Todavía no he llegado a la chabola: ahora estoy en una especie de patio descubierto, sin techo. Lo atravieso y llego a otra puerta de metal. Está abierta. La cruzo. Ante mis ojos aparece un pasillo estrechísimo y largo, y con el techo muy bajo. Mido 1.86, así que tengo que agacharme para que mi cabeza no lo golpee. La única luz que lucha contra la oscuridad que domina la estancia es una bombilla maltrecha que se mantiene a duras penas colgada del techo. Nada más entrar en este pasillo, oigo la respiración de alguien muy cerca de mí y entonces me doy cuenta de que justo detrás, en un rincón del pasillo, hay una persona sentada en una silla, con la cabeza a la altura de las rodillas, inmóvil. Siento lástima por él. Siempre que entro aquí pienso lo mismo: cómo sería la vida de estas personas antes de llegar a convertirse en los muertos vivientes que son hoy en día. Y que, tal vez, también yo un día terminaré así. Me gustaría ayudar al que está sentado en la silla, pero no hago nada y sólo paso de largo y avanzo por el pasillo, deprisa. Al final del pasillo hay otra puerta abierta, también de metal y de un grosor increíble y, junto a ella, otra silla y otra persona sentada sobre ella, que sostiene entre sus dedos una bolsita blanca de plástico que contiene cocaína.
El sistema de puertas y verjas está diseñado de tal forma que, en caso de que detectasen a algún policía vestido de paisano, cerrarían todas y el policía quedaría aprisionado dentro, entre varias puertas de metal. Después probablemente lo matarían. Es un auténtico búnker.
Atravieso esta nueva puerta, y llego a una pequeña habitación. Aquí hay 5 personas , todas sucias y mal vestidas. Algunos están apoyados contra la pared, otros están sentados en el suelo, con la cara oculta apoyada en las rodillas. No se oye nada, nadie habla. Sigo avanzando. De nuevo, otra puerta, de nuevo metálica y de nuevo de un increíble grosor.
Cada puerta es como un nivel más de seguridad. Como si fueran compartimentos estancos. La atravieso, y al fin llego a mi destino.
Esta habitación es la estructura más grande que he visto desde que atravesé la primera verja. Tendrá unos 50 metros cuadrados.
Dios, por fin dejo de sentir el frío paralizante, cruel y sin compasión que llevaba hiriéndome sin piedad desde que salí de casa. Hace calor. Puedo sentirlo. Dejo que recorra todo mi cuerpo. Busco con la mirada la fuente de este calor tan anhelado por mí, y veo que procede de una estufa de leña bastante grande de la que por la parte superior sobresale un tubo que se pierde detrás de una pared. Nunca había visto una estufa como esa. Parece de otro siglo, de otra época. Me recuerda a la estufa que salía en la película "Pesadilla en Elm Street", donde Freddy Krugger guardaba siempre sus zarpas de metal. Pero irradia el calor más reconfortante que jamás haya sentido.
Hay 6 personas que hacen cola delante de una mesa. Me pongo al final de la cola y observo dónde estoy:
Detrás de la mesa se sienta una mujer gitana, obesa, de unos 40 años. Tiene un pelo negro largo, muy recogido y peinado hacia atrás.
Junto a la gitana obesa hay una mujer. Su rostro está tan demacrado, tan envejecido, tan golpeado por la vida, que me resulta imposible determinar su edad: puede tener cualquiera entre los 30 y los 50 años. Es muy delgada, tiene el mismo aspecto que una chica adolescente anoréxica que un día decide dejar de comer como parte del enfrentamiento entre su subconsciente traidor y su madre. Está de pie junto a la gitana, recortando trozos de bolsas de plástico y observándonos. Entonces me doy cuenta de que es una de las esclavas de la gitana: una adicta a la cocaína o a la heroína que vive en el poblado y que para conseguir su dosis diaria se pasa el día entero realizando pequeñas tareas para el clan gitano para el que trabaja. Algunas esclavas se pasan el día preparando los trozos de plástico para hacer bolsitas donde se guarda la droga, otras se dedican a hacer que la cola de gente que se forma frente al gitano o la gitana que esté vendiendo en cada momento esté siempre ordenada y, sobre todo, que jamás nadie roce siquiera la mesa donde estén vendiendo. Si te acercas más de la cuenta a la mesa, enseguida la esclava te dirá que te apartes y que no la toques. Otros esclavos se pasan el día recogiendo trozos de madera por los alrededores que terminarán en alguna estufa estilo Freddy Krugger o en alguno de los cubos de basura del exterior. Son como zombies que viven (y probablemente también morirán) allí.
La cola va avanzando. Las personas que me preceden van pidiéndole a la gitana la cantidad de cocaína que quieren comprar y de qué tipo la quieren: no es igual la cocaína para fumar que aquella destinada a esnifarse. La que es para fumar se denomina "base", y la que es para esnifar se denomina "cruda". Así que van pasando, uno a uno:
- Dame uno de base
O bien:
- Dame medio de cruda
Todos piden base. Quieren fumarla.
Pasados unos instantes, llega mi turno. La gitana está sentada justo delante de mí. En la mesa hay una balanza digital de precisión y dos trozos circulares de lo que en algún momento fue una bolsa de plástico entera, abiertos y extendidos sobre la mesa. En uno de esos trozos circulares de bolsa, hay varias piedras de cocaína cruda, para esnifar. Calculo que habrá unos 100 gramos, unos 5000 euros. Justo al lado, en el otro trozo de bolsa, hay una cantidad mucho mayor de base de cocaína: se parece a la cruda, pero su color es distinto, es como si fuera más transparente, y tiene un aspecto más humedecido que la otra. Al lado de estos trozos de bolsa hay un montón con docenas, quizás cientos, de otros trozos similares, aunque más pequeños. Con el paso de las horas, todos esos trozos se convertirán en pequeñas bolsitas como la que sujetaba la persona que vi en el pasillo.