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Aquel sucio y ajado sombrero negro

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


Aquel sucio y ajado sombrero negro

En lo más hondo de la comarca y cerca de Cerro Hierro, una extraña silueta volaba bajo el violento temporal que azotaba al histórico punto de la Sierra Norte de Sevilla. Tan abominable presencia se sentía propietaria de las sombras, que parecía bailar entre el fuerte viento y la densa lluvia, que a esas horas de la noche se dejaban en cada techo de la aldea.

Para este ente, solo era un juego, pero para los demás aran fichas en su tablero. Él siempre decidía cuándo y a quién atacar, y esa noche tenía la certeza de que sumaría una nueva víctima a su ya extenso listado macabro.

Agitando sus largas orejas, esta terrorífica cabeza avanzaba velozmente dando un grito de alegría y sabiendo que su grito causaría pavor a quienes lo oyesen, y con un demencial gesto impregnado en su cara, gritaba con fuerza haciendo resonar la voz en cada rincón de aquel escondido pero histórico lugar serrano.

Mientras ese ruin grito retumbaba bajo la torrencial lluvia, un angustiado hombre se retorcía sobre su catre, sabiendo que pronto llegaría su final: su sentencia ya había sido firmada, no le quedaba de otra que esperar. Y con el temor paseándose en su cuerpo, como un furtivo parásito, miraba el balcón de su cuarto buscando la centenaria higuera que se estremecía friolera por culpa del temporal. El devastado hombre no tenía duda de que iba a posarse en una de aquellas gruesas ramas su horrible e implacable verdugo.

El desolado personaje que se retorcía en su catre era Pepe Trigo, o “el Pillo”, como le decían en la aldea; nacido y criado en este lugar; quería a su tierra tanto como a sus hijos. No existía allí cerro que no conociese, era un auténtico hijo de la tierra. Había visto todo en su vida, pero no estaba preparado para lo que iba a vivir en estos dos últimos días.

Pepe siempre había oído fantasmagóricos relatos que rondaban en cada aldea de clásicos y espontáneos cuentos que nacían bajo el alero de un abrigador brasero y un exquisito aguardiente. Nunca les daba importancia, los veía como un macabro invento que solo servía para pasar el rato. Pero, horas antes, todo había cambiado, y junto a la lluvia que en ese momento cubría poco a poco su aldea, el espíritu de Pepe se anegaba, a cada instante de temor. Sin querer, comenzaba a recordar la reunión del día anterior, donde todos esos absurdos relatos dejaban de ser meras fantasías, para pasar a la más real de las pesadillas.

Recordaba que aquel día había llegado temprano a la casa de su compadre Montes, o “el Tip”, como le motejaban todos sus colegas

Al poco llegaba el resto de sus amigos: “el Cai”, “el Mico”, “el Leo” y “el Parti”, incluso “el Tori”. Todos ellos se juntaban en la mesa que estaba en el patio de la casa de “el Tip”, para compartir aguardiente, música y “esa imprescindible rayita”, además de un sabroso conejo en salsa, que servía para coronar la amistosa reunión.

Aquel invernal atardecer discurría entre charlas variadas, pero el tema básico era recordar el buen caletre que habían tenido en la última cacería de palomas. Pepe siempre disfrutaba de estas reuniones. Después de todo, este grupo de hombres era una parte fundamental de su vida. Y así, entre anécdotas y chistes verdes, la moche se iba adueñando del lugar, y uno a uno de sus amigos se iban yendo de la casa de “el Tip”; unos, obligados por el frío, y la mayoría, por los efectos del aguardiente, y mientras iba acabando la larga jornada, solo quedada el amo de la casa y Pepe, su compadre, que estaba pasado de copas, y él también, pero no quería irse porque habían empezado una mano de tute y esta vez el juego tenía más emoción, pues se habían apostado una pechuga de paloma con tomate frito.

Las horas iban avanzando y la mano de tute empatada, por lo que las raciones de aguardiente habían aumentado a sorbos. Pero, de pronto, una inusual polvareda se levantaba en la calle, dando paso a un extraño remolino que danzaba sin control algunos segundos y acababa violentamente contra el portón de la casa de “el Tip”. Pepe no se preocupaba, se levantaba y recogía los naipes que el insólito viento había desperdigado fuera de la mesa.

Al volver se encontraba con un encorvado anciano, que los miraba desde el portón. “El Tip” se percataba de la presencia del viejo, pero para verlo mejor se levantaba y encendía la luz que daba al portón. Lo primero que llamaba la atención de Pepe era el elegante traje negro que vestía, parecía como si lo estuviese estrenando; no tenía arrugas, aunque el traje contrastaba con el tono del ajado y sucio sombrero que cubría sus enmarañadas canas. El otro extraño detalle era que, aun el vendaval que arreciaba, los zapatos negros que calzaba estaban impecables; ni una sola partícula de polvo y ni una gota de agua; por el contrario, brillaban. Pero lo que más intrigaba a Pepe era la cara del anciano, que delataba bastante menos edad de la que representaba su encorvada figura y su encanecida cabellera.


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Comentarios

  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII


    —¡Buenas! ¡¿Cómo les va con ese tute?! -exclamaba el anciano, interrumpiendo de plano todos los pensamientos que nacían de la mente de Pepe.
    —¡Bien! -respondía “el Tip”, acercándose al portón.
    —¿Serían tan amables de darme algo de beber? Esta larga caminata nocturna me tiene sediento –les dijo con un desgastado y tembloroso tono, haciendo notar ahora su avanzada edad.

    Se apoyaba en el portón y una burlesca sonrisa se dibujaba en su peculiar cara.

    —No tenemos nada, abuelo. Siga su camino –dijo Pepe, desde atrás, tratando de no detener su peleada mano de tute.
    —Sí tenemos. Pase. El portón está abierto -dijo “el Tip”, con un disimulado nerviosismo, anulando las palabras de Pepe.

    Pepe miraba extrañado a “el Tip” y le hacía gestos como preguntándole qué estaba haciendo. “El Tip” movía la cabeza de un lado a otro y hundía los ojos en el suelo. Pepe seguía sin comprender qué estaba pasando, hasta que, finalmente, el anciano abría el portón y entraba.

    Con lentos pasos se acercaba a la mesa y dejaba su sucio y ajado sombrero al lado de la baraja. Al sentarse, le dedicaba a Pepe una desdeñosa mirada.

    —No tenemos vino, pero sírvase usted una copita de aguardiente. Está bueno –dijo “el Tip”, acercándole una temblorosa copita de cristal.
    —Gracias. Se ve que usted es más amable que su amigo –decía el viejo, con una dura y penetrante mirada clavada en Pepe.

    Pepe, que no acertaba a diferenciar si esa mirada encerraba una mueca de burla u odio, miraba a “el Tip”, y con un gesto de mano le pedía que se serenase. Pero el anciano seguía con la mirada fija en Pepe. Luego de unos segundos, éste empezaba a sentir un extraño cosquilleo en el cuerpo, como si lo recorriese entero una pequeña descarga eléctrica.

    Pasados unos minutos, un suave susurro empezaba a extenderse por el interior de su cabeza, pero incapaz era de descifrar lo que escuchaba. Un minuto más, y un punzante brillo en los ojos del anciano le hacía sentir un repentino escalofrío; el terror invadía su cuerpo, cual fulminante relámpago, dejándole inmóvil. Pepe se percataba ahora quien era aquel misterioso hombre de negro.

    —Muy bueno su aguardiente, amigo. Pero ahora me voy, para que sigan con sus manitas. ¡Ah, y muchas gracias!

    Y dicho esto, cogía su sombrero, se levantaba y con pasos lentos se alejaba. Antes de cerrar el portón, hacía una irónica reverencia con su sombrero en mano, y con un: “pronto nos veremos” les daba la espalda y se iba por donde había venido, dejando en el más absoluto de los silencios a Pepe y a “el Tip”.

    El sonido del fuerte viento y la violenta lluvia que caía, sacaba a Pepe el recuerdo de aquel fatídico día. Con desconsuelo, miraba hacia el balcón de su cuarto y volvía a la realidad. Cual reproche golpeando en su cabeza y de la misma forma que las gotas impactaban fuertemente contra los cristales de su balcón, sabía que él era el único culpable de todo, era víctima de su incredulidad; no debía de haberle negado nada al viejo. Debía de haber captado que era un maléfico brujo, pero no lo hacía y con semejante negación, firmaba su sentencia.

    Justo en el momento en que el temporal amenazaba con arrasar con todo a su paso, la mortal hora estaba al acecho.

    Con las pocas fuerzas que aún le quedaban a Pepe, miraba hacia su cuarto, y como una gigantesca bola de luz, cientos de imágenes pasaban por su cabeza. Se veía corriendo, cual inocente niño, por los caminos de tierra de su pueblo, recordaba el primer beso que le diese a quien iba a ser, años después, la madre de sus hijos; oía el llanto de su nieto, y con la emoción empañándole el alma, miraba hacia el balcón sabiendo que al otro lado se hallaba aquel maléfico mito viviente esperándole en la higuera. Pero ahora no era un anciano, se había convertido en un siniestro Lucifer.

    Bajo la tupida lluvia estaba aquella maléfica leyenda que, con gesto alegre, miraba a Pepe por última vez, el cual cerraba los ojos y sus silenciosas pero angustiadas lágrimas caían por sus mejillas. En el justo momento en que las lágrimas empapaban su almohada, unos gritos malignos retumbaban en todo Cerro Hierro, y con un cántico de brujo, cual trágico remate final, un sucio y ajado sombrero negro caía de la higuera convirtiéndose en una fétida rama negra. Fue a más el violento temporal, hasta que finalmente... Pepe Trigo, alias “el Pillo”, moría calcinado.


    LA CAJA DE MSICA 10 UN RINCONCITO PARA COMPARTIR - Pgina 6 Sombre10

    Antonio Chávez López
    Sevilla enero 2003

     :(


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