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Así empieza mi libro "Atormentado"

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Así empieza mi libro "Atormentado"

No he sido un hombre feliz, es que ni siquiera he llegado a saber concretamente en qué consiste la felicidad. A lo largo de mi vida he tenido la ocasión de conocer a gente de diversos pelajes y he podido comprobar que el bienestar moral puede aglutinarse en torno a las cosas más inverosímiles y contradictorias. Infinitos son los cebos que el hombre se pone para cazar esa utopía de la felicidad. A mí, siempre me han parecido artilugios con que nos pescamos nosotros mismos, de una forma ingenua, incansable, agotadora, como el ratón queriendo atrapar al gato. Al menos, yo siempre me he sentido con la sensación de estar luchando contra fuerzas invencibles.

He sido un hombre de pasiones bien delimitadas: he amado y he odiado con todas mis fuerzas. Pero no creo que ninguna de estas cosas puedan ser venero de satisfacciones; en el amor me ha faltado generosidad, y en el odio, consecuencia.

Un compañero de mi Facultad, de nacionalidad italiana, decía de mí que yo era un retrógrado. Y tenía razón. Soy un hombre de pasiones primarias, por tanto no haré recaer sobre nadie la culpa de mis descalabros. Yo mismo me los he ido labrando. El título de doctor en Medicina, que ostento, y la extensa cultura, a juicio de algunos, que he podido aunar, apenas si han influido en mí. A pesar de todos esos postizos intelectuales, sigo siendo un cavernícola.

No obstante mi atavismo, y quizás, precisamente, a causa de él, no deja de haber en mí un cierto margen de nobleza y posibilidades. Soy bruto, pero no malo. He bordeado el ámbito de una existencia mejor, acaso feliz. En estos últimos años he llevado una vida loable, pero me han traído a ella los remordimientos y la impotencia. El rasgo se empequeñece a mis ojos y no puedo verme sino como lo que soy: un infeliz y un cobarde.

Es curioso comprobar la opinión que merecemos a algunas personas. En este hospital hay un practicante que tiene de mí un concepto tan elevado que me da risa. Del hecho de que haya dedicado las últimas velas de mi vida en cuidar a los enfermos infecciosos, saca las más peregrinas conclusiones.

-¿Pero no ve usted que esto que hago no es más que una forma de suicidio? -le dije, en una ocasión.

Me miró, incrédulo, y alzó hacia el cielo sus manos trémulas. Debía pensar que estaba riéndome de él o que hacía gala de una falsa modestia. Pero se equivocaba. No tengo nada de qué vanagloriarme. En realidad, todo lo que hacen los hombres es tan insignificante y mezquino que la vanidad solo puede alojarse en la mollera de un inconsciente o un necio. Repugna ver las de maniobras extrañas que son capaces de hacer algunas personas para dar a entender que las cosas que hacen o dicen son normales, cuando ellas saben que no lo son.

Apenas si llevo escrito un folio y observo lo difícil que resulta hablar de uno mismo. Creo que los hombres adoptan frente a sus avatares una de estas dos actitudes: o aligeran el fardo de sus culpas, pasando a pies puntillas, cándidamente, sobre sus peripecias, con un cierto determinismo cómico, o se vuelcan en sus errores con torpe complacencia. Y en una y en otra, disfrazados de cordero o haciendo trofeo de sus miserias parecen llevar oculto, bajo el faldellín de su conciencia, como un denominador común, el anatema bíblico Vanitas Vanitatis. Siempre he sido sincero y ahora también, pero la sinceridad solo me ha granjeado fama de bruto. Lo que en realidad soy: un hombre con cierta cultura, pero que prescinde de toda influencia libresca cuando rebosa en él o cuando acude al fondo primitivo de los sentimientos. Aparte de todo eso me han acusado de impúdico. Y con razón. Nunca he comulgado con los prejuicios con los que se disfraza la humanidad. ¡Los detesto! En ellos naufraga todo impulso noble y se quiebra, empequeñece y afemina todo gesto viril. Siempre me he mostrado desnudo y, por eso, vulnerable, a merced del primer mercachifle de la cortesía y de las buenas formas que se presenta.

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Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    El practicante, que se llama Félix, dice que soy "todo temperamento; demasiada pasión para nuestra época". Y un colega del hospital confesó que Félix dice de mí que, en otro siglo, podía haber sido un puntal de la iglesia: un San Ignacio de Loyola o un San Agustín. ¡Tiene gracia! Si hubiera dicho un Barbarroja habría estado más cerca de la verdad. Yo me siento con mejor predisposición para bandolero que santo. Y lo digo sin jactancia, porque ya quedan lejanas las vanidades peyorativas de los veinte años y a estas alturas resulta desalentador llegar a conclusiones tan poco halagüeñas

    Félix es un hombre vulgar: bajito, calvo, delgado, desdentado… Ignoro su edad, que debe frisar en los setenta. Pero aun su baja estatura y a lo encanijado que está, desarrolla una actividad pasmosa: se mueve en el hospital como un zarandillo: sube y baja y está a la vez en todas partes. Todos los colegas decimos de él que parece que tiene el don de la obicuidad.

    Todavía no lo conozco del todo; tan pronto me sorprende con algo absurdo, como con un buen sentido "sanchopancesco". A veces se muestra ingenuo y candoroso, como un niño, y otras, agudo y perspicaz. Los años aún no han empañado el brillo en sus ojos, se mueven con extraordinaria viveza o se acurrucan en las cuencas, sumidos como puntos fulgentes. La bondad de este buen anciano es inefable, y creo que el rasgo más saliente de su carácter es la modestia. Lo vemos sobresalir entre nosotros, a fuerza de querer ser, de sentirse insignificante.

    Nunca había conocido antes a nadie que reúna sus virtudes. Durante meses he hablado a diario con él y lo he sentido a mi lado como una sombra, como algo útil, más que como una persona. Me ha costado comprender que había depositado en él mi poco caudal de afecto, los rescoldos que quedaron de aquel incendio voraz, del deseo que un día me acometió de darme íntegro. ¡Sí, de darme íntegro! Y eso que no soy altruista, tocante a mi intimidad.

    Ahora me alegra saber cuáles son los sentimientos que albergo para con Félix. Se pone a mi lado, como un perrito fiel. Si quisiera, podría acariciarle. Me estremece pensar que, cuando muera, conservará mi recuerdo y llorará sobre mi tumba. Es un hombre muy religioso y no sé si habrá obrado milagro, pero creo que los santos debían ser como él. Cuando entra en mi cuarto y veo su figura ridícula y su cara de pajarito, sonrío pensando que el día de mañana puede estar en los altares. Y no es que me burle de él, al contrario, nadie, excepto mi madre, me ha inspirado tanto cariño y respeto. Pero me hace gracia el hecho de pensar que puede pasar de insignificante a intercesor del Dios imponente, Señor de los ejércitos y Juez inflexible. ¡Pobre Félix! ¡Y qué apuros iba a pasar!

    Hace ya medio siglo que presta sus servicios en este hospital y es feliz aquí, donde solo un consumado misionero vocacional podría serlo. Pero creo que su felicidad radica en el hecho de repartir su ternura entre estos pobres desgraciados. Es de una bondad dulce, no empalagosa.

    Aunque no soy vanidoso, ya lo dije antes, no puedo apartar de mi cabeza un sentimiento de petulante satisfacción al ver que me distingue con su afecto. Es que en Félix hay ese sentimiento maternal, de protección, que inclina a toda madre hacia el más díscolo de sus hijos. Su simple presencia me conmueve y me proporciona las escasas alegrías que he vivido en este, ¿sepulcro? Cuando se me acerca y pone sobre mi frente febril su mano sarmentosa, experimento un bienestar completo.

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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    A veces siento un deseo de preguntarle la causa de su venida a este hospital, pero no lo hago porque seguro que ya la ha olvidado, si es que ha habido alguna otra, aparte de su apertura de corazón.

    Pensando, no sé aún por qué me he puesto a escribir. Y debo reflexionar sobre esto. Sí, ¿por qué? Lo único que puedo decir es que hasta ahora me está siendo placentero. Es una experiencia interesante adentrarse en el terreno inédito del mundo interior y sorprender los ecos que dejaron en él las peripecias de la vida. Creo que los hombres viven hacia fuera y sienten terror frente a la introspección. Me he sentido mal en estos últimos días, pero mientras siga teniendo fuerza para continuar escribiendo, las horas transcurrirán con más rapidez. Empero, estoy seguro que debe haber un incentivo más poderoso que obliga a escribir estas, ¿memorias?, llamémoslas así, puesto que de alguna forma han de llamarse.

    Sí, yo he visto en una mujer una posibilidad de ser feliz. Pero por esa mujer he llegado a la situación en que ahora me hallo. No fue culpa suya. Yo destrocé el ídolo con mis manos. Quizás por eso es que me haya decidido a escribir, para justificarme. En realidad, no sé si lo que deseo es que me perdone. Aunque esto no le debe costar porque le era indiferente y nunca me amó. Es probable que ahora sea feliz. Pero esto es una cosa que no se la deseo.

    ¡Ojalá que no seas feliz, ¡ojalá que no!

    He permanecido varios días sin coger la pluma, y mil veces ha cruzado mi cabeza la idea de romper lo que llevo escrito. Me he sentido nervioso, insoportable, incluso he reñido ásperamente a Félix por no sé qué bobada. Mi médico temía que me iba a dar un nuevo acceso de fiebre, y yo también lo temía. Veo que intentan ocultarme mi gravedad, pero sé que no voy a vivir mucho más. Mi médico dice que para que pueda seguir viviendo es necesario que lo desee. Pues bien, ¡no lo deseo! Me hallo cansado, solo, triste, desamparado y de un tiempo a esta parte duermo con el deseo de no volver a despertar. En realidad, creo que el sueño de la muerte es el mejor regalo para una existencia así, como la mía.

    De nuevo he vuelto a escribir. Y ahora sé qué es lo que me obliga, por qué lo hago y para quién. He pensado en ello en estos últimos días. Debería estar avergonzado por los hechos que yo protagonicé, pero no lo estoy; defraudado y dolorido por su ineficacia, sí. 

    Quisiera que este escrito llegue a tu mano y que vuelva a raspar tu espíritu. No necesito que me perdones, no es tu perdón lo que necesito. Solamente hay algo que me enerva y me llena de dolor: tu olvido. Quiero vivir en ti como un remordimiento, y es por eso que deseo que me odies. ¡Sí, lo deseo un millón de veces!

    Dos cosas significativas han gravitado sobre mi vida con una fuerza inescrutable: la herencia de la sangre, y la amargura de una lucha desigual contra el medio en que me he desenvuelto.

    Mi abuelo materno nació, y vivió en su juventud y en parte de su adultez en Santander. Era un hombre con una fuerza tan grande como su brutalidad. Se ganaba la vida como peón. Pero no le gustaba trabajar. Era adicto al vino, a las mujeres y a las peleas de tabernas. Y los otros hombres le temían. A los treinta años se enamoró de una moza, que todavía no tenía los veinte. Pero su amor era agresivo. Ella le odiaba, y sus padres nunca habrían autorizado su boda. Pero él la acosaba con la procacidad de un sátiro. Los hermanos de ella, cuatro zagales más jóvenes que mi abuelo, un día le dieron una paliza hasta dejarlo herido. Esa noche se escondió detrás de un árbol y, cuando al alba salieron sus agresores para acudir a sus trabajos, entró a la casa y mató a la muchacha a puñaladas. Después, huyó al monte y de él a Francia. Anduvo romero y vagabundo durante dos lustros, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Trabajaba en las minas, en la construcción y en todo lo que le iba surgiendo para sobrevivir. A los cuarenta años, quebrantado por el rudo trabajo y por su vida de borrachera y crápula, tuvo la suerte de colocarse de portero en el Hotel París. Mi madre tenía una foto suya que yo miraba pasmado mientras era niño. Usaba entonces una barba larga, para tapar una herida que le cruzaba la cara, y unos enormes mostachos. Vestido con el uniforme del hotel, había en él algo de un general revolucionario. Al año se casó con una camarera del hotel, guapa y más joven que él, pero a menudo perdía la dignidad ante su marido.

    Pasados diez años del crimen, regresó a Santander. La noticia se propagó porque un mes antes de partir había escrito una carta a un "amigo", que la divulgó. Ni siquiera llegó a ver el pueblo. Los hermanos de la difunta lo abordaron en el camino y lo mataron a garrotazos limpios como a un perro. Decían por allí que el se defendía cual tigre hasta su último aliento. ¿Y de qué le sirvió?

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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Mi abuela materna era una mujer enfermiza, pero corajuda. Refería mi madre que ejercía un cierto dominio sobre su marido Era religiosa, y a su constancia y celo se debió que su hija entrase en un colegio de monjas, pese a las ideas anticlericales de su esposo. Murió tres años después de que mataran a mi abuelo.

    Contaba quince años mi madre cuando quedó huérfana. En el hotel le facilitaron un empleo, y al cabo de un tiempo conoció a un industrial catalán, que estaba en París con su esposa en viaje de negocios, y que se la llevaron a Barcelona para trabajar como institutriz de sus hijos. La primera impresión que nuestra nación dejó en el ánimo de mi madre fue que los españoles éramos todos de una misma catadura. Impresión, "muy a la francesa", que todavía hoy perdura.

    Mi madre se llamaba Josefa. En el pueblo le decían Franchuti, por el acento. Ése apodo me sonaba más que el diminutivo Fefi que le puso mi padre, que como él era marinero y paraba poco en nuestra casa, tenía la posibilidad de escuchar nombrarla más de la otra forma. 

    Falleció cuando yo tenía ocho años. La consumió la miseria del hogar y la nostalgia del marido ausente casi todo el tiempo. Me quedan, pues, pocos recuerdos de ella, que son los únicos retazos risueños que la vida me ha dejado. Era alta, guapa, elegante y con clase, además de que tenía una bonita voz. En el colegio de París había adquirido algunos conocimientos, de dudosa utilidad, pero que le servían de refinamiento. Sabía dibujar a la acuarela y al óleo, tocaba el piano y el violín, hablaba y escribía perfectamente el francés, y manejaba un amplio vocabulario del inglés.

    Me contaba cosas de su infancia. Sobre todo del clima exquisito del colegio francés, al que asistió en su niñez y parte de su adolescencia. Su tono era nostálgico, pero nunca se quejaba. Amaba apasionadamente a su marido y todas sus calaveradas debían antojársele soportables.

    El matrimonio catalán se portaba bien con ella, pero como hacía todo lo posible por impedir que se casase con mi padre, no siguió manteniendo relación con ninguno de los cónyuges.

    Mis abuelos paternos procedían de Santander. A mi abuelo le llamaban Quemado, debido a que tenía un ojo fruncido por la cicatriz de una quemadura que se hizo siendo un niño. Era alto, bien plantado, correcto en el hablar, pero un poco socarrón. Disfrutaba de prestigio en el pueblo. Era pescador y consiguió ser patrón de pesca, con su propio barco.

    Mi abuela era una mujer pequeñaja, pero vivaracha. Perdió tres de los diez hijos que parió. Pero conservó su buen humor. Lo poco que le quedó de tantos sinsabores era una llantera fácil y una suspiradera, que escapaban incluso entre las risas. Era vanidosa, y muy anciana ya y casi ciega, no consentía ir a misa sin llevar sobre la cabeza su pañuelo de colorines de los años mozos, del que decía, con cierta ostentación y dicharachería, "mi pañuelo para pescar novio".

    Mi padre era un tipo singular. Había en él una extraña mezcla de rusticidad y de sentimientos delicados. Era un ingenuo; y, sin duda, el mejor amante y el peor marido a la vez. Tenía buen humor y era ocurrente, pero nada reflexivo y previsor. Sus facciones eran correctas, solo la nariz desentonaba por su envergadura. Todo él era un fanfarrón, pero no reñía con nadie. Mi madre, que sí era excitable, a veces se ponía nerviosa y casi agresiva. Lo amaba tanto que cuando se sentía sola quería pelea, en busca de "las reconciliaciones". Mi padre la miraba por encima del hombro y le decía, sonriendo:

    -A ver si te callas ya de una vez, Franchuti.

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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Este apodo, del que nunca podía apearse y que tenía la virtud de ponerla de malauva, le parecía ultrajante y la vez halagador en los labios de mi padre. Y después de que esto ocurría, rompía a reír, colgándose del cuello de su esposo; cupida, sumisa y feliz.

    Mi padre conoció a mi madre en Barcelona, durante una escala de cuatro días que su barco hizo en la ciudad catalana. Él y otros marineros habían "empinado el codo" más de la cuenta. Por una calle desembocaron en Las Ramblas, cantando a grito pelado. Mi madre pasaba en ese momento al lado de ellos.

    -¡A que no tienes huevos de dar un apretón a ésa! –le dijo uno de los otros marineros, señalando a mi madre.

    Mi padre erguido miró a su compañero y siguió tambaleante a mi madre y la cogió de la cintura. Ella lo empujó con fuerza y lo increpó en español y en francés: "¡Vete a la mierda, cachondo!". "Bète la merde, cochon!".

    -Los franchutis tienen una modo de hablar que no hay Dios que los entienda -decía al llegar a ese punto de su relato, que le oí narrar tantas veces.

    Después de aquella vergonzante actitud de mi padre, mi madre buscó el auxilio de un guardia, y mi progenitor fue detenido y puesto a disposición del juez, quien lo condenó a treinta días de encierro; diez por delito imputado: "borrachera, atentado contra la moral y escándalo en la vía pública". Y como su barco levó anclas perdió su empleo. Ya en la cárcel, se pasó todo el tiempo pensando en cómo vengarse.

    Cuando lo soltaron, indagó a través de un funcionario carcelario el domicilio de la mujer ultrajada, alegando que le iba a pedir perdón. Y con las mismas, se fue a buscarla.

    Un mes después se casaron.

    Amaba a su mujer con toda su alma. Y sentía adoración y gratitud por ella. Mi madre, después de todo, por su educación y por el medio en que había vivido, tanto en el colegio de París como en Barcelona, era una señorita al lado del zafio marinero, el cual admiraba sus maneras distinguidos -de señoritanga, según decía él-, sus dibujos, sus conocimientos de música, de idiomas. ¡Y qué sé yo! La veía un portento. Y el que mi madre lo amase fue decisión de la suerte, pero él no se veía en una situación de inferioridad; amaba a su esposa y era correspondido. El amor ejercía en ellos una especie de boomerang. Además, mi padre era un hombre seguro de sí.

    Como era de prever, ya casado seguía siendo tan irresponsable como siempre. Ganaba un sueldo exiguo, que el vino, el juego "y...y…" reducían a la mitad, y con la otra adquiría para su mujer una serie de chucherías, más ostentosas que útiles. Cuando venía a casa, con permiso, traía un lote de regalos, y Fefi se lo agradecía "con grandes muestras". La veía feliz y no se le ocurría pensar que sus "genialidades" nos mataba de hambre. También para mí adquiría costosos juguetes. Recuerdo haberme quedado dormido abrazado a un magnífico mecano o un novedoso scalextric, a la vez que oía cómo rugían mis tripas. Pero me envidiaba el hijo del tendero más rico del pueblo, y esto mitigaba mi "pequeño" sinsabor.


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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Mi tía se quejó de la brutalidad de Sordi, y el Prior le dijo que pondría remedio. Y así fue. Sordi no volvió a pegar a ningún otro alumno más, pero siguió poniéndose en su picota a Nico y a otros de igual lote, superándose en inventar nuevas burlas y nuevos "juegos".

    Nadie lo esperaba, pero por única vez Lopadres salió de su mutismo y ensimismamiento y se prometió que iba a romperle la cabeza al profesor. Dani le paró los pies a su padre y le dijo que no se vería sudado para darle al maestro lo suyo, no bien pudiera caminar.

    Y en efecto, así fue. Un día por la noche, Dani, en posesión su fuerza, nos llamó aparte a Nico y a mí. 

    -Mañana por la tarde, luego de que salga ese tío del colegio, camino de su casa, le voy a dar hasta en los zapatos -nos dijo, con premeditación, alevosía y nocturnidad.

    En ese instante me sentía bien por ser un espectador y, en cierto modo, un partícipe del espectáculo que estaba a punto de que abrira el telón y comenzar.

    Para llegar hasta la casa Sordi había que seguir la carretera asfaltada unos cien metros y se dejaba para entrar en un carril, entre maizales, alcanzando una vereda que conducía a un lugar con pocas viviendas. Nosotros nos ocultamos en los maizales. Ocurría esto en mayo y ya estaban altas las cañas. Me sentía muy hombre. Acepté y me fumé mi primer cigarrillo, ofrecido por mi primo Dani, que por excepción se mostraba amable conmigo. Nico reía a causa de mis toses. A Dani le veía tan sereno que no tenía más remedio que admirar su valor. Yo no era cobarde, ni me importaba pelear con quien fuera, pero no tenía la seguridad de mi primo mayor.

    Vimos venir caminando a Sordi, con las manos en los bolsillos y silbando. Mis nervios se iban poniendo tensos.

    -¡Ahora! –dijo de pronto Dani, y nos plantamos en medio del camino. Sordi avanzaba, pero nos veía y se detuvo frente a nosotros. De pronto, su cara empalideció, e hizo un amago como de querer huir; amago que frustramos, cortándole el paso.

    -¡A ver si el señor maestro tiene cojones de pegarme ahora que no tiene nada que ver conmigo! -gritó Dani, desafiante.

    La cara de Dani se puso súbitamente sombría. Se remangó las mangas de la camisa y los músculos se le marcaban bajo la piel renegrida.

    Sordi, nervioso, dio unos pasos atrás, a la vez que se quitó la chaqueta, desgarrando la camisa en el intento por recogerse las mangas.

    -¡Ya te daré yo, bravucón! -vociferó.

    Se arrancó la corbata de un tirón. Sus manos, velludas pero bien cuidadas, vibraban, y en su frente empezó a aparecer una gotas de sudor. Tenía miedo.

    Era una lucha callejera. Sin que se dieran apenas golpes de refilón, caían enroscados al suelo, rodando entre una nube de polvo. Se golpeaban, a la vez furiosa y torpemente. Se arrancaban pedazos de piel con las uñas, y las caras quedaban surcadas de rayas, de las que enseguida empezaba a brotar la sangre. No hablaban. Solo se oía el balanceo de los maizales, bajo un continuo toma y daca de dos cuerpos, y un jadeo de las respiraciones. Los seguía como hipnotizado, espantado de la furia con la que se pegaban. "¡Se van a matar!", dije a Nico, pero no respondió, sino que jaleaba con un son ronco, apretadas las mandíbulas por la emoción, y solo palabras de apoyo escapaban de su boca. Inclinaba el busto en un envaramiento nervioso, estiraba los brazos, lanzaba al aire puñetazos... Seguía las peripecias de la pelea como si tomara parte en ella o como si quisiera hacer llegar a su hermano efluvios de sus fuerzas. Aun mi aturdimiento y mi nerviosismo pude ver que mis dos primos estaban compenetrados para las peleas…

    Al inicio llevaba ventaja Sordi, más avezado que Dani le golpeaba la cara con los puños. Dani se defendía con más arrojo que eficacia. Hasta ese momento. Pero la juventud se iba imponiendo, y, aunque Dani tenía el rostro ensangrentado y cubierto de hematomas, no se quejaba. De pronto, me pareció ver que en los ojos de Sordi había una sombra de terror, porque jadeaba, agotado por el esfuerzo. Y ahí estaba mi primo, defendiéndose y atacando como si el agotamiento no hiciese mella en él. Diría que si el maestro no pedía clemencia era por el temor a que su alumno lo matase si lo veía débil o derrotado

    Mientras uno quedaba encima, el otro lo apartaba clavándole las uñas en el cuello. Bajo esa presión agobiante de los dedos, los rostros adquirían una deformidad de pesadilla. Vi que cada vez era menor la resistencia del adulto; los puños jóvenes golpeaban como martillo, hinchándose la cara de su rival, sucia de sangre, polvo, sudor. Repugnante.

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  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Finalizando la pelea, una mano de Dani hacía presa del cuello de Sordi. Echado sobre el suelo y aporreando con la otra mano, vi cómo Sordi pataleaba convulsivamente y movía los brazos en el aire. Se le hinchaban las venas del cogote, surcándoselo como negros gusanos. La boca del maestro parecía un agujero oscuro. Y una saliva sanguinolenta escapaba de sus labios. No sé cómo fue que el maestro cogió la mano que le golpeaba y con la fuerza que proporciona la desesperación clavó los dientes en el nudillo del dedo índice. Dani lanzó un único quejido de dolor.

    -Suelte el dedo o le ahogo, cabrón! -gritó, a la vez que no cesaba de apretarle el cuello…

    De pronto, sentí un asco horrible. El líquido de la pituitaria de la nariz de Nistal se unió a la sangre que fluía del dedo de Dani que junto con las respiraciones anhelosas, formaban unos gorgoritos repugnantes.

    Enérgico, pero con dolor, Dani inclinó sobre el rostro de Sordi Y, súbitamente, se oyó un quejido ronco. Sordi, inerte, había soltado su presa. ¿Acaso muerto?

    Dani, trabajosamente, se puso en pie, a la vez que lanzaba al aire una porción de saliva semi sólida. Horrorizado, desvié los ojos. ¡Le había arrancado una oreja de un mordisco!

    Inmediatamente después, nos adentramos en los maizales. Ya allí, en forma instintiva volvimos la cabeza: Sordi no estaba muerto, solo sin sentido panza arriba sobre el suelo, Empezamos a correr, y mientras corríamos, Dani se iba envolviendo en un trozo de su camisa, hecha jirones, el dedo medio cortado de cuajo y que más tarde le tuvieron que amputar.

    Al otro día se personó en la casa de mis tíos una pareja de la Guardia Civil, y se llevó a Dani. Lo juzgaron en el Tribunal de Menores de Laredo, y fue condenado a permanecer durante un año en un correccional.

    En ese curso saqué adelante todas las materias, incluida la Gramática, en la que incluso obtuve un "diez". Nico logró un "seis" en gimnasia, pero del resto fue cateado. Y como el aprobar era un requisito sine quam para seguir, la carrera de Nico, como antes la de Dani, se truncó. Y con la de ellos, la mía también. Y puesto que ya no había una "razón razonable" para regresar de nuevo al colegio, ese mismo verano me colocó mi tía en la fábrica de conservas de atún del pueblo. Ganaba un real diario. Mi primer "sobre"; pobre, pero sudado.

    Pasado el año regreso Dani de "su cárcel". Nos contó que lo había pasado mejor que en el colegio. Por entonces, Nico había empezado ya a salir al mar y Dani siguió enseguida la difícil vida de pescador.

    Doce años contaba yo cuando ocurrió la tragedia. Era un día infernal. A las diez empezó a llover. Más tarde seguía lloviendo, incluso con más fuerza. A la casa de mis tíos llegué empapado y tiritando. Escampó, pero solo mientras almorzaba. Al salir, para regresar a mi trabajo, caí sin querer un vaso al suelo, que se hizo añicos. Me encogí, esperando el bofetón, pero mi tía no hizo ni dijo nada. En la cocina quedaron los platos sin fregar. Mi tía se hallaba en un tajo, con las piernas estiradas y la espalda sobre la pared, cruzadas las manos nervudas y sucias sobre el vientre. Toda ella en una actitud de abandono y aplatanamiento. No había nadie más en la casa. Mi tío y sus hijos estaban en el mar y mis primas se fueron a su colegio, después de almorzar.

    Cruzaba, encogido, nuestra calle. El viento soplaba con furia. Me tambaleaba mientras caminaba. Las ráfagas me llevaban en volandas en la carretera, que en rápida inclinación descendía hacia la playa y en cuya proximidad se encontraba la fábrica. El mar estaba alborotado. El viento agolpaba negros nubarrones, como caballos salvajes. Saltaban las olas encabritadas, y un alud de espuma barría el malecón. Frente a él, se desgarraban y batían las olas el muelle contra las rocas. Las gaviotas emitían un sonido metálico. En el paisaje se estaba mascando, con dientes de ogro, la tragedia. Tragedia que no tardaría en llegar…

    En el trayecto hacia la fábrica vi personas unas mayores que miraban espantadas el mar; clavadas en los pies, inmóviles como estatua presentían. Ya habían sido testigos directos de otras catástrofes de similares calibres.

    -"¡Es la galerna, es la galerna!", decían, y el terror ponía mis pelos de punta.

    Entré en la fábrica, y ni que decir que nadie dio golpe en esa tarde. Todos los que allí trabajábamos teníamos algún deudo en el mar.

    -"Se habrán refugiados en algún puerto, en el de Santander quizás" -aventuró una voz optimista.

    Desde la cristalera de la fábrica se veía claramente la punta del malecón, que hacía las veces de puerto y en que en un estero maloliente se depositaba el pescado. Los obreros nos apiñamos tras la cristalera. Enfrente podía verse un expectante grupo de pescadores Pude divisarlo, a duras penas, abriéndome paso con la vista entre las piernas de un compañero del trabajo que, por añadidura, no paraba de moverse de un lado a otro.

    -sigue-

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Allá a lo lejos, próximo a la línea del horizonte, el mar, provocador y rebelde, aparecía cubierto de crestas coronadas de espuma.

    De pronto, comenzó a llover con intensidad. El viento empezó a entonar una melodía fúnebre en las tensas cuerdas del agua.

    A las cinco se suspendió el trabajo en la fábrica. Escampó, pero el gris era negro ya, y el viento corría a una velocidad de vértigo Abandonamos la fábrica en un tropel correntón.

    Acompañado de mis primas, que habían venido a buscarme nos fuimos hacia el malecón. Con un ruido ensordecedor, enormes olas golpeaban y hacían levantar surtidores de diez metros. La mayor de mis primas, de pronto, empezó a llorar.

    -No va a pasar nada -le dije, con la idea de tranquilizarla, por más que no lo conseguía, debido a lo que estaba viendo y a mi tono de voz, poco tranquilizador.

    También tenía miedo. Pero había en mí una morbosa curiosidad: "a la vez me complacía y me defraudaba que ocurriese la tragedia".

    Corrimos los tres juntos hacia un pinar, que se inclinaba por la ira del viento que silbaba desapacible entre las copas de los pinos.

    En la playa, la resaca parecía enrollar las aguas del Cantábrico, cual gigantesca alfombra. Mar adentro, se agitaban, continuas y violentas, las olas como caldo espeso. Dantesco.

    Mujeres, hombres y hasta ancianos y niños, y mi tía al frente maldecían. Mi tía emitía gritos histéricos, casi cómicos: 

    -¡Mi Dani, mi Nico y mi hombre van en un mismo barco!

    A las seis de la tarde se vio el primer barco: Meme. Era noche ya y los otros no tardaron en aparecer; ocho en total: Pat, Cari, Pat1 Andrea, Macarena, Can y Julio. Bailaban sobre las aguas cuales pedazos de corcho. El mar los acogía, pero volvía a sacarlos en la cresta de una ola como un fácil juego de prestidigitación. Todos aguardaban, junto a la barra. Luego, uno a uno, danzando en el lomo de una goliat ola, iban poniéndose en el punto más alejado del malecón. Y ya allí quedaban cabeceando, pero a salvo.

    La tragedia ocurrió en un santiamén; quizás un fallo del patrón, quizás los nervios, esto es algo que nunca se sabrá. Lo cierto es que uno de los barcos se quedó rezagado, como esperando el momento propicio para iniciar la salvación. Parecía recibir en mis músculos la tensión de los marineros que lo tripulaban, y creía que, de un momento a otro, iba a ver, entre la furia del viento, al patrón decir: ¡avante! Pero lo que vi fue cómo un golpe de mar lo inclinaba de banda y que poco antes que pudiese recobrar su posición horizontal, una ola malvada lo tumbaba y pasaba por encima dejando su frente blanco de espuma pulverizada.

    En el mar, en el malecón y en el pueblo resonaba un alarido que se alzaba hacia el cielo plomizo como un río de angustia. Junto al siniestrado, se podían ver bultos indefensos. A cada envite, el mar, iracundo, los barría y se quedaban muñequeando. Sacando fuerzas de flaquezas, volvían a emerger, pero de nuevo eran sumergidos.

    Varios marineros nadaban con dificultad hasta la orilla. Las mujeres y mi tía al mando, en una escena patética pero llena de valor, se arrancaban las faldas, con dedos atrofiados de ansiedad, y las anudaban en un cordón que flameaba en el aire, esparciendo un olor doméstico. Se metían en el agua hasta el pecho, llorosas, desmelenadas, agarrándose las unas a las otras para no ser presas de la resaca. Pero el cordón se empapó y no había manera de manejarlo. Una de las mujeres lo dejó escapar, ingenuamente, y mi tía, voz en grito, le dijo que un hombre no abandona sus resabios ni en los momentos más graves. Otra mujer quería recuperarlas, pero intervino de nuevo mi tía insultándola con palabras atroces. Al final, desaparecieron las faldas mar adentro. ¡Pues no era nadie la Lopadres para intimidar!

    De pronto, una de mis primas me cogió del brazo: "recemos", me dijo y nos miramos horrorizados. Y no sé por qué nos dio pánico su dicho. Nos cogimos los tres de la mano y oramos cada uno para sí, con la cabeza caída sobre el pecho pero sin dejar de mirar de reojo lo que iba ocurriendo en el mar.

    Tres valientes pescadores de los otros barcos, recién salidos del peligro, prepararon una lancha motora y fueron en auxilio de sus compañeros. Uno se tiró al agua para tratar de salvar a otro que iba hundiéndose poco a poco. Desde la orilla les gritaban, con todas las fuerzas de sus pulmones y señalando con las manos, de una forma aparatosa:

    -¡Allí, allí! ¡Ya estás cerca! ¡Allí, allí…!


    -sigue-


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    Finalmente, treinta desdichados se hundieron. Producía impotencia y angustia ver a esa treintena de personas que desaparecía para siempre bajo las profundas y frías aguas del océano.

    Dani, no obstante, llegó a nado hasta la orilla. Traía puestos su impermeable negro y sus botas de suela de madera. Entre su camisa desgarrada podía verse su pecho herido. Mi tía se agarró a su cuello, lanzando gritos y propinándole sonoros besos, que sonaban a teatreros.

    -¡Ya, madre, ya! ¡Déjeme respirar! -la apartó, ruborizado. 
    -¡¿Y tu padre y tu hermano?!
    -No los he visto –respondió, con voz ahogada.
    -¡Pobres desgraciados! ¡Virgen del Carmen, piedad!

    La lancha motora de auxilio del pueblo y una que había llegado de Santander, ambas con potentes focos plancharon el lugar del siniestro hasta el alba. Mi tía y mis primas fueron a esperarlas al malecón, pero yo me quedé en la playa llorando y arrodillado en la arena. Sentía una tremenda desolación. Amanecía cuando empecé a caminar. Me cruzaba con sombras indecisas: mujeres en enaguas, con los pelos alborotados; hombres nerviosos; niños llorando y llamando a su madre desesperadamente; ancianos y ancianas con total desorientación… 

    Hacia el final del trayecto de la casa de mis tíos, vi un hombre echado en el suelo. Me incliné sobre él. Lo reconocí enseguida. Era un redero, gallego, viudo, al que apodaban Franco. Llevaba muchos años en el pueblo. Había perdido en aquella tragedia a su hijo, que representaba toda su familia. No me vio, no le hablé y despavorido empecé a correr, nuncio de mi propio miedo.

    Cuando llegué a casa vi a mi tía despatarrada sobre el suelo de la cocina. Mi tío y Nico estaban en la lista de los desaparecidos. Pero mi tía ya había ahogado sus penas en "su mejor consuelo": el aguardiente, a buen recaudo en la mísera despensa.

    -Ahora el difunto –como ya decía, refiriéndose a mi tío-, sabrá que yo tenía razón.

    Repetía esa frase con total convicción, recordando, sin duda, las abstinencias a las que la había sometido su marido.

    Dani no había vuelto aún, y mis primas gimoteaban y cogían la mano de su madre y la besaban. Mi tía manoteaba rechazaba los besos. El hogar estaba apagado, y una noche más -esta vez por algo razonable- me fui a dormir sin llevar nada a mi estómago.

    El cadáver de Nico apareció en la ría, dos días después. Y una semana más tarde, el de Lopadres en la playa el Sardinero, medio devorado por los peces. Pudieron identificarlo gracias al cinturón que aún llevaba: el de su etapa en la ‘mili’, y en el que había marcado con agujeritos los meses del servicio militar, "con mi maravilloja navaja –como él decía-, que me jirve pa tó".

    Después de tamaña hecatombe, familiar y general, mi tía pasó los primeros días entre el delirio más aparatoso y su milagroso líquido incoloro "que le devolvía la paz", hasta que su "herida" se restañó como por ensalmo con las 15.000 pesetas que le habían tocado de una suscripción pública, hecha en favor de los familiares directos de las víctimas.

    Volvió a casarse de nuevo, al mes de enviudar, con un canoísta, borracho compulsivo y más joven que ella, al que debían tentar los 3.000 duros. Pero no sé qué la pudo llevar de nuevo al matrimonio; quizá su afinidad por los borrachos, o quizá por su petulancia ingenua, frívola y agresiva a la vez, que no quería privarse del gran gustazo de decir "mi hombre…".

    El casamiento, desde luego, tenía que ver. Se celebró en la intimidad, a despecho de la novia, que quería figurar. Su futuro marido, que solo veía justificados los despilfarros si eran suyos, se opuso con fuerte resistencia. Mi tía transigió, bajo juramento, con tal de que la llevase a Torrelavega, "para mi viaje de novios", decía.

    Las viandas eran abundantes, tanto que al final se hallaban tan llenos y tan beodos, que perdieron el bus que debía llevarlos a Torrelavega. Mi tía cogió un cabreo descomunal. Por nada del mundo iba a renunciar a su "luna de miel", por lo que acordaron ir a pie.

    -sigue-



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    Los oí cuando regresaron al alba. Estarían exhaustos. Apenas llegarían a Torrelavega, hallarían todo cerrado –serían las tres de la madrugada-. Quizás permanecerían en Torrelavega una hora, para descansar, y enseguida emprenderían el viaje de regreso. Este episodio fue durante meses la comidilla del pueblo. Pero mi tía se sentía orgullosa de haber hecho su viaje de novios como una "señorona".

    El nuevo amo de la casa era chato, tosco de pelo, de ojos… de todo. Y su boca era repulsiva. Durante los primeros días, hacía todo lo posible por ignorarme. Aunque yo, por instinto de conservación, trataba de halagarle. Empero, mi entrega topaba contra su brutal desdén.

    Un día, cuando ya había pasado tres de la boda, de pronto se quedó mirándome, como si fuese la primera vez que me veía. En sus punzantes ojos se podía ver el reproche y la indiferencia.

    -¿Quién es este bicharraco? -le preguntó a mi tía, a la vez que me levantó en vilo, cogido de las orejas.
    -¿Es que no lo conoces?
    -¡Limítate a contestar lo que te pregunte! -respondió, airado.
    -Es el hijo de la Franchuti.
    -¡¿Y qué hace aquí?!
    -Como su padre -que en paz no descanses, pensó a la vez que miraba hacia el cielo- era primo mío…
    -Pero… ¿es hijo tuyo o no?
    -¿No te estás enterando que es el hijo de 'a Franchuti? 
    -¡¿Y tú no te estás enterando de que me contestes solo a lo que te pregunte?! ¡No me obligues a que te rompa el hocico y...!
    -No te pongas así, hombre. No, no es hijo mío –no le dejó terminar la frase.
    -Entonces… ¡a la puta calle!

    Seguía haciendo presa de mis orejas retorciéndolas brutalmente. Apreté los dientes, para no soltar chillidos, y me ponía sobre un pie o sobre el otro alargando el cuello hasta casi descoyuntarme. Me arrastró hasta la puerta de la calle, y de una patada en el trasero me envió a la acera. Me quedé llorando en el suelo, mientras él reía a carcajada. Pero mi tía ni siquiera se asomó, lo cual no me sorprendió.

    La mayor de mis primas, que me había cogido cariño, salió a la calle. Se puso junto a mí, en cuclillas y en actitud cariñosa. 

    -No llores más, primo.
    -¿Y quién te ha dicho a ti que estoy llorando? –respondí, tratando de secar mis lágrimas con la manga de la camisa.
    -¿Qué vas a hacer ahora? –me preguntó.
    -Me voy de mi pueblo, y me voy a Madrid.
    -¿Tienes dinero?
    -Un real.
    -Espera un momento entonces.

    Entró en su casa y regresó unos minutos después.

    -Ven -me dijo.

    La acompañé hasta la esquina de la calle.

    -Toma. Esto son todos mis ahorros. Te deseo suerte -puso una peseta en mi mano, que guardé mirando receloso a todas partes.
    -¡Te juro por la memoria de mis padres que te enviaré cien como ésta! –la miré con ojos de agradecimiento.

    -sigue y termina en página siguiente-




  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Alejando despacio se fue mi prima, sin siquiera decirme adiós. Anduvo unos pasos, pero se volvió y me besó. Me quedé turbado, indeciso, sin saber qué hacer. Estaba a mis trece años en una situación francamente difícil. Jamás me asusté por nada, y esa vez, quizá a causa de la insensatez de la edad, tampoco. Rompí a andar sin rumbo. Vi una pequeña piedra en mitad de la calle y le di una patada. Me hice daño, pero pensaba que tenía que contener el dolor y seguí, sin siquiera cojear. Era la hora del almuerzo y estaban vacías las calles. El Sol las bañaba y su luz me reconfortaba. Era un reluciente día de enero.

    Como mi carácter era cerrado, no se me pasó por la cabeza la idea de acudir a alguien; al cura o al alcalde, por ejemplo. Mis pasos me llevaron instintivamente hasta el cementerio donde reposaban los restos de las dos únicas personas que me habían querido. Pero, ya en él, mi valor y heroicidad se resolvían en lágrimas. Por primera vez me sentía muy solo Pero fue una debilidad fugaz. Mi subconsciente estaba empezando a tomar decisiones...

    Abandoné mi pueblo, sin despedirme de nadie. Anduve carretera arriba, gallardo y casi alegre. Me sentía muy hombre.

    Ya dije que era un reluciente día pero mi sensibilidad no estaba lo suficiente desarrollada como para recoger la belleza de las cosas, si no era por el gozo que trasminaba, como un reflejo inconsciente, la hermosura de la Naturaleza.

    Llegué a Torrelavega, entre dos luces, y me encaminé hacia la estación de Renfe. Ya allí, a un funcionario de una ventanilla le pedí un billete, destino final Madrid. El hombre me improperó agriamente cuando desaté un nudo que había hecho en un trozo de trapo que me servía de monedero y pañuelo, y mostré mis cinco reales. Obviamente insuficientes. Ese inesperado revés me desconcertó. En ese momento no había para mí más ciudad que Madrid, ni otro punto de destino.

    Paseé la vista mirando cuánto se ofrecía a mis ojos. "Pero no, no era mi estilo". Opté por subir al tren, antes que partiera, y a ver qué ocurría…

    Después de todo, tuve suerte. Dos señoras, junto a las que fui a ponerme tímidamente en pie, me hicieron algunas preguntas y probablemente apiadadas de mí se erigieron en mis protectoras.

    Cuando llegó el revisor, me metieron debajo de sus asientos. Tan mal había escuchado hablar de los revisores que mi imaginación infantil los convertía en "comeniños". Estaba asustado y no quería salir de mi escondite. En él dormí, tragué polvo y devoré algún que otro bocado que, de vez en cuando, me alargaban mis bienhechoras.

    No he vuelto más por mi pueblo, pero ahora desearía volver. Con nostalgia lo recuerdo, y me gustaría, sí, me gustaría mucho que mis restos descansen en el pequeño camposanto junto a los de mis padres. Me llena de ternura pensar en esa posibilidad. Cantarían sobre mi tumba la lluvia y el viento y oiría el rumor incansable de las olas del mar. La lluvia. Y el viento. Y el mar. Los evoco con reverencia y amor de dioses lares. Se desparramaría el Sol sobre mi tumba, y se nutrirían de ella las ortigas y los cipreses. Será una debilidad, una cobardía, pero ahora siento pena de mí y me cuesta soportar un deseo de llorarme. He sufrido y voy a morir solo. Encarnizadamente me revuelvo contra mis recuerdos y por eso quizá sea éste uno de los móviles que me incitan a escribir. Es placentero rememorar el pasado al lento correr de la pluma. Me gusta alzar la cabeza y quedarme ensimismado volcándome sobre mi pretérito.

    Recuerdo el mar con olas bravías, las galernas, las tempestades... Los férreos truenos hacían vibrar las citaras de mi cuchitril y los resplandores de los rayos lo iluminaban. Alzaba mis manos sucias y las bañaba en la luz espectral de las descargas eléctricas. Me levantaba de mi catre y pegaba la nariz en el helado cristal de la ventana. El aire silbaba en las calles. Arreciaba la lluvia. La tendalera de la ropa golpeaba contra los barrotes...

    A veces se oía, sorda, espeluznante, la sirena de un barco que había quedado prisionero en el traidor bajío de la barra, y en toda la noche no dejaba de oírse su quejido, trágico, como un animal herido de muerte. Al amanecer, podía verse el siniestrado inclinado de banda y las olas ensañándose con él golpeándole los flancos, barriéndole de proa a popa pero pronto aparecía el remolcador de Santander, vomitando una densa columna negra, debido al derrote de su motor. Luchaba en vano contra la arena. Al menos veinticuatro horas de agonía, hasta que las olas rompían el casco y esparcían su esqueleto sobre la playa.

    Pero todo ese lejano dolor: las injustificadas palizas de mi tía, los porrazos de mi tío, los golpes de mis primos, la corta ración de bazofia… todo, no tiene valor ni logra borrar la visión agradable de mi pueblo. Y hasta la angustia posterior, que tanto daño me hacía, me llega llena de nostalgia. Como si ahora, en que está cerca mi muerte, la vida, con una generosidad que no quiero pensar que es tardía y cruel, se echase sobre mis pies para lamer mi mano y apaciguar la marea de mi espíritu.

    Todo es muelle en este atardecer. Un resplandor rosa entra por la ventana de mi cuarto y se posa tan delicadamente en la colcha que no me atrevo a tocarlo por el temor a que se me quede entre los dedos, como el polvillo de las alas de la mariposa.

    Este silencio me sobrecoge. Enseguida entrará la noche y vendrá Félix, que cogerá mis medicinas, oiré un gorgoteo y me alargará la cuchara. Luego se irá dejando una sonrisa en la penumbra.

    Sí, todo es amable hoy. Los recuerdos me llegan limpios, y mi soledad es un murmullo acariciador de pequeñas olas.

    Me desconciertan estas sensaciones porque nunca he sido un hombre blandengue. Pero no quiero engañarme, me encuentro solo, desamparado, y no siento rubor por confesar mi debilidad.

    Mi pueblo se halla ubicado en lo más alto de un rápido talud. Avalanchas de pinos y de eucaliptos se deslizan en las laderas hasta la orilla del mar, que salpica los troncos con agua salada. Durante los inviernos, la lluvia abre hondos cauces en el suelo arcilloso, y durante los veranos, un río de niños merodea en el declive, trazando infinitos senderos. Próximo al faro, que ofrece amable su luz a los navegantes, cual afectuosa mano, está el acantilado. Las olas levantan surtidores de espuma, socavando incansables las piedras. Había un insólito lugar donde los niños pasábamos horas oyendo el resoplar de los hoyos a cada golpe de agua. Una cueva solitaria y oscura, distante un kilómetro de la playa, estaba poblada, para mí, de fantasmas y brujas.

    Durante toda mi vida he sentido un orgullo especial por llevar prendido en el lado menos oscuro, en el más transparente de mis recuerdos, la nostalgia de mi pueblo. Risueña, sí, pero dolorosa y acuciante como un rehilete desgarrador.





    Antonio Chávez López
    Sevilla abril 1997


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Ese escrito de "Así empieza mi libro Atormentado" es uno de los capítulos de mi libro "Atormentado", que se compone de veinticinco capítulos, un prólogo y un epílogo.

      


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    Me ha parecido más interesantes insertar los capítulos de mi libro "Atormentado" en este apartado de "Narrativa" en forma "desordenada", toda vez que, aunque todos ellos llevan la correlación lógica que le asigné en su día, no altera sustancialmente su lectura puesto que los he transformado en capítulos completos, cerrados. Gracias.

     


  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    -0-

     :)

     
  • ¡Cuanta tragedia! Y cuanta intensidad.
    A mi modo de ver, está muy bien redactado. Contás muy bien la historia. 

    Saludos.
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    MrBones dijo:
    ¡Cuanta tragedia! Y cuanta intensidad.
    A mi modo de ver, está muy bien redactado. Contás muy bien la historia. 

    Saludos.

    Gracias

    Saludos
     :)

     
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