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Cuaderno particional de herencia

antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
editado 20 de abril en Narrativa

Cuaderno particional de herencia

La casa era la misma casa en la que nacieron y crecieron. La  misma fachada de ladrillos marrones, el jardín cuidado por su madre durante décadas, el roble viejo, al que más de una vez habían trepado para esconderse el uno del otro, o alguno de ellos de su padre o su madre.

Pero esta vez, al cruzar la puerta, no había risas ni carreras por el pasillo. Sólo silencio; sí, ese silencio espeso que aparece cuando alguien falta, y el aire está cargado de cosas no dichas.

—¿Y entonces? -preguntó Alejandro, el mayor de los hermanos, mientras dejaba las llaves sobre la mesa del comedor-. ¿Vas a seguir con esa idea absurda?

—¿Idea absurda? -repitió Luis, con los brazos cruzados-. No me gustaría que se venda la casa. No es tan difícil de entender.

La muerte de sus padres había sido reciente. Una enfermedad lenta y cruel, primero se llevó a su madre y, apenas un año después, su padre se fue con la misma resignación. Los dos hermanos, separados por tres años de edad, en ese momento se veían obligados a tomar decisiones juntos. Pero la herencia -el patrimonio de toda una vida- había sido como una caja de Pandora. Y al abrirla, no sólo salieron las propiedades y las escrituras, también salieron los reproches.

Alejandro quería vender, liquidar los bienes, repartir el dinero, sellar esa etapa y seguir adelante. Tenía su vida organizada en otra ciudad, esposa y dos hijos que casi no conocían a los abuelos. Para él, la casa de sus padres era una carga.

Luis, en cambio, vivía cerca, casi al lado de sus padres. Era el que estuvo en los últimos años, el que acompañó a su madre a las consultas, el que discutió con los médicos, el que encontró a su padre mareado en la cocina una noche. Para él, la casa de sus padres no era sólo ladrillos, propiedades o escritura: era memoria, esfuerzo, historia…

—No es sólo una cuestión emocional -dijo Luis, ahora con un tono calmado-. Podríamos alquilarla. Yo podría encargarme del mantenimiento. El dinero del alquiler lo repartiríamos. No hace falta venderla para repartir la herencia.

—El problema es que tú no ves o no quieres ver el desgaste que eso significa -replicó Alejandro-. Ya tuve suficiente con los trámites del testamento, con los impuestos, con los bancos. Todo es lento, complejo, burocrático. No quiero atarme a una propiedad que no necesito, ni vivir con la sensación de que tengo que pedirte permiso cada vez que pase algo.

La contrariedad flotaba en el aire, aunque los dos evitaban alzar la voz. Había respeto y cariño, pero también cansancio. Y en el fondo, una herida que no tenía que ver con la casa, ni con el dinero.

—Claro -dijo Luis, esbozando una sonrisa irónica-. Tú sólo venías una vez al año, si es que venías. Y ahora quieres decidir todo desde tu oficina, desde tu comodidad, ¿no?

—¿Y tú crees que estar cerca te da derecho a más? -respondió Alejandro, levantando las cejas-. Yo también soy hijo de ellos. Me duelen igual que a ti. Pero no quiero quedarme anclado a un pretérito que ya no existe.

Hubo una pausa larga. Luis se sentó en la vieja silla de mimbre; esa silla de su madre que crujía cada vez que uno se movía. Miró a través de la ventana. El roble seguía allí, pero también se notaba más torcido, más viejo. Como si el tiempo se hubiera ensañado con él.

—No es sólo por mí -murmuró-. Esta casa les costó tanto… Mamá siempre hablaba de cómo los dos la iban levantando poco a poco. ¿Y ahora la vendemos como si nada?

Luis caminó por la cocina, acarició el marco de la puerta en donde aún se veían las marcas de lápiz que su madre hacía cada año, midiendo cuánto crecían sus hijos. “2009 – Luis 1,64 metros”. “2011 – Alejandro 1,77 metros”….

—Tampoco quiero borrar la historia -dijo, más suave-. Pero no sé si quedarnos aferrados a ella es la forma de honrarla.

El patrimonio familiar no era demasiado grande, pero incluía otras propiedades, cuentas bancarias, algunos objetos de valor. Empero, todo se resumía en esa casa. Porque no era sólo una cuestión legal o económica: era el símbolo de lo compartido, de lo perdido, de lo que quedaba por decidir.

—Quizá podamos encontrar un punto medio -dijo Luis luego de una pausa-. No te estoy diciendo que me quede con todo. Sólo que me des la oportunidad de hacer algo con esto. De cuidar la casa, de mantenerla viva un tiempo más. Si después no funciona, hablamos de vender. ¿Qué me dices?

Alejandro lo miró con cierta desconfianza, pero también con una chispa de reconocimiento. Había sido siempre así: Luis, el sentimental. Él, el pragmático. Dos maneras de vivir, de amar, de recordar.

—¿Y me garantizas que no se va a convertir en una excusa para no cerrar nunca la herencia?

—Te lo firmo si hace falta.

Silencio de nuevo. Pero esta vez, no era un silencio de enojo. Era, más bien, un espacio de tregua.

—¿Qué hacemos con los muebles? -preguntó Luis, cambiando el tema, llevándolo a un tono amigable.

—Podemos repartirlos entre los dos y regalar alguno que nos parezca.

—Me parece bien.

Y así, poco a poco, la discusión fue transformándose en negociación. La herencia, ese legado de cosas y emociones, empezó a encontrar caminos posibles. No se trataba sólo de repartir bienes: se trataba de sanar, de comprender, de aceptar que el Amor por los padres se manifestaba de formas distintas.

Al final del día, no habían firmado ningún papel. Pero habían dado un paso muy importante. Porque, a veces, en medio de una discusión por una herencia, lo que se discute no es quién se queda con qué, sino cómo seguir siendo hermanos cuando todo alrededor parece empujar a la ruptura.

El Sol empezaba a bajar, y desde la ventana, el roble parecía inclinado ligeramente, como si hubiera escuchado la conversación entre los dos hermanos y se alegrase del acuerdo alcanzado.


A Chávez López
Sevilla abril 2025

 :)
 

Comentarios

  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    Que triste pero es lo que pasa cuando se dejan cosas, los prácticos no le ven la importancia de los esfuerzos que se hicieron para conseguir y se quieren es deshacer de todo, los sentimentales quieren conservar, pero no es nada práctico tener una cantidad de cachivaches que solo eran útiles para los que saben para que servían.
  • antonio chavezantonio chavez Miguel de Cervantes s.XVII
    editado 21 de abril

     
    Este es el típico enfrentamiento por una herencia. Mientras estaba escribiendo este relato estaba pensando en un final "movidito", de pleito, e incluso de llegar a las manos los hermanos. Pero esas cosas no van conmigo. Soy un hombre de paz y lo que escribo, siempre o casi siempre procuro que sea pacífico, a no ser que la historia que exponga requiera un poco de violencia. 

    Saludos, jefa

     :)
     
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