.
No supe qué contestarle, y agaché la cabeza como hacía él.
El señor Tokugawa se dobló por la cintura hasta quedar en un ángulo recto.—Es honor —la voz se le había puesto ronca—. Es honor para mí.
En la vereda me crucé con los japoneses flacos, que me miraron fijo. Llevaban un paquete grande, envuelto en papel madera.
El motor del Buik crujía, como si le sonaran los huesos.
—¿Y esto? —mamá señaló la cajita negra.
Le dije que me la había regalado el señor Tokugawa.
—¿Le diste las gracias?
Debo haberme puesto colorado porque mamá me mandó a dárselas “inmediatamente”.
Ya oscurecía, y las primeras hojas de los plátanos eran como manitos de bebé. Manos que se sacudían en el viento cálido, saludándome. Paseé con los brazos abiertos aspirando el aroma a verde, a nuevo. Mañana pintaría esas mismas hojas y le regalaría la acuarela al señor Tokugawa. Los grillos cantaban.
Pasé junto al Buik.
En el caminito de lajas, los pinos enanos parecían soldados. Los toqué con la punta de los dedos para hacerlos susurrar. Su perfume era fuerte y picante.
Entré en el galpón sin llamar.
Los tres hombres llevaban uniformes color caqui. El del señor Tokugawa, lleno de condecoraciones y medallas. No supe por qué, pero el señor Tokugawa estaba sentado sobre los talones, con las rodillas bien separadas. Por la chaquetilla entreabierta le vi la piel blanca, tan blanca como el pañuelo que sostenía en la mano, y que envolvía a medias un cuchillo largo y brillante. Uno de los japoneses flacos levantaba un sable sobre el cuello del señor Tokugawa. Ese sable de Samurai que yo había buscado tiempo atrás. El otro japonés estaba en posición de firmes.
Al verme, los tres se pusieron a gritar y a señalarme. Entendí que el señor Tokugawa les daba órdenes a los otros dos. Parecía desesperado.
El que no tenía sable me agarró de la camisa y me empujó hacia afuera. Siempre gritando me arrastró hacia la calle y se volvió corriendo. Desde el galpón me llegó un portazo.
Después oí un grito que se interrumpió.
Quise caminar y las piernas no me hicieron caso. Quise llamar a mi mami, pero me había quedado sin voz. Me acurruqué en la vereda, abrazándome las rodillas.
Uno a uno, los grillos volvieron a cantar. Era una hermosa noche de primavera.
No recuerdo de donde salió el nombre Tokugawa, sólo que es su momento fue significativo.
Después de la guerra, hubo un gran movimiento migratorio de japoneses en Argentina. Silenciosos, educadísimos, trabajadores, justo lo opuesto a lo que nos vendían las películas americanas, que los presentaban como unos fanáticos sangrientos y miserables.
Esos japoneses, algunos muy jóvenes, se volcaron principalmente en dos rubros: la tintorería y la jardinería (la limpieza y el arte).
La inmigración, creo yo, era el resultado del "gote no sente" (jugué al Go —mediocremente— en mi juventud), un movimiento obligado por el adversario.
Eso mismo es lo que impulsa a Tokugawa, que ha perdido todo y ya no tiene razón para vivir. Un concepto bastante opuesto al latino, que suele condenar el suicidio.
En fin, mucha cháchara.
Saludos cordiales,
Marcelo
Verás, yo no "ideo" los cuentos, de pronto me vienen como una revelación. Una modesta revelación donde se me aparecen principio y final, sobre todo el final. Después toca construir el camino de A a B.
Exacto. Cada persona tiene su modus operandi, esa chispa vital que te mencionaba antes y que es mencionada por la mayoría mediante sus nombres clásicos: inspiración o musa.
Esa musa nos suele inspirar de distintas maneras para inclinarnos hacia una nueva creación. Es interesante tu inicio de una creación, me agrada.
En mi caso, esa revelación me sobreviene la mayor parte de las veces en forma de reto. Me explico: de la nada puede venirme "¿Qué pasaría si...?"; y a partir de esa pregunta-reto comienzo a tener una explosión de imágenes que debo ordenar y traducir a palabras (soy de las personas que piensa en imágenes no en palabras).
No recuerdo de donde salió el nombre Tokugawa, sólo que es su momento fue significativo.
Tokugawa Ieyasu es una de las personalidades más importantes y significativas del Japón. Fue uno de los tres grandes y heroicos unificadores del Japón (los otros fueron Toyotomi Ideyoshi y Oda Nobunaga). Hay unos estribillos muy famosos sobre una anécdota de estos tres pacificadores que aún se les enseña en forma de canción a los niños en el inicio de su etapa escolar en Japón:
Después de la guerra, hubo un gran movimiento migratorio de japoneses en Argentina. Silenciosos, educadísimos, trabajadores, justo lo opuesto a lo que nos vendían las películas americanas, que los presentaban como unos fanáticos sangrientos y miserables (...)
Desconocía eso. Muchas gracias por compartirlo. Veo que plasmaste parte de ello en el relato.
Un concepto bastante opuesto al latino, que suele condenar el suicidio.
Cierto. Permíte añadir un matiz. Realmente es condenado por la mayoría de las religiones del mundo con mayor número de feligreses (recordaba ahora a un personaje de la magnífica novela Los Miserables que decía: "Feligreses, una forma educada de decirles reses...").
Al respecto de este tema te recomiendo la que me parece una muy buena película titulada: The Discovery (2017). Plantea una interesante disyuntiva. Te dejo la sinopsis:
En un futuro, tras demostrarse científicamente que hay vida después de la muerte, millones de personas de todo el mundo se suicidan para pasar a la otra vida. Un hombre y una mujer se enamoran mientras tratan de asimilar sus trágicos pasados y la verdadera naturaleza del más allá.
P,D, En fin, mucha cháchara. Pienso que la palabra cháchara está ahí erroneamente empleada.
Aunque, creo, lo más jugoso es la charla con Sōrumeito.
Un abrazo,
Marcelo
Un abrazo
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