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La LISTA 6ª edición (Fuera de concurso) La capea en las fiestas del pueblo

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado marzo 2022 en El oficio de escribir


La capea en las fiestas del pueblo

Después de salir de la casa del juez me encaminé hacia las afueras del pueblo. Dejé atrás a su Señoría un pozo abierto de odio y rencor, como un forúnculo. Anochecía ya. El aire yacía en la rubia doncellez de los trigos, gorgojeantes aún del último resplandor del sol.

Dejé la carretera y me metí en un estrecho camino entre trigales. Las espigas, pesadas y dulces, como senos, me acariciaban las piernas. Pasé mi mano derecha sobre la áspera piel joven, y miré la gran ubre caliente de la noche, goteada de estrellas. Disipando se iba mi desconcierto, pero estaba contrariado por la trifulca ocurrida esa tarde en la casa del juez.

Seguía caminando en la oscuridad, espolvoreado de luz lunar, que quedaba entre mis dedos como el polvo de talco. Crucé el cauce de la ría, medio seca ya. Podía escucharse los cantos respingantes de las ranas, de los grillos, y de todo bicho cantarín que solfeaba por aquel lugar.

Iba caminando acariciado de espigas y arañado de rastrojos. Me sobrepuse y solo reinaba en mí una calidez que transpiraba de los poros de la noche. No pensaba, solo flotaba desarraigado de todo. La noche me iba sorbiendo y me iba respirando en sus pulmones, aturdido de estrellas y saturado de la arcilla del mundo.

Ignoro cuánto duró aquello, solamente sé que anduve durante horas y que me devolvía a la realidad un río de pezuñas que golpeaba la tersa piel de la noche, como un tambor. Alguien gritó, de pronto: "¡eh!". Por un instante dudé si era a mí o al río de pesuñas que arrastraba objetos puntiagudos; iba en busca del agua desperdigada. Blancos cuernos afilados por la muerte rasgaban la seda del aire, y sus tiras caían sobre sus húmedos flancos. Mugía una vaca, y la noche, de repente, se hacía más negra. "¡¿Quién va?!". El amo de la voz me reconocía: "¡pero si es el doctor Alex". Lo saludé alzando la mano. "¡Hola, doctor! ¡¿Qué?! ¡Ah, las reses! ¡Sí son para la capea! ¡Ocho en total! ¡Seis vacas y dos cabestros! ¡Adiós, doctor! ¡Ya nos veremos por el pueblo!". Y se fue alejando trotando tras las vacas, que dejaban en el ambiente un olor a heno, a establo, embistiendo a la oscuridad, excitadas por la presencia de los caballos, pero apaciguadas por la cercanía de los cabestros, de ligeras patas, de escurridas pelvis, de escasas vergas.

Detrás iba como un centenar de personas, y todas ellas armadas de palos. Me acerqué. Hablaban nerviosas: "¡la vaca negra, la vaca roja, la vaca e las cuernos así, la vaca de las cuernos asao!". Levantaban sus palos, borrachas de entusiasmo, como si ya tuvieran a los bovinos bajo el azote de su brutalidad.

Poco después era yo uno más del grupo durante el trayecto. Y entonces pensé en la maestra Lola. Cercana mugía, de pronto, una vaca, causándome dejar mis pensamientos y haciéndome caer en el sopor del nombre Lola a la vez que aturdiéndome la resonancia que las cuatro letras de Lola dejaban en mí, como el avaro que cuenta sus monedas haciéndolas retiñir sobre una plancha de mármol.

Hombres, mujeres, mozos, mozas y hasta niños y ancianos habían salido a recibir al grupo y no pensaban acostarse. Corrían hacia la puerta del corral, en el que encerraban a las vacas. El corral daba a una calle de detrás de la mía y los chillidos me llegaban como un despertador. Les tiraban piedras, las hostigaban con palos, y las infelices vacas mugían, amenazadoras, con unos quejidos casi humanos.

Dormí de un tirón esa noche, sin que me turbaran remordimientos. No podía arrepentirme de amar. Solo tenía que seguir mi camino. Ya no me importaba el pasado de Lola. Después de mi insinuación en esa tarde, la gente pensaría en lo peor. Solo tenía que seguir. ¿Cómo? No había trazado ningún plan y me abandoné en los brazos de Morfeo.

A la mañana siguiente me levanté al alba. Me asomé a la calle desde la ventana de mi dormitorio. Las mujeres llenaban los balcones, apiñadas, cual granos de uva, y los hombres estaban en la calle blandiendo palos. Hablaban ensordecedoramente, pero cambiaban a un cuchicheo premioso tan pronto me veían. Pensé que ya habrían empezado a ensuciar con sus babas el nombre de Lola. Pero no duraban las miradas: "¡eh, vaca!", gritó uno, y todos los ojos se apartaban de mí, llenas las bocas de palabras y sonrisas nerviosas. Estaban alegres, y hasta el alcalde y sus hermanos, de tan deplorables recuerdos para mí, me saludaban mano en alto con una sonrisa irónica en los labios. No les correspondí. Opté por desviar la mirada.

A las ocho, la expectación llenaba la calle, como una inundación, y así de tumultuosa. Iba desde el corral hasta la plaza. Un hombre hablaba con el alguacil. "¡Ya salen!" Gritó de pronto un "listillo", y echaban a correr los demás. Pero regresaban de vuelta de sus miedos, mostrando una mirada azorada, a la vez que recriminatoria hacia aquel "listillo".

Llegaban el médico forense Ruiz y el secretario del Ayuntamiento Juan, que éste me saludó levantando la mano, con aire de reprensión, pero Ruiz me miró largamente, con ojos escudriñadores, que sentía como manos palpándome.

Empezaban a hablar, nerviosos, con el alcalde, y los tres juntos se iban hacia la plaza, moviendo las manos en el aire, como marionetas. De pronto el párroco, de tan peculiar idiosincrasia, aparecía y se unía a ellos antes de que llegasen a su destino. Doblaban la esquina y volvían acompañados de un individuo rechoncho, con zahones y sombrero cordobés, mugrientos. "¡El vaquero!", gritó uno, y todos los demás empezaron a correr hacia los soportales.

-sigue-


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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Las mujeres se agolpaban en los balcones como apretando el racimo, destilando el zumo de la emoción. Las vacas mugían. El vaquero les hablaba y atendían las palabras amigas. Dos mozos empezaban a tirar del carro que taponaba la entrada del corral, para dejar un hueco por donde el ganado salir. "¡Una, todas!". Decenas de bocas gritaban, y las vacas, resabiadas, miraban recelosas la puerta. "¡Ja, vaca!". Gritaban desde lo alto de los carros. Pero las reses tiraban derrotes y ellos retrocedían. Les tiraban de todo, al mismo tiempo que golpeaban con sus palos los adrales del carro. Un osado zagal se acercaba hasta el hueco de la salida y las citaba con una sucia y ajada capa roja. Algún otro llevaba en sus manos una capa igual: eran los maletillas del pueblo.

    De pronto se arrancaba una vaca de bella estampa, de gran tronío. Tenía el pelo castaño; "la Roja", había sido bautizada. Uno de los maletillas se refugiaba en el carro, sin correr, pero pálido. La gente que se había bajado de las rejas de los soportales, enloquecida, galopaba pisándose unos a otros. Las mujeres llamaban a sus hijos, a sus esposos. "La Roja" salía de estampía con majeza, lanzando al aire su bien armada testa. Bello animal. Se llevaba consigo todo el Sol de la tarde. Y los aplausos. Avanzaba al trote, reluciente como una ascua; lanzaba jubilosas cornadas contra las rejas, en las que se apiñaban los medrosos; como si quisiera jugar con ellos. Pero resbalaba y, abierta de patas, a punto estaba de caer. Se incorporaba y parecía sonreír, abriendo sus grandes ojos, rebosantes de nobleza.

    Los hombres, ya recuperados del susto y seguros en sus refugios, gritaban, y gritaban con fuerza las mujeres y los niños. "La Roja" se volvía a un lado y a otro, aturdida entre las dos paredes humanas. Los más cercanos, descargaban palos contra ella, con toda la fuerza que le permitían sus brazos; "La Roja" retrocedía enfurecida y, plantada en medio de la calle, bajaba su resollante nariz; el sudor corría en su cuello. Escarbaba la tierral la cual levantaba el polvo de su furia; embestía a todos los engaño la citaban, multiplicaba generosa las embestidas, se arrancaba esquirlas de las astas en los barrotes y soportaba impávida una lluvia de palos. Algunos mozos empezaban a bajar de nuevo de lo alto de las rejas y se asomaban a los quicios. Los más atrevidos se ponían en medio. "La Roja" corría hacia ellos, causando que la masa humana trepase, como una marea, mientras los que se iban quedando atrás descendían a su vez. Producía una extraña sensación aquel vaivén de la multitud, que culebreaba con ondas de pánicos y atrevimientos medrosos al paso de la vaca, que aburrida de los desmaños, entraba en el coso y correteaba por él.

    Alejado por el momento el peligro, uno empezaba a llamar a las otras vaca, que con los cabestros salían, y en ese momento sucedía un espectáculo bochornoso: los que se iban poniendo a salvo, después de cruzar sobre el ganado, corrían detrás soltando garrotazos limpios de la forma más salvaje que se pueda concebir. Las vacas, doloridas, buscaban a los cabestros, quejándose bajo la lluvia de castigo. Pasaban una y otra vez, arriba y abajo y en medio del túnel de los palos implacables. Nunca se paraba una vaca a plantar cara. El terror aventaba a los crueles, como a un puñado de ratas, que regresaban pronto con una procacidad indescriptible. Los flancos de las vacas se estremecían. Esos flancos que tiempo atrás habían recibido caricias de las pezuñas de sus hijos, los erales. Me dolía la escena: las bravas y nobles vacas atacadas por una jauría de perros cobardes. Como yo.

    Una hora duraba la salvajada. "La Roja" salía del coso y caía, se levantaba de nuevo, bajo el terrible vapuleo arrastrando los cuartos traseros, volvía a caer y mugía lastimeramente Quizá pensaba en la llanura en que pacía, en el arroyo en que hundía su belfo para beber su agua; en el olivar, redondo de sombra, rumiando su hierba; en el fecundo empujón de su toro, que la dejaba erizada de ternura y curvada con la fuerza de la maternidad. Ya no se quejaba. Las otras vacas llegaban, y los verdugos de "la Roja" empezaban a correr.

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    Cuando se cruzaban con "la Roja" la miraban largamente, con aire de venganza. "La Roja" seguía mugiendo, pero hacía un último e inútil intento por levantarse "¡Matar a esa vaca de una puta vez, ¿no veis que está sufriendo?!" Gritaba, de pronto, el forense Ruiz. No le hacían caso, pero cundía la novedad del grito y encerraban en la plaza a las otras vacas. Los verdugos de "la Roja" se le acercaban y le daban un golpe más, como de despedida. ¡¿Queréis dejarla ya, joder?!", gritaba de nuevo Ruiz, abriéndose paso hacia donde estaba el pobre animal. Uno le tocaba los cuernos y "la Roja" movía de un lado a otro la testa y lo aventaba como a mosca. La calle se iba llenando de mugidos lastimeros y adquiriendo el color de la angustia. 

    Llegaban el alcalde, el veterinario y el vaquero. El veterinario comenzaba a examinar a "la Roja", que volvía la testa; conocía las mano que la tocaban. "¡Sujetarla!", decía autoritario el alcalde. El veterinario respondía un conciso "no", pero dos hastiales se echaban sobre ella, cogiéndola de los cuernos; "la Roja" los zarandeaba. Otros dos, lo mismo de bestias, se unían, y entre los cuatro le aplastaban la testa con los pies. Resuellos de la nariz del animal levantaba el polvo, y sus labios, oprimidos contra el suelo, dejaban escapar unos mugidos sofocados. Y tiernos también, ahora que su médico estaba a su lado.

    ¿Por qué la sujetaban? No hacían daño, solo miraba con ojos de gratitud. El veterinario miraba al alcalde, sin entender "las razones apremiantes" que exponía: "¡me cuesta mil duros si se mata!". El veterinario le decía que había que curar a la vaca, pero el alcalde no le echaba cuenta y se daba media vuelta. El veterinario seguía insistiendo, hasta que, al final, declinaba frente a la primera autoridad local.

    Y mientras, la gente de la plaza a su aire: "¡otroo toooro, señor alcaaaalde!". El cabecilla alzaba la cabeza y miraba con gravedad cómica, como si él fuera el único que tenía un sentido de la responsabilidad. El vaquero quería terciar. "¡Basta ya!", gritaba el alcalde y, fusilándole con los ojos, le dijo: "¡podías haberme traído un ganado más resistente!".

    De pronto aparecía un hermano del alcalde, que le decía algo a sovoz señalando la vaca. "¡Matarla!". Decidía el alcalde, excitado por la seguridad de su propia importancia.

    Y a todo esto, aquellos cuatro hastiales seguían empujando la testa de "la Roja" contra el suelo, sin importarles el dolor. Como si la crueldad fuera una carga ligera de llevar. "¡Soltarla!", gritaba el hermano del alcalde, empuñando un cuchillo. "La Roja" movía la testa. Sin fuerza y medio muerta intentaba apuntillarla. El arma cruzaba el aire, una, dos, tres veces, rajando el silencio de la calle. La luz destellaba, herida, en el resplandor del cuchillo. Y. de pronto, "la Roja" dejaba de mugir y sacudía la testa en cada cuchillazo. Y fundido el relé de la voluntad, la sangre brotaba, negra. Podía oírse un siseo, como de no saciados. Ruiz intervenía de nuevo, se iba hacia el hermano del alcalde y lo zarandeaba, pero éste le plantaba cara, agresivo: rojos el puño y el acero.

    Pasados unos minutos aparecía el matarife, provisto de una puntilla: atenazaba con una mano experta las astas, alzaba el puñal, y con la otra mano le daba el puyazo mortal. "La Roja" caía de golpe, como si todo el universo cayese sobre ella. Y no sabía por qué, pero en ese momento pensaba en Lola, sobresaltado y angustiado.

    Después de almorzar, Ruiz y el secretario del ayuntamiento, Juan vinieron a buscarme. No había acabado yo aún de vestirme. Ruiz me preguntó: 

    -¿Todavía estamos así? Las señoras esperan, y la capea empieza a las cuatro en punto. Aunque eso de "en punto" no se lleva a rajatabla en este pueblo –me miró y sonrió, como buscando mi reacción.
    -Seguro que te van a gustar los burladeros que han improvisado –agregó, por decir algo, al no obtener respuesta alguna.

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    Ni mu al incidente de la tarde del día anterior, como queriendo ignorarlo, como si lo quisiera olvidar. Y de la capea, hablaba atropelladamente, y más aún Juan.

    -¿Se puede saber qué es lo que te propones? -quería saber Ruiz, aprovechando que podíamos hablar, sin que nos escuchase Juan.

    -Salvarme –respondí.
    -¿Por los procedimientos de ayer? 
    -Por los procedimientos que sean. 
    -Supongo… -me miró largamente, a la vez que que empezó a mover la cabeza- …que hacer que reflexione un loco es una locura. 
    -Y supones bien –le devolví la mirada, largamente.

    Y esto fue todo lo que hablamos en esa ocasión.

    A las cuatro llegamos los tres a la casa del juez. Todos los balcones estaban llenos. La maestra Lola y el notario López se hallaban en el principal. Lola desvió la mirada, apenas me crucé con sus ojos. Ruiz, Juan y yo permanecimos en la parte de abajo, en el vano de la puerta de la entrada y la salida. En todas las salidas de escape habían clavado palos a unos treinta y cinco centímetros unos de otros, entre los que sería fácil escurrirse si se presentaba una situación de peligro.

    A las cuatro y cinco empezó la capea. Habían metido a las vacas en un callejón, que se abría hacia la plaza y al que habían puesto un vallado con una puerta metálica. En cada entrada había un burladero, igual que el nuestro. Varios sacos de arena taponaban los escapes. Iguales burladeros habían colocado en los lugares más estratégicos, con idea de que pudieran servir de refugio en caso de necesidad. Muchas personas se apiñaban en el tenderete, y tanto los balcones como el tendidos crujían bajo el peso de una masa humana multitudinaria.

    El Sol prensaba el recinto como barra de fuego cuadrangular, que escapaba derretida en los callejones y se solidificaba en los soportales a la sombra. El alcalde miró al vaquero, y la primera vaca salía al coso. Se producía una desbandada general. La vaca embestía al estremecimiento que los cuernos dejaban en el aire. Las madres gritaban al susto, y los hijos rompían a llorar. La vaca se quedaba en la arena: caliente de Sol y blanca de luz. La citaban desde un carro, y ella corneaba las ruedas, dejando en los radios un expectante rodar de ruleta. Y la citaban desde las rejas, al amparo de las columnas, y a todo acudía sobrada de furia y sonora de fuerza. Trotaba en los soportales y abría al generoso río de su bravura un margen de pánico, abanicada por el aire de los engaños, herida de palos y lanzando a derecha e izquierda el agrio son de sus cuernos. De pronto, sorprendía a un grupo, que se apretujaba mientras estaba entrando a un burladero. Derribaba a uno con el costado, sin herirle y sin pararse en su carrera; caras blancas y gritos rojos ahogaban ese segundo de angustia. La resabiada vaca dejaba el cauce de los soportales y llevaba de nuevo el agua clara de su fuerza a la arena. 

    El compás de la audacia medía círculo cada vez más estrecho, el compás del miedo había inscrito su gran circunferencia de gruesa línea en el coso. Y todos gritaban al unísono: "¡eh, vaca!". Uno de los torerillos irrumpía en el coso y le daba un pase embarullado pero la vaca le quitaba el paño, lo perseguía y le propinaba un puntazo de risa en el trasero. Pero se cansaba de los capotes torpes y regresaba de nuevo al jolgorio de los soportales, lanzando a un lado y a otro sus cuernos, como jugando con ellos.

    De repente, Ruiz y Juan decidían tomar parte activa en la capea: Ruiz, con un valor, entre temerario y prudente, y Juan, con su aturdimiento normal. Desde un balcón, sus esposas, con ojos humedecidos, los perseguían con ruegos. Pero ellos sonreían con un desplante juguetón de macho, enardecidos por la solicitud de las hembras. También yo quería dar al menos un pase. Giré la cabeza hacia donde se encontraba Lola.

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    "¿No sufres por mí, después del daño que me has causado?" Me dije para mis adentros y comencé a ponerme triste. Mientras, la vaca trotaba derrochando nobleza contra cientos de sombras engañosas, limpios de muerte los cuernos.

    ¿Y qué conseguía que con hundirlos en unas entrañas? ¿Y qué yo que con corriendo tras las oscuras chaquetas de los que me habían hecho daño? ¿Qué con cogiendo la vida de Lola por la cintura? Lola había puesto buenos momentos en mi vida, pero con la gracia fraudulenta de un capote, llevándome en pos de sí con un redondo de verónicas. Pero no se me iba a escapar. La amaba, aun desgarrada. Como el toro debe amar al torero luego de una cogida. Pero la amaba tanto que su ternura me daba largas toreras.

    Más de media hora permanecía trotando la vaca por los soportales, hasta que acababa por caer, rota de fatiga. Y algunos, como con "la Roja" la acosaban a palos. Se levantaba mugiendo, pero volvía a caer. Y la gente: "¡otroo tooro, señoor alcaalde!". "¡otrooo tooro, señooor alcaalde!". 

    El trencilla miraba de nuevo al vaquero, y enseguida empezaban a entrar los cabestros al coso, que se llevaban a la vaca tras sí. Las restantes aguardaban en el callejón.

    Y salía la última vaca. El Sol citaba con su capote torero al último toro de la noche, que tiraba derrotes con los cuernos del Menguante. Era una vaca nerviosa, recién parida, con afiladas defensas, pero floja de patas. Tan pronto salía, se echaba; no quería colaborar. La gente miraba el balcón principal: "¡otrooo torooo, seeñoooor aalcaalaadee!". El alcalde dudaba, y Ruiz, Juan y yo nos fuimos hacia los muchachos que paleaban a la vaca caída. Tuvimos que refugiarnos en un burladero próximo porque la vaca recibía a la defensiva. Se levantaba, pero volvía a caer…

    "¡Cabestros!". Parecía que el alcalde decidía prolongar la fiesta, y la sobrera aparecía. Ruiz y yo nos quitamos de en medio, pero Juan, dispuesto estaba para dar unos pases. "¡No, que has bebido!", le gritaba su esposa. La vaca se giraba en el momento en que se levantaba la otra. Un denso silencio de angustia caía sobre la plaza taponando las bocas. La vaca se detenía y el silencio se transformaba en un suspiro. Juan volvía la cabeza y, al ver el nuevo peligro que lo acechaba, tiró el engaño y echó a correr. Un metro apenas. El suspiro reventó en dolor. La vaca que había arrancado lo prendía del muslo y lo lanzaba al aire, cayendo estrepitosamente al suelo. Intentaba levantarse, pero lo que hacía era ofrecerse por segunda vez a otra embestida. Me hallaba a escasa distancia, pero no me explicaba cómo había ocurrido todo eso. 

    "Amar es un deseo de morir en otro. Lola no tendrá que odiarme. Sé feliz. Yo descansaré en la muerte, y libres y liberados los dos: tú, con tu vida estrecha; y yo, con mi ancha muerte", pensé de nuevo

    Me fui hacia donde estaba la vaca y la desvié. Mientras miraba cómo se llevaban a Juan, la vaca me golpeaba y me daba un cornalón en un muslo. Lola no dejaba de mirarme. Me levantaba aturdido. Los ojos de Lola seguían mirándome. Dos mozos, que aparecían de pronto me palpaban y hablaban. No los entendía y quería detenerlos, pero, finalmente, me llevaban en volandas.

    Todo se había puesto oscuro, pero en los ojos de Lola había luz. Llegó Ruiz y me dijo "Alex, tienes sangre en un muslo". "No es nada", respondí a la vez que me levanté y me acogí, de la mano de Ruiz, en un burladero. Lola parecía disfrutar. "¿Me odias hasta esos extremos?, tendrías que amarme como yo a ti para borrar tus miradas de mis recuerdos; como yo que, por amarte, busqué el toro de la muerte", me dije para mi interior.

    -¿Cómo se encuentra Juan? –le pregunté a Ruiz.
    -Aún no lo sé –respondió. 

    Pero en ese momento cuatro mozos lo subían con dificultad por la escalera de la casa del juez. Amarilla de muerte y negra de suciedad llevaba la cara.

    "¡Querías que en lugar de Juan fuese yo! Pensé por enésima vez. ¡Fuera ya titubeos! Lola tenía que amarme, que borrar con sus besos mi dolor; sus besos cortarían la amarra del pasado. Nada iba a recordar desde entonces. Mi vida empezaría en la línea de sus labios, y nada en el ayer. Si tenía fuerza para odiar, la tendrá para amar. Como yo la odiaba con un amor implacable. Del amor al odio sólo hay un paso, y esa frase tiene peso.

    -sigue y termina en página siguiente-

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Desde lo más alto de las escaleras se oía a Antonia llorar. En su cara, blanca de terror, había desaparecido el color. Toda su vida se había metido en su vientre. Parecía haberse quedado sin sangre. Los ojos de Lola, en cambio, estaban secos.

    "Piedad para todos, para mí nada. La crueldad se emplea con más dureza en quien ama. En las madres no".

    Dejaron a Juan sobre la cama del dormitorio del juez.

    -Salid todos. Tú también, Antonia -ordenó el médico forense Ruiz.

    Antonia miró largamente a Ruiz.

    -De acuerdo. Quédate.

    Y nos quedamos en el dormitorio del juez los tres. La noche entraba por la ventana. En el horizonte se iban consumiendo las últimas ascuas del Poniente.

    Ruiz rajó lentamente los pantalones de Juan, dejando la herida al descubierto. Se podía ver un profundo agujero en la cara anterior de uno de los muslos. Me miró, y el terror agolpó la noche en el cuarto.

    -Enciende la luz –me dijo Ruiz.

    Me volví y pulsé el conmutador. Y la noche escapaba como un animal, dejando el cuarto estremecido. En la planta inferior podía oírse un lamento: era el llanto inconsolable del hijo pequeño de Juan. "¡Papaíto!". Besos y pechos consolaban al niño. Se oía lejana a la gente, ajena a la tragedia: "¡otroooo toooor, señooor alcaaaalde!".

    De pronto, la esposa del juez entraba a la habitación.

    -He puesto… ¡oh! –apartataba la vista- …agua a hervir –terminaba lo que iba a decir, sobrecogida.

    -¿No han traído aún mi maletín? –le preguntó Ruiz. 
    -No –respondió. Pero justo en ese momento, una mujer llamó y entró en el dormitorio, portando un maletín.

    Ruiz me hizo una seña significativa, y apresuradamente preparé todo el instrumental.

    -¿Qué te parece? -me hablaba Ruiz en voz baja.
    -Mal. Lo mejor es taponar, y llevarlo urgente al hospital "Virgen del Rocío" –respondí, en el mismo tono.
    -Pero no resistirá. Son casi tres horas de viaje.
    -Pero tenemos que intentarlo.
    -¿Qué ocurre? –preguntó Antonia, la esposa de Juan, a Ruiz,
    -Todo va bien. Pero es mejor que esperes fuera.

    Y de nuevo se quedó. 

    Me asomé a la puerta y llamé al juez.

    -¿Grave? –me preguntó.
    -Sí. Que traigan un coche. Hay que llevarlo a Sevilla.

    Ruiz y yo actuamos rápidos, pero la sangre salía a borbotones. Y en ella quizá galopaba la muerte, lejos del alcance de nuestros medios.

    A los cinco minutos se asomaron a la puerta.

    -El coche espera –dijo el juez.

    El coche era negro. Negros nos vimos Ruiz y yo para llevar a Juan hasta el coche a través de los negros, desiguales y peligrosos peldaños. La sangre brotaba, negra. Negro se presagiaba el viaje hasta Sevilla. La esperanza de vida de Juan se me antojaba negra. De rubia borrachera, a negra resaca. Las negras vacas mugían justicieras. De cirios negros, la noche negra se engalonaba. Negro me tenían ya aquellos... "¡ootrooooo toooorooo, seeeeeñooooeer alcaaaaldeeeee!".

    Antonia y un hermano de Juan, que había venido al pueblo a pasar las fiestas, iban con Juan y el chófer en un mismo coche.

    Cuando el coche partió, Ruiz se me acercó y me dijo:

    -Al menos, hemos hecho todo lo posible
    -Así es… -respondí.
    -Pero ahora, menos ocupados ya, déjame que le eche un vistazo a tu herida. Has perdido mucha sangre, Alex.
    -Ya te dije que no era nada.
    -Déjame al menos que te ponga un anti-gangrena y un vendaje.
    -Ya me lo pondré yo.

    Don Maximino, el cura párroco del pueblo, cómo no, apareció y se me acercó. Quería saber cómo seguía el herido. Le informé. Pero yo no pensaba ya en él. Lola estaba allí, perdida entre las confusiones y las voces. Me fui hacia ella.

    -Es necesario que hablemos –le dije.
    -No tenemos nada que hablar –dijo y se giró y empezó a caminar. La cogí del brazo.
    -Tenemos que hablar más de lo que tú piensas –añadí.
    -Y además ahora… –agregó.
    -¿Y cuándo mejor? Con todos estos horrores. Supongo que no te espantarán.
    -¿Qué es lo que quieres decir?
    -Nada. Vamos.
    -No, no iré.
    -Sí vendrás –la miré, furioso.

    Me devolvió la mirada, sumisa. Y temerosa también, respondió:

    -De acuerdo.

    No sabía qué la inclinaba a decidirse, si mi furiosa mirada y mi tono enérgico, o el deseo de zanjar, de una vez por todas, nuestros asuntos. Y como los ánimos habían caído bajo mínimos, después de todo lo variopinto ocurrido en aquella odiosa tarde, nadie se dio cuenta de que salíamos de la casa del juez.





    Antonio Chávez López
    Sevilla marzo 2022
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