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Foro de Literatura 6ª edición (Fuera de la LISTA) Su único amigo

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Su único amigo

Me sorprendió que Ruiz llamase a nuestro consultorio para pedir que fuesen a su oficina a examinar a un gato. Desde que se ofendió porque mi socio veterinario Pérez le cobró 1.000 pesetas por castrar a uno de sus caballos de carrera, que sufría de un cáncer de verga, y aunque hacía ya tiempo de eso, acudía a otros veterinarios de la ciudad de Sevilla, rechazando los servicios de nuestro consultorio en el pueblo. También me sorprendió que un hombre como él se preocupase tanto por un gato enfermo…

Ruiz era, sin ninguna duda, el hombre con más dinero de la comarca. Se dedicaba al comercio con chatarras. Además, tenía negocios de transportes y también caballos, de la raza árabe, para competir en las carreras oficiales. De hecho, hacía lo que fuese, aunque siempre legal, con tal de obtener beneficios. El dinero era el motor que guiaba su vida. Y cuidar a un gato, no significaba negocio. De ahí mi sorpresa.

Otra de las cosas que me sorprendió mientras iba conduciendo y pensando hacia su oficina, sito en la localidad de Cazalla de la Sierra, Sevilla, era el hecho de que tener una mascota redundaba en un motivo de afecto, una vena de sentimiento, y esto no encajaba en la idiosincrasia del irascible Ruiz.

Una vez que llegué me dirigí, campo a través cubierto de chatarras, hasta un cobertizo, donde dirigía su imperio. Se hallaba sentado detrás de su escritorio. Su obeso cuerpo estiraba hasta el límite las costuras de su traje azul, brillante por el uso; y en la cabeza llevaba siempre un mugriento sombrero cordobés negro, echado hacia atrás. Su rolliza figura mostraba un aspecto arrogante, además de despedir sus ojos una mirada hostil.

-Ese es su paciente –me dijo, a la vez que fruncía el entrecejo y señalaba un gato negro y blanco, tumbado en su escritorio.

Ese fue su saludo. Conociéndolo, no esperaba que me diese los buenos días, ni que sonriera siquiera. Me acerqué y acaricié al gato, que me compensó con un agradable ronroneo. Era un gato de un tamaño mediano, con pelaje largo y blancas vetas atractivas en el pecho y en las patas. Me gustó a primera vista.

-Bello felino –susurré-. ¿Qué problema tiene? –le pregunté.

-Es en una pata -respondió, sin mimarme.

Palpé a través del mullido pelaje, pero al llegar a un punto, a media extremidad, el animal respingó. Saqué las tijeras de mi maletín e hice un pequeño corte de pelo en una zona reducida. Entonces pude ver una herida transversal profunda, de cuya salía serosidad. Me quedé perplejo durante unos segundos. Llevé mi voz hacia Ruiz, para informarle:

-Es probable que sea un corte, pero hay algo extraño en él. ¿Sale a menudo al solar y juega con la chatarra?
-A veces –esto fue lo que respondió.
-Pues entonces se habrá cortado con algo punzante. Le voy a inyectar una dosis de penicilina, y también le dejaré un bote de pomada para que se la apliquen en la herida, mañanas y noches, durante quince días consecutivos.

Algunos gatos ponen una fuerte resistencia a las inyecciones, y dado que su defensa, como único armamento, incluye garras y dientes, presentan dificultades. Pero éste no hacía ningún movimiento defensivo mientras iba introduciéndole la aguja. De hecho, ronroneaba.

"Tiene un buen carácter", me dije, sin dirigir mis palabras a nadie. Después añadí, preguntándole a Ruiz:

-¿Cómo se llama?
-Cable –contestó, inexpresivo, desalentando más preguntas.

En vista de la apatía de Ruiz, saqué el ungüento de mi maletín y lo puse sobre el escritorio.

-Si no le ve mejoría, avise al consultorio. Buenos días –esto fue lo último que le dije esa vez.

Como esperaba, no hubo respuesta. Salí del cobertizo sintiendo un resentimiento que siempre había tenido en mi trato con Ruiz. Mientras cruzaba el terreno, libre de chatarras, me olvidé de todo eso y repasé el caso mentalmente: 'hay algo extraño en la herida, no parece accidental. El corte es limpio y profundo, como si lo hubiesen hecho adrede con una hoja de afeitar o algo por el estilo. No sé… no sé… Muy extraño. Y la llamada de Ruiz... más extraño aún'.

Un leve golpe en mi hombro me sacó de mis pensamientos. Un tipo flaco que trabajaba con la chatarra, al parecer obrero de Ruiz, me miró de una forma confabuladora y me preguntó:

-¿Ha venido usted a ver al jefe?
-¿Por qué me lo pregunta? –respondí, con ésta pregunta.
-Porque es gracioso. El viejo "cara de pocos amigos" preocupado por un gato.
-Eso parece. ¿Desde cuándo lo tiene? –le pregunté, de nuevo.
-Desde hace poco más de un año. Era callejero. Un día apareció por aquí, se metió entre la chatarra y se quedó enredado en un cable, de ahí su nombre. Ese mismo día, sabiendo cómo es Ruiz, pensé que lo echaría a patadas. Pero no, lo adoptó. Y no lo comprendo. Ese gato se pasa todo el tiempo sobre su escritorio.
-Le debe gustar –contesté.
-¿A quién? ¿A Ruiz? ¡Jajaja! A Ruiz sólo le gusta el dinero. Ruiz es un malnacido y un hijo de…

Lo interrumpió un grito proveniente de la puerta de entrada a la oficina.

-¡Eh, tú, deja de hablar y sigue trabajando! –Ruiz, amenazador, blandía un puño. Mi interlocutor lanzó una terrible mirada hacia el cobertizo y enseguida siguió con su tarea, sin decirme nada más.


-sigue-

Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII

    • Mientras iba hacia mi coche iba pensando que así era el mundo de Ruiz: rodeado de odio. Su rudeza era conocida en toda la comarca, y aunque era indudable que su manera de ser lo había convertido en millonario, no le envidiaban.

      -¡Venga enseguida a ver a Cable! -me dijo, voz al teléfono, dos días después de esa visita.
      -¿No ha mejorado? –le pregunté.
      -¡Está peor! ¡Así que no tarde! ¡Deje ahora lo que esté haciendo y no se entretenga!

      Evidentemente no me conocía como yo le conocía a él, porque, lejos de ofenderme su tono, me estimulaba tratándose de un animal doméstico. Cuando llegué, Cable estaba echado sobre el escritorio, su lugar preferido. El dolor en la pata parecía no haber aumentado. Lo extraño era que la herida se había extendido.

      Cogí el explorador de mi maletín y lo introduje en la herida. De pronto sentía que la punta del instrumento estaba enganchada a algo. Tiré del objeto desconocido con las pinzas y pude sacar una venda elástica, de color beige. Las cosas se iban aclarando.

      -Hay una venda alrededor de la herida –dije, la corté y cayó sobre la mesa-. Ahí está. A partir de ahora, Cable se pondrá bien. No tiene por qué preocuparse más por él.
      -¿Una venda? –respondió, sorprendido-. ¡¿Y cómo es que no la vio usted la otra vez?!
      -Lo más probable es que estuviera hundida en la carne.
      -¡No, no doy por buena su respuesta! ¡¿Cómo ha llegado hasta ahí?!
      -Sin duda, alguien la ha puesto.
      -¡¿Qué alguien la ha puesto?! ¡¿Para qué?! ¡¿Por qué?!
      -No lo sé. Pero, al parecer, hay alguien perverso en este lugar.
      -¡Apuesto a que ha sido alguno de mis obreros!
      -No necesariamente. Cable sale todos los días solo al solar, e incluso a la calle, ¿no es así?
      -¡Así es!
      -En ese caso, puede ser alguien más.

      Frunció el entrecejo con los ojos cerrados, como pensando. Me me dije para mí si no estaría repasando mentalmente la lista de sus enemigos. Y si era eso, le llevaría tiempo.

      -De todos modos, serénese. Lo más importante es que vi la venda y la pude extraer –concluí, sin tener en cuenta su ira.

      Se inclinó sobre el escritorio, y pasó el dedo índice de la mano derecha sobre la cabeza de su gato. Había hecho eso mismo dos veces en mi visita anterior. Raro, pero suponía que para él significaba un gesto lo más parecido a una caricia. Mientras, ya había recogido yo todos mis bártulos y me disponía a salir del cobertizo 

      Camino del consultorio pensaba qué habría ocurrido de no haber visto la venda, pues nada menos que una parada del flujo sanguíneo, una gangrena, pérdida de la pata, e incluso la muerte. La simple idea me hacía sudar.


      -sigue y termina en página siguiente-


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Dos semanas después, volvió a llamar al consultorio. Mi socio Pérez cogió el teléfono y me lo pasó. Sentía una punzada de aprensión al oír de nuevo su voz.

    -¿Aún le duele la pata a Cable? –le pregunté.
    -¡Eso ya ha sanado! ¡Ahora tiene algo en la cabeza!
    -¿En la cabeza?
    -¡La gira de un lado a otro, sin control! ¡Venga enseguida! ¡Deje para más tarde lo que esté haciendo ahora!

    Siempre me pedía, o, más bien, me exigía que dejase lo que estuviera haciendo y lo atendiese solo a él.

    Los síntomas parecían úlcera gangrenosa, y cuando vi el gato girando la cabeza y con evidente malestar, aseguraba que era eso. Al dócil gato le gustaba que lo examinasen, porque el ronroneo aumentaba a medida que iba inspeccionándole la boca, los ojos, el hocico y las orejas. No veía nada. Pero había algo que le estaba causando incomodidad. Seguí buscando en el cuello, y de pronto el ronroneo cambió a un maullido tan pronto le pasé la mano por un punto determinado, junto al lomo.

    "Aquí hay algo", me dije. Cogí las tijeras y corté una mecha de pelos hasta llegar a la piel, y..., ¡oh! Había una venda de igual tamaño que la anterior, pero ahora !doble! La miré con el explorador y la saqué con las pinzas. 

    -Otra venda –le dije-. Y esta vez va en serio –añadí.

    Vi cómo volvía a pasar el dedo sobre la cabeza de su gato.

    -¡¿Y quién ha podido hacer esto?! -se preguntó, en voz alta.
    -Habrá que buscar la manera de saberlo –aun no yendo para mí su pregunta, respondí. Y añadí-: la ley castiga la crueldad contra los animales, pero hay que coger in fraganti al causante.

    Se quedó mirando el gato, como pensando cuándo sería un nuevo intento. También pensé eso. Pero ya no hubo más. El gato sanó y no volví a verlo hasta que poco más de mes después, casi de noche ya, al regreso de mi ronda de visitas, uno de los veterinarios becarios que tenemos en el consultorio salió a mi encuentro. Lo vi como angustiado. 

    -¡Jefe, hace unos segundos ha telefoneado el señor Ruiz; le noté un tono de voz de preocupación, y quiere que vaya usted a su oficina cuanto antes! ¡Me ha dicho que han envenenado a su gato!

    El Cable que vi en esa ocasión en diferente. No estaba encima del escritorio, sino encogido en el suelo, entre inmundicias y lodos. Daba arcadas y vomitaba un líquido amarillento. Había más vómito y un charco de diarrea, del mismo color. Parecía intoxicado.

    -¡Lo envenenaron, ¿no?! ¡Sí lo envenenaron! –se preguntó y se respondió. Y añadió-: ¡alguien le ha administrado un veneno!
    -Es posible... es posible...

    Vi al felino mientras se acercaba con lentitud a un plato con leche, y se sentaba con la misma actitud de encogimiento. No bebía, solo permanecía inmóvil. "Ese síntoma me es conocido; puede ser algo peor que un envenenamiento", pensé mientras Ruiz me miraba, como esperando mi impresión.

    -¡Y bien! ¡Es o no es eso! -volvió a la carga.
    -Aún no estoy seguro.

    Le tomé la temperatura y esta vez no ronroneaba. Estaba sumido en un principio de letargo. El termómetro marcaba 40º. Le toqué el abdomen y sentí una consistencia en los intestinos. No había tono muscular.

    -¡Bueno, si no es eso, ¿qué es entonces?! –me preguntó de nuevo, con una impaciencia excesivamente nerviosa.
    -Lo que padece Cable es una Enteritis Felina –respondí, al fin-. Algunos veterinarios le llaman "Moquillo Gatuno". Ahora hay una epidemia en la zona. He visto un caso ayer, y los síntomas que presenta su gato son los típicos en esta enfermedad.

    Ruiz hizo un esfuerzo, con objeto de alzar su grueso cuerpo del sillón; se acercó al gato y le pasó el dedo sobre la cabeza.

    -¿Puede curarlo? –me preguntó, de pronto. ¡Y muy calmado!
    -Haré todo lo que esté al alcance de la ciencia. Pero le informo que la tasa de mortalidad es alta.
    -¿Entonces mueren los gatos que padecen de esta enfermedad? –me preguntó, de nuevo.
    -Me temo que sí.
    -¡¿Y cómo es posible eso?! ¡Yo creía que los veterinarios tenían antibióticos maravillosos! –de nuevo volvió a irritarse.
    -Es que esto es un virus. Y los virus resisten los antibióticos.
    -¡¿Qué va a hacer entonces?!
    -Empezar ahora mismo con un tratamiento –contesté.

    Inmediatamente después, inyecté a Cable una solución electrolítica, para combatir la deshidratación; una dosis de penicilina, para matar bacterias intrusas; y un sedante, para controlar los vómitos. Pero sabía que todo eso era algo paliativo. No había tenido suerte con la enteritis, y la epidemia era fuerte. Además, en esa época no había medicamentos para curar ese tipo de enfermedad. 

    Visitaba al gato casi todas las tardes y solo con verlo me hacía sentirme infeliz. Siempre se hallaba encogido, junto al plato de leche, o hecho ovillo en su cesto. No se le veía interés por el mundo exterior. Cuando le inyectaba, era como introducir la aguja en algo sin vida. La tarde del cuarto día, vi que se iba. Pedí a Cielo que esto no ocurriese.

    -Vendré mañana -le dije. Ruiz asintió en silencio. Nunca, ante mí, mostró emoción alguna a lo largo de la enfermedad de su gato. Era de esa clase de hombres de una inexpresividad exasperante, incluso más allá de lo anormal.

    En mi siguiente visita, cuando entré en el cobertizo vi la misma escena de los últimos días: un hombre en estado inexpresivo y un gato hecho ovillo sobre un cesto.

    Cable permanecía quieto, demasiado quieto y, al acercarme vi, con un sentimiento de fatalidad, que no respiraba. Le puse el estetoscopio sobre el corazón y alcé la cabeza.

    -Ha muerto –informé a Ruiz, quien no cambió de expresión. Solo se inclinó y pasó el dedo por la cabeza de su gato. 

    Se dirigió a su escritorio y se sentó en su sillón. Pero, de pronto, se cubrió la cara con las manos. Lo vi, impotente, mientras sus hombros se movían y lágrimas caían sobre la mesa. Se quedó así durante unos minutos.

    -Era mi único amigo –dijo, de pronto, levantando la cabeza.

    Resultaba difícil hallar en ese momento una palabra consoladora. Y más tratándose de un hombre así y en una situación así. Se levantó de nuevo y me miró, con gesto de desafío. Me dijo:

    -¡Imagino lo que está pensando: "he aquí a Ruiz, un hombre fuerte y duro llorando por un gato!" ¡Qué gracia! ¡Seguro que cuando salga de mi oficina, se reirá de mí y se lo contará a todo el mundo!

    Estaba Ruiz convencido de que lo que creía un gesto de debilidad rebajaría mi opinión acerca de él. Pero se equivocaba. Me agradaba desde entonces. De hecho, iba a menudo por su oficina, solo para saludarlo, y a veces examinaba a alguna de sus yeguas o alguno de sus caballos. Y gratis.

    La muerte de Cable transformó para bien el carácter de Ruiz. Con el paso del tiempo, toda la comarca se iba dando cuenta de la metamorfosis experimentada en aquel hombre.

    ¿Cuánto poder de persuasión tienen los animales domésticos que acaban por domar a personas como Ruiz? ¿Por qué aún hay gente que no sabe o no quiere ver el cariño, la fidelidad, la compañía y la ayuda que estos animales nos proporcionan? ¿Cuándo se va a extinguir, de una vez para siempre, la desaprensión contra los animales domésticos?




    Antonio Chávez López
    Sevilla abril 2022


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